Julia Navarro - Dime quién soy

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La esperada nueva novela de Julia Navarro es el magnífico retrato de quienes vivieron intensa y apasionadamente un siglo turbulento. Ideología y compromiso en estado puro, amores y desamores desgarrados, aventura e historia de un siglo hecho pedazos.
Una periodista recibe una propuesta para investigar la azarosa vida de su bisabuela, una mujer de la que sólo se sabe que huyó de España abandonando a su marido y a su hijo poco antes de que estallara la Guerra Civil. Para rescatarla del olvido deberá reconstruir su historia desde los cimientos, siguiendo los pasos de su biografía y encajando, una a una, todas las piezas del inmenso y extraordinario puzzle de su existencia.

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Amelia sentía todo su cuerpo rígido y notaba que la voz se le había paralizado en la garganta. No había pensado que el destino la volviera a colocar ante aquel hombre que la había torturado personalmente. Aún retumbaban en sus oídos las risotadas del coronel Jürgens cuando ella se retorcía de dolor y de vergüenza cuando él se complacía en arrancarle la ropa para contemplar su desnudez antes de torturarla.

Max apartó a uno de los oficiales tirando de Amelia hacia la salida, pero la suerte no estaba de su parte aquella noche, ya que en ese preciso momento el jefe de su división se acercó al grupo acompañado de otros dos generales y le pidió a Max que les acompañara un momento.

– No le distraeremos mucho tiempo, sólo será una consulta, coronel. Dejemos a estos caballeros al cuidado de la señorita.

– Lo siento, general, pero ya nos íbamos, la señorita no se encuentra bien -respondió Max.

– ¡Vamos, sólo será un momento! Coronel, encárguese de atender a esta señorita mientras conversamos con el barón Von Schumann.

Amelia se quedó frente a frente con su verdugo, y cuando Jürgens le tendió la mano, ella se la apartó con brusquedad.

– ¡No se atreva a rozarme!

– Pero, querida, ¡si en el pasado he hecho algo más que rozarla! ¿A qué vienen tantos remilgos?

Sus compañeros de las SS rieron la respuesta de Jürgens y a una señal suya se retiraron dejándole solo con Amelia.

– No debería ser tan arisca conmigo, ya sabe que los hombres despechados son capaces de cualquier cosa -declaró el oficial con sarcasmo.

– ¿Qué quiere, Jürgens?

– ¡Oh, usted ya lo sabe! ¿Hace falta que le diga que quiero tener lo mismo que tiene el barón Von Schumann? ¿Por qué no se muestra igual de cariñosa conmigo que con él? Le aseguro que yo sería más generoso con usted de lo que lo es el barón Von Schumann. El sólo le ofrece amor, yo le ofrezco el mundo entero, compartir conmigo la gloria del Reich.

– ¡Si supiera cuánto me repugna su mera presencia!

– Su resistencia hacia mí la hace más atractiva.

– ¡Nunca, Jürgens! ¡Nunca me tendrá, aunque me volviera a torturar!

– Si usted hubiese sido más complaciente, yo habría pasado por alto su pecadillo: ¡ayudar a aquellos pobres desgraciados! ¡Nunca entenderé por qué se unió a aquel grupo de polacos empeñados en ayudar a los judíos!

– No, claro que no puede entenderlo, está fuera de su alcance poder entenderlo.

– ¿Sabe?, no sé por qué, pero me siento tan atraído por usted… nunca me han gustado las mujeres tan delgadas. Es más atractiva su amiga Carla Alessandrini, al menos tiene formas de mujer, usted sin embargo tiene un aspecto tan frágil…

– ¡Es usted repugnante! ¿Qué le ha hecho a Carla?

– ¡Ah! ¡Su amiga es una traidora! Debería tener cuidado de no tener tratos con traidores, ya sabