Julia Navarro - Dime quién soy

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La esperada nueva novela de Julia Navarro es el magnífico retrato de quienes vivieron intensa y apasionadamente un siglo turbulento. Ideología y compromiso en estado puro, amores y desamores desgarrados, aventura e historia de un siglo hecho pedazos.
Una periodista recibe una propuesta para investigar la azarosa vida de su bisabuela, una mujer de la que sólo se sabe que huyó de España abandonando a su marido y a su hijo poco antes de que estallara la Guerra Civil. Para rescatarla del olvido deberá reconstruir su historia desde los cimientos, siguiendo los pasos de su biografía y encajando, una a una, todas las piezas del inmenso y extraordinario puzzle de su existencia.

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– Uno de los hombres que estaba en el bar era un alemán.

– ¿Sospechan de Agamenón?

– Quién sabe si de usted. Debemos tener cuidado. Tiene que ir mañana a una ceremonia religiosa que se celebra en la catedral; habrá mucha gente, y allí se encontrará con el pope, él le transmitirá las órdenes de Londres.

– ¿Y por qué no usted?

– Cada cual cumple con su papel. Usted cumpla con el suyo.

Max se mostró extrañado cuando Amelia le dijo que se iba a acercar a la catedral.

– ¿Otra vez? ¿Es que piensas convertirte?

– ¿Convertirme?

– Sí, dejar el catolicismo y hacerte ortodoxa.

– ¡Claro que no! Pero te confieso que me fascinan sus ceremonias, el olor intenso a incienso, los iconos… no sé, me siento bien en sus iglesias.

– Sé prudente, Amelia, ha llegado a Atenas alguien que no te quiere bien.

Amelia se sobresaltó aunque procuró no mostrar ningún nerviosismo.

– ¿A mí? ¿Por qué? No sé quién puede ser…

– Es el coronel Winkler, un oficial de las SS, era amigo del coronel Ulrich Jürgens. Aún sigue convencido de que tuviste algo que ver con el asesinato de Jürgens.

– Tú mismo me contaste que los partisanos italianos reivindicaron la acción, y como bien sabes, en Roma no me codeaba con los partisanos -dijo en tono de broma.

– Winkler cree que fuiste la mujer que asesinó a Jürgens y nadie le convencerá de lo contrario.

– ¿Desde cuándo está en Atenas?

– Desde hace unos días, pero yo no lo he sabido hasta ayer.

– ¿Por qué no me lo dijiste?

– No quería preocuparte, aunque en realidad deberíamos preocuparnos los dos. He tenido algún enfrentamiento con las SS a causa de su escasa colaboración en algunos asuntos que tienen que ver con la intendencia, en este caso, con los suministros médicos que necesitan nuestros hombres. Los confiscan para ellos. No permiten que nuestros médicos den medicinas a los prisioneros. Procuremos pasar desapercibidos, te lo ruego, por tu bien y por el mío.

– No creo que ir a la catedral pueda comprometernos. ¿Qué mal hay en eso?

– Ten cuidado, Amelia, cualquier excusa le servirá a Winkler para mandar que te arresten.

Se marchó preocupada y asustada por lo que acababa de oír. ¿Acaso era Winkler quien estaba en el café? ¿La había mandado seguir?

Cuando llegó a la catedral encontró tanta gente que le costó abrirse paso al interior. Se preguntó si Winkler habría enviado tras ella a alguno de sus hombres. Se refugió detrás de una columna y esperó a que fuera el pope Yorgos quien la buscara. Un grupo de mujeres intentaba hacerse un lugar donde ella estaba, se sintió así mucho más segura. Concentradas y ensimismadas, rezaban con gran devoción. ¿Habría alguna traidora? Descartó de inmediato la idea al recordar lo que le había dicho el pope el día en que se conocieron: los griegos siempre vencen a los invasores por fuertes y poderosos que éstos sean.

La ceremonia transcurría sin que ella prestara atención. Se sentía mareada por el olor a incienso. No supo cómo, pero de repente se encontró con el pope a su lado.

– No tenemos mucho tiempo, aunque estas buenas almas nos están cubriendo -dijo señalando a las mujeres que formaban pina a su alrededor.

– ¿Qué sucede?

– Londres quiere al capitán Kleist.

– ¿Que lo quiere? No le entiendo.

– Sí, quieren hacerse con el capitán Kleist y usted debe ayudarles.

– Pero ¿cómo?

