Julia Navarro - Dime quién soy

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La esperada nueva novela de Julia Navarro es el magnífico retrato de quienes vivieron intensa y apasionadamente un siglo turbulento. Ideología y compromiso en estado puro, amores y desamores desgarrados, aventura e historia de un siglo hecho pedazos.
Una periodista recibe una propuesta para investigar la azarosa vida de su bisabuela, una mujer de la que sólo se sabe que huyó de España abandonando a su marido y a su hijo poco antes de que estallara la Guerra Civil. Para rescatarla del olvido deberá reconstruir su historia desde los cimientos, siguiendo los pasos de su biografía y encajando, una a una, todas las piezas del inmenso y extraordinario puzzle de su existencia.

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Estaba asustado, y mucho. De repente me daba cuenta de lo cerca que había estado del abismo y admiré aún más a Amelia por su sangre fría. Desde pequeño supe que ella era especial y que hacía cosas especiales, pero ahora descubría hasta dónde era capaz de llegar, y sobre todo me asombraba su frialdad.

Amelia actuaba como si nuestra vida no se hubiera salido del cauce de la cotidianidad de manera que mi padre no sospechara nada.

Al día siguiente Garin se presentó a cenar. Hacía mucho tiempo que no lo hacía.

Le abrí yo la puerta y me sonrió.

– Hola, Friedrich, hacía tiempo que no nos veíamos. ¡Vaya, ya eres un hombre!

Mi padre le dio la bienvenida y mientras Amelia preparaba la cena, le retó a una partida de ajedrez. No es lo que más le gustaba a Garin, pero aceptó.

Cuando terminamos de cenar, charlamos un rato sobre el trabajo de Amelia y de Garin y del Congreso por la Paz que estaban ayudando a organizar.

– Vendrán jóvenes de todo el mundo. ¡Pobrecillos! De verdad creen que están haciendo algo por la paz, pero en realidad son títeres de Moscú, como lo somos todos nosotros -se lamentó Garin.

– Pero los jóvenes actúan de buena voluntad -les defendió Max.

– Sí, y se manifiestan en sus países por todo aquello por lo que nunca les permitirían manifestarse ni aquí ni en la Unión Soviética. Los agentes de la agitprop son auténticos maestros que han convencido a los movimientos de izquierdas de la maldad intrínseca de la burguesía. Pero están logrando su propósito, que es el de controlar el pensamiento de estos colectivos y dirigirles hacia el objetivo final que es una sociedad enteramente comunista.

»Por eso desconfían de los intelectuales, es decir, de todo aquel que piensa por sí mismo y no sigue las directrices marcadas por Moscú. El partido no puede permitir que los escritores o los artistas decidan lo que el Estado necesita en materia cultural. Es el Estado quien debe decidir qué es lo que hay que crear, cómo y cuándo -explicó Garin.

– ¡Menuda aberración! -No pude reprimir mi opinión.

Mi padre dijo que estaba cansado y ayudé a Amelia a llevarle a la cama mientras Garin quitaba la mesa y llevaba los platos a la cocina.

– No te quedes hasta muy tarde, mañana tienes clase -me recomendó mi padre.

– No te preocupes, estudiaré un rato y enseguida me iré a dormir.

Cerré la puerta de la habitación y seguí a Amelia hasta la cocina, donde Garin había comenzado a lavar los platos.

– ¿Te has encontrado con algún vecino al entrar? -le preguntó a Garin.

– No, y no había nadie en la calle, ningún coche, nadie. Mi gente lleva todo el día vigilando la casa y los alrededores, dicen que no han visto nada sospechoso, de manera que podemos estar tranquilos.

– Estar tranquilos sería una insensatez -respondió Amelia.

Les ayudé a abrir la trampilla que daba al sótano y les vi deslizarse y oí el golpe seco amortiguado por el colchón que habíamos puesto debajo. Lo que sucedió a continuación me lo contaron después.

Konrad estaba adormilado, pero enseguida se espabiló y les ayudó a quitar el bloque de ladrillos que permitía acceder a las cloacas.

Llevaban linternas y una cuerda, y también pistolas por lo que pudiera pasar. Amelia se había cargado al hombro una bolsa con algunas herramientas.

Ella les guió por las cloacas siguiendo el mapa que Albert le había proporcionado a Garin. En dos ocasiones estuvieron a punto de encontrarse de frente con los soldados que patrullaban por allí, pero pudieron esconderse.

– Éste es el punto en el que, según el mapa, las cloacas continúan hacia el otro lado -señaló Amelia.

– Pero la pared está tapiada y han colocado una reja en el agua… no sé cómo podremos pasar.

– Si hacemos un hueco en el Muro, los soldados podrían oírnos -dijo Konrad.

– Sí, por eso creo que lo más conveniente es que intentemos romper la reja y pasar nadando -indicó Amelia.

– ¿Nadando entre estas aguas fétidas? -Konrad parecía asustado.

– Es la mejor solución. Hemos traído herramientas para intentar forzar la reja -insistió Amelia.

Garin palpó la pared, intentando calibrar su densidad.

– Creo que Amelia tiene razón. Ayúdame, intentaré ver si puedo mover la reja.

Amelia ató la cuerda en la cintura de Garin y sacó de la bolsa unas gafas de buceo que eran mías.

– Móntelas, a lo mejor las necesitas.

– ¿De dónde las has sacado? -preguntó Garin.

– Son de Friedrich, te irán bien.

– ¿Es profundo? -quiso saber Konrad.

– Me temo que sí, al menos creo que los pies no me llegan al fondo. Creo que voy a vomitar, el olor es insoportable.

Se colocó las gafas de buceo y metió la cabeza en el agua. Al cabo de un minuto la volvió a sacar.

– ¡Qué asco! Dame las herramientas, intentaré cortar la reja, pero el hueco no es demasiado ancho, espero que no nos quedemos atascados al pasar.

– ¿Quieres que te ayude? -se ofreció Konrad.

– Sí, será más fácil si intentamos romperla entre los dos.

Estaban intentando forzar la reja cuando a los lejos oyeron las voces y los pasos rotundos de los soldados.

– Vienen directos hacia aquí, y no hay ningún lugar donde escondernos -advirtió Amelia.

– ¡Ven aquí! -Garin le tendió la mano y Amelia no se lo pensó y se metió en aquellas aguas negras.

– Cuando les escuchemos más cerca meteremos dentro la cabeza -indicó Garin.

– No podré -se quejó Konrad.

– O lo hacemos o nos descubrirán y nos matarán aquí mismo. Y te aseguro que no es una manera gloriosa de morir. Aguantaremos arriba hasta el último segundo, y luego tendremos que permanecer aquí debajo hasta que se vayan -insistió Garin.

Sin decir ni una palabra, Amelia se acercó a Konrad y le anudó en la cintura la cuerda que sujetaba a Garin, después se la ató también ella.

– ¡Pero qué haces! -En el tono de voz de Konrad había una nota de histeria.

– Es mejor que permanezcamos juntos, si uno tiene la tentación de salir, los otros no lo permitirán.

Se quedaron en silencio y con la linterna apagada mientras escuchaban cómo los pasos de la patrulla retumbaban cada vez más cerca. Un haz de luz iluminó el agua y ellos se sumergieron.

Garin conservaba las gafas de buceo pero Amelia y Konrad no tenían nada que les protegiera el rostro.

Apenas podían aguantar un segundo más bajo el agua. Amelia sentía que la cabeza le iba a explotar, y Konrad hacía esfuerzos por salir del agua, pero Garin y ella se lo impedían sujetándole por las muñecas. De repente Garin soltó a Konrad y tiró de ellos hacia arriba. Volvía a reinar la oscuridad y permanecieron en silencio unos minutos que les parecieron eternos. No querían encender la linterna por si acaso los soldados seguían cerca. Cuando por fin lo hicieron, los tres temblaban de frío y de asco.

– Hay que intentar romper la reja como sea. -Garin volvió a meter la cabeza bajo el agua. Tardaron más de una hora hasta que lograron romper varios barrotes que dejaban un hueco por el que se podía pasar.

– Quién sabe lo que nos encontraremos más adelante. -Konrad estaba preocupado.

– Sea lo que sea, no tenemos otra opción que seguir. Esperemos que los soldados no se den cuenta de que hay tres barrotes sueltos -contestó Garin.

Nadaron un buen rato hasta llegar a una isleta. Amelia consultó el mapa de Albert.

– Diez metros a la derecha deberíamos de encontrar unas escaleras de hierro que suben a la superficie hasta la boca de una alcantarilla. Espero que no nos hayamos equivocado y salgamos delante de la sede de la Stasi -bromeó Amelia.

Caminaron en silencio esos diez metros y encontraron las viejas escaleras de hierro que llevaban hacia la superficie.

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