Julia Navarro - Dime quién soy

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La esperada nueva novela de Julia Navarro es el magnífico retrato de quienes vivieron intensa y apasionadamente un siglo turbulento. Ideología y compromiso en estado puro, amores y desamores desgarrados, aventura e historia de un siglo hecho pedazos.
Una periodista recibe una propuesta para investigar la azarosa vida de su bisabuela, una mujer de la que sólo se sabe que huyó de España abandonando a su marido y a su hijo poco antes de que estallara la Guerra Civil. Para rescatarla del olvido deberá reconstruir su historia desde los cimientos, siguiendo los pasos de su biografía y encajando, una a una, todas las piezas del inmenso y extraordinario puzzle de su existencia.

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– ¡Qué ingeniosos son mis compatriotas!

– Sí, sí que lo son.

– Y el capitán Kleist se dedica a organizar todo ese contrabando.

– Exacto, pero Kleist también ejerce como un afortunado hombre de negocios. Ha montado empresas en Sudamérica para garantizar el envío de estos suministros. Es un hombre muy valioso, muchas vidas dependen de él.

De repente Max se quedó en silencio y se plantó delante de Amelia, mirándola con cierta turbación.

– ¿Qué pasa, Max? ¿Por qué me miras así?

– Quiero que… te pido que no me mientas…

– ¿Mentirte? ¿Por qué habría de hacerlo? No sé qué quieres decir…

– ¿Sigues teniendo contacto con… con… los británicos?

– ¡Por Dios, Max! Sabes que mi contacto con los británicos se debía a mi relación con Albert James, y lo único que hice fue trasladarles las inquietudes del grupo del que formabas parte antes de la guerra. Y por si quieres saberlo, no he vuelto a ver a Albert James.

– Tenías buena relación con lord Paul, y él es un hombre clave en el Almirantazgo.

– Me sorprendes, Max. Un hombre inteligente como tú debería saber que la confianza de lord Paul en mí estaba basada en mi relación con Albert. En todo caso tu desconfianza me ofende.

Amelia se dio la vuelta esperando haberse mostrado convincente. Le costaba mentir a Max von Schumann porque estaba enamorada de él, y si actuaba a sus espaldas era por su convencimiento de que Max anhelaba lo mismo que ella, el fin de la guerra, la derrota del III Reich y una Europa nueva en la que los aliados derrocarían a Franco y en España volvería a instaurarse la República. Se dijo que le engañaba por su bien, como si de un niño se tratara. Max se atenía con rigidez a su código de honor, y por más que despreciara a Hitler, jamás haría nada que pudiera suponer una herida para Alemania. Ella no pensaba como él: traicionaría mil veces aquella España de Franco si con ello pudiera acabar con el dictador. Era su manera de entender la lealtad a su país y a las ideas que habían llevado a su padre al paredón.

– Lo siento, Amelia, no he querido ofenderte.

– Nunca he trabajado para los británicos, Max, nunca. Fui una simple recadera, aprovechando mi relación con Albert para ayudaros a ti y a tus amigos en los meses previos a la guerra. Incluso tú fuiste a Inglaterra a entrevistarte con lord Paul. No tienes nada que reprocharme.

El la abrazó y le pidió perdón. Estaba tan profundamente enamorado de ella que era incapaz de leer la mentira en los ojos de Amelia.

En los días sucesivos, Amelia fue obteniendo más información provocando conversaciones con Max, incluso con su ayudante el comandante Hans Henke, que parecía admirar profundamente al capitán Karl Kleist, quien había dejado Grecia para trasladarse a España, y contaba con numerosos colaboradores entre los marineros de los mercantes españoles.

– ¿Y los españoles se prestan a colaborar abiertamente con… con el espionaje alemán? -le preguntó con cierta ingenuidad.

– Muchos lo hacen por dinero; otros, por afinidad ideológica alimentada con una buena retribución. No creas que es fácil; entre la tripulación de los mercantes españoles hay muchos vascos que trabajan para su lehendakari Aguirre, que está exiliado en Nueva York.

– ¿Y qué hacen esos marineros que trabajan para Aguirre?

– Lo mismo que los otros: espiar, pasar información a los aliados sobre la carga del barco, los pasajeros, y señalar a los miembros de la tripulación que creen que trabajan para nosotros; cualquier cosa que pueda resultar de interés.