– Él la conoce y confiará en usted. Servirá de gancho para que nuestros amigos británicos puedan hacerse con él. Es un hombre inteligente y desconfiado, sabe demasiado, de manera que no sólo cuida de su seguridad sino que la Abwehr también cuida de él. Tendrá que ir a España.

– ¿A España? Pero… ¿qué excusa voy a dar?

– Tiene allí a su familia, ¿no? Pues ya tiene una excusa. Será más fácil hacerlo allí que aquí. Pero es preciso actuar con rapidez; al parecer, el capitán va a regresar a Grecia, le quieren en Creta. Los alemanes están sufriendo muchas bajas en la isla y no son capaces de acabar con los submarinos y los barcos que transportan armas a la Resistencia.

– ¿Cuándo tendría que ir?

– A ser posible, mañana. Pídaselo al barón, él lo podrá arreglar.

Esperó a que terminara la ceremonia, aunque mucho antes el pope ya había desaparecido de su lado con el mismo sigilo con que había llegado.

Regresó caminando, pensando en cómo pedirle a Max que la enviara a Madrid. No tardó en darse cuenta de que un hombre la seguía, pero pudo llegar al hotel sin más complicaciones.

– Le he estado dando vueltas a lo que me has dicho de ese coronel Winkler y me ha entrado miedo -le dijo a Max nada más llegar.

– ¿Miedo? No sabía que tú tuvieras miedo -respondió, bromeando.

– Max, he pensado en irme a España. Déjame ir un par de semanas, veré a mi familia y a lo mejor ese Winkler se olvida de mí. Puede que esté confundida, pero creo que me han seguido a la catedral; desde luego, durante el camino de vuelta un hombre lo ha hecho hasta las mismas escaleras del hotel.

Max, no pudo evitar un gesto de preocupación. Temía a Winkler. No había sido fácil salvarla de él en Roma, y seguramente desearía vengarse.

– Me cuesta mucho separarme de ti, Amelia. Eres todo cuanto tengo.

– Si prefieres que me quede…

– No, tienes razón, quizá sea mejor que te vayas durante algún tiempo. Pero prométeme que regresarás pronto.

– Sólo estaré unos días en Madrid, yo tampoco quiero estar lejos de ti.

– De acuerdo.

A ella le sorprendía la facilidad con la que el barón von Schumann accedía a lo que le pedía, y su fe en ella.

Él lo arregló todo y tres días más tarde Amelia dejó Atenas para regresar a Madrid en un avión que hizo escala en Roma y en Barcelona.

Por el informe que ella misma envió a Londres al término de la operación, sabemos que fue a su casa. Era su coartada para justificar la estancia en Madrid. Pero el mismo día de su llegada se puso en contacto con la señora Rodríguez, que era quien tenía las órdenes de cómo llevar a cabo la operación.

Amparito, la doncella de la señora Rodríguez, se sorprendió al verla al abrir la puerta.

– La señora ya no recibe hoy, está descansando -le soltó como buena cancerbera.

– Siento presentarme sin avisar, pero estoy segura de que la señora me recibirá. Estoy de paso por Madrid y no he querido dejar de venir a saludarla.

La doncella dudó unos segundos antes de flanquearle el paso y conducirla hasta el salón.

– Espere aquí -le ordenó.

La señora Rodríguez salió de inmediato.

– ¡Qué alegría verla, querida Amelia!

Hablaron de generalidades hasta que Amparito las dejó a solas después de servir dos tazas de té y unas pastas.

– ¿Le han dicho en qué consiste la misión?

– Sólo que en Londres quieren al capitán Kleist.

– Por lo que sé, ese hombre hizo gestiones para lograr que la sacaran de Pawiak. ¿Le supone algún problema?

– No, aunque no me gustaría que sufriera ningún daño.

– Creemos que es «Albatros», el mejor espía alemán en Sudamérica. Llevamos dos años tras él. No sabíamos quién era. Utiliza nombres distintos. Es un espía muy competente.

– ¿Qué van a hacer con él?

– Interrogarle, conseguir toda la información que podamos y nada más.

– ¿Nada más?

– Está en Madrid. Naturalmente no va solo a ninguna parte; se cubre las espaldas y se las cubren, siempre le acompañan dos hombres.

– Pensaba que aquí los alemanes estaban tranquilos.

– España es oficialmente neutral, pero a nadie se le escapa que es un país aliado de Hitler, y precisamente parte del éxito de las actividades del capitán Kleist se debe a esa colaboración de los españoles con los alemanes.

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