A Amelia le sorprendía tanto patriotismo en los griegos, y por un momento les envidió. Recordó con ira cómo, en España, Franco calificaba de antipatriotas a todos los que habían defendido la República, y se dijo que prefería ser antipatriota antes que una patriota a la manera como entendía Franco el patriotismo. Con estos pensamientos llegó hasta Monastiraki y callejeando, sin preguntar a nadie, encontró el viejo café.
Detrás de una barra minúscula atendía un hombre que en aquel momento estaba sirviendo un espeso café a un parroquiano. La miró sin mostrar ninguna curiosidad, y ella esperó a que terminara de servir el café.
– ¿Éste es el café de Agamenón? -le preguntó cuando él quiso saber qué quería tomar.
– Sí.
– Un pope amigo mío me pidió que viniera aquí.
El hombre le hizo una seña para que le siguiera, y ella le siguió detrás del mostrador donde una cortina negra separaba en dos la pequeña estancia donde se apilaban cajas y botellas. Apenas cabían en el sitio.
– Sus amigos de Londres -dijo el hombre hablando en inglés- quieren que les envíe todos los documentos con los que pueda hacerse: planes, movimientos de tropas, cualquier cosa susceptible de ser de interés.
– ¿Nada más?
– Eso es lo que quieren por ahora. Tenga, me han dado esto para usted. Es una microcámara. Y en este sobre tiene las claves para cifrar los mensajes. Tenga cuidado.
– ¿Dónde he de hacer las entregas?
– Aquí sólo ha de venir en caso de que no pueda dárselo a Dion. También puede acercarse a la catedral, el pope suele ir de vez en cuando.
– ¿Qué más quieren en Londres?
– Que colabore con nosotros. Dada su relación con ese alemán, puede sernos muy útil.
– De acuerdo.
– Puede que la necesitemos muy pronto para una operación.
– Vuélvase -le pidió al hombre.
El obedeció y ella ocultó la cámara dentro de su sostén. Después se despidieron.
Cuando llegó al hotel, entró en la habitación de Max. Se comunicaba con la suya, de manera que no tuvo ningún problema para hacerlo. Rebuscó en su armario sin encontrar nada más que la ropa del barón; también miró en el escritorio, donde tampoco halló nada de interés. Tendría que esperar a que él regresara para fotografiar los documentos que llevara en la cartera. Ya lo había hecho en Varsovia. Pero como ansiaba comenzar a trabajar, escribió un resumen con todas las conversaciones que había tenido con el barón sobre la marcha de la guerra, con algunos datos que pensaba podían ser de interés estratégico para Londres. Ansiaba volver a sentirse útil.
Max la telefoneó desde Salónica y le anunció que se iría dos días a Berlín.
– Lo siento, pero me han ordenado presentarme en el Cuartel General. Al parecer no les gustan mis informes, dicen que soy pesimista. Supongo que tendré que edulcorar la realidad para no resultar incómodo. Procura conducirte con prudencia.
Empezaba a molestarle que Max le insistiera tanto en lo de ser prudente. Aunque no se lo podía reprochar. Él siempre la creía, jamás desconfiaba de ella pese a las evidencias.
Hasta que regresó el barón, Amelia dedicó su tiempo a familiarizarse con la ciudad. Andaba sin descanso, perdiéndose por las intrincadas calles de Atenas.
Una tarde, cuando regresaba de uno de sus paseos, el conserje la avisó de que el barón Von Schumann se encontraba en el bar del hotel con otros dos caballeros.
Amelia acudió de inmediato, le había echado de menos. Max conversaba alegremente con su ayudante el comandante Hans Henke y con otro oficial al que ella no conocía. Llevaba el uniforme de la Marina.
– ¡Ah, querida, por fin estás aquí! -Max no ocultaba su satisfacción al verla-. Ya conoces a nuestro querido amigo el comandante Henke, pero permíteme que te presente al capitán de corbeta Karl Kleist.
El marino se cuadró ante ella y le besó la mano. Amelia no pudo por menos de reconocer que era un hombre muy atractivo.
– Tenía muchas ganas de conocerla, señorita Garayoa.
– El capitán Kleist nos ayudó mucho en Varsovia. Hizo lo imposible para… bueno, para que pudiéramos sacarte de Pawiak -dijo Max con cierta incomodidad.
– ¡Nada de recordar cosas desagradables! ¡Estamos en Atenas! Disfrutemos del privilegio que supone contemplar el Partenón -interrumpió el capitán Kleist- y, por favor, llámeme Karl, espero que seamos amigos.
– Muchas gracias -respondió Amelia, sonriendo.
Enseguida volvieron a enfrascarse en la conversación que mantenían antes de la llegada de Amelia. Por lo que pudo colegir, el marino viajaba con cierta frecuencia a Sudamérica. En un momento determinado se refirió a un viaje reciente a España, concretamente a Bilbao, y ella no pudo dejar de mostrarse interesada.
– ¿Conoce España?
– Sí, conozco su país y me gusta mucho. Su apellido es vasco, ¿verdad?
– Sí, mi padre era vasco.
– Tengo buenos amigos allí.
Amelia no preguntó nada más. Sabía que la mejor manera de obtener información era escuchar, dejar que los hombres se explayaran olvidándose de su presencia. Pero Kleist era un profesional demasiado avezado para cometer errores y confiar en una extraña, por mucho que ella estuviera en deuda con él por haber ayudado al barón Von Schumann a sacarla de Pawiak.
Tuvo que esperar a estar a solas con Max, en la intimidad de la noche, para conocer de manera más precisa las actividades del capitán Kleist.
– Es un buen soldado. No comparte lo que está pasando, él… bueno, él siempre se ha mostrado leal al almirante Canaris y al capitán Oster.
– Pero, como todos, obedece órdenes, ¿no es así?
– Ya hemos discutido sobre eso en otras ocasiones -respondió él con gesto cansado.
Amelia rectificó. Lo que menos le interesaba en ese momento era una discusión con Max. Necesitaba información.
– Tienes razón, perdóname. ¿Qué es lo que hace exactamente el capitán Kleist?
– ¡Vamos, Amelia,! ¡No puedo creerme que no te hayas dado cuenta!
– ¿Trabaja para el servicio secreto?
– Tiene como misión conseguir materias primas desde Sudamérica sin las cuales a Alemania le costaría más librar esta guerra, platino, cinc, cobre, madera, mica…
– No sabía que Alemania necesitara cosas de Sudamérica, siempre pensé que aquellos países eran muy pobres.
– No, no son pobres, pero tienen la mala suerte de tener gobiernos corruptos. No creo que hayan salido ganando al haber dejado de ser colonias.
– Pues tendrán muchas materias primas como dices, pero para España las colonias suponían un gran coste -dijo Amelia por decir algo.
– Pues son ricos, Amelia, muy ricos. Tienen cobre, petróleo, piedras preciosas, madera, cinc, quinina, antimonio, platino, mica, cuarzo, incluso hígado.
– ¿Hígado? No te entiendo…
– Precisamente le estaba pidiendo a Kleist que hiciera lo imposible por mandarnos más. ¿Nunca te lo he contado? Con extractos de hígado fabricamos un tónico, un vigorizante especial para las tropas de choque y los submarinistas. Quizá debería de traerte un frasco para ti.
– ¡Qué asco! No me gustaría nada beber tónico de hígado.
– Sin embargo es un vigorizante muy efectivo, ¡ojalá pudiéramos disponer de los suficientes extractos de hígado para fabricar el tónico para todo el Ejército! Te aseguro que es muy eficaz para combatir el cansancio y dar fuerzas a los hombres.
– ¿Y el platino? ¿Para qué queréis el platino? No puedo imaginar que en tiempos de guerra os preocupéis de suministrar platino a los joyeros. ¿Quién tiene dinero para comprar joyas ahora?
– El platino sirve para algo más que para hacer sortijas o collares -respondió Max riendo-. Se utiliza para fabricar ácido nítrico, para realizar calefactores, fabricación de fibras, vidrios ópticos… No voy a aburrirte con una lección de química sobre las propiedades del platino. Karl Kleist nos ha contado algo muy gracioso sobre el contrabando de platino. Algunos marineros que trabajan para nosotros en los mercantes españoles fabrican flejes, que son unas tiras de metal con las que refuerzan los cofres de madera, muebles y baúles. Pero en vez de metal utilizan platino, que después pintan de negro para disimularlo; de manera que cuando el barco pasa la inspección británica en Trinidad, nadie se da cuenta de que esos herrajes en realidad son de platino.
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