– De manera que los mercantes españoles son un nido de espías -resumió Amelia.

– Más o menos.

– Y los marineros vascos trabajan para el lehendakari Aguirre.

– No todos, otros lo hacen para nosotros. Vuestro lehendakari ha puesto el servicio de información de su partido, el PNV, a las órdenes de los aliados con la esperanza de que, si ganan la guerra, se lo paguen reconociendo la independencia del País Vasco.

A través de Dion, Amelia envió varios informes a Londres. No le resultaba fácil entregárselos puesto que el hotel Gran Bretaña alojaba a todo el Estado Mayor alemán. En una ocasión en que Dion faltó a su trabajo durante tres días a causa de una gripe, no tuvo más remedio que acudir a la catedral en busca del pope que se hacía llamar Yorgos. El primer día no tuvo suerte, pero al segundo pudo entregarle un extenso informe además de fotos de documentos referentes a la situación de las tropas alemanas en Creta que obraban en poder de Max.

Para lo que no estaba preparada era para el nuevo encargo que había ideado el comandante Murray.

Dion le comunicó que debía reunirse inmediatamente con Agamenón: Londres había enviado instrucciones precisas para ella.

No había vuelto por el Acrópolis; el propio Agamenón le había recomendado que no lo hiciera salvo que fuera estrictamente necesario, pero al parecer la ocasión había llegado.

Hacía frío y lloviznaba, de manera que se enfundó en el abrigo y se cubrió la cabeza con un pañuelo.

– ¿Va a salir, señorita? -se interesó el portero del hotel-. ¿Con este tiempo?

– Estoy harta de ver caer la lluvia a través del cristal de mi ventana. Un paseo me vendrá bien.

– Se mojará… -insistió el portero.

– No se preocupe, no me pasará nada.

No fue directamente hacia Monastiraki, sino que paseó sin rumbo por Atenas por si alguien la seguía. Cuando estuvo segura de que nadie lo hacía, encaminó sus pasos hacia el Plaka y bajó por sus callejuelas hasta llegar a Monastiraki. Llovía con intensidad, de manera que a nadie le sorprendería verla buscar refugio en aquel cafetucho minúsculo.

Agamenón estaba tras la barra y la miró sin dar muestras de conocerla. Un par de hombres estaban sentados en una de las mesas jugando al backgamon, y otro que se apoyaba en la barra parecía ensimismado bebiendo un vaso de ouzo, el anís local.

– ¿Qué desea? -preguntó Agamenón.

– Un café me vendrá bien, está lloviendo con fuerza y me he empapado.

– Hay días en que es mejor no salir de casa, y éste es uno de esos días -respondió Agamenón.

Amelia bebió el café y aguardó a que el camarero hiciera alguna señal para hablar con ella. Pero el hombre parecía enfrascado en alinear vasos y tazas detrás de la barra y no le prestó atención.

– Parece que está dejando de llover -dijo Amelia al tiempo que pagaba el café.

– Sí, pero hará bien en irse a su casa, volverá a llover- respondió el hombre.

Ella salió sin pedirle ninguna explicación. Si Agamenón no había dado señales de conocerla sería por una buena razón. Regresó al hotel y encontró a Max malhumorado.

– Tengo que ir a Creta.

– ¿Cuándo? -preguntó Amelia con cara de contrariedad-. ¿Podré ir yo? -añadió.

– Aún no lo sé, pero no es conveniente que me acompañes. La Resistencia griega nos está ganando la partida. Hay muchas bajas. Además reciben el apoyo de los ingleses; les envían armas y cuanto necesitan. Las cosas no van bien.

– Me gustaría tanto ir a Creta… -Amelia compuso la mejor de sus sonrisas y se mostró zalamera.

– Y a mí me gustaría que pudieras acompañarme, pero no sé si obtendré permiso, ya veremos. Quizá, quien sí me acompañará será el capitán Kleist.

– ¿Kleist? ¿No me dijiste que estaba en España?

– Pero puede que regrese en unos días a Atenas. Es un experto en información naval y el Alto Mando le requiere en Creta. Parece imposible, pero los submarinos británicos se acercan a las costas cretenses con total impunidad.

Amelia le escuchó paciente sin dejar de pensar en por qué Agamenón no había dado muestras de conocerla. No fue hasta el día siguiente cuando Dion, murmurando entre dientes, le dio una explicación.

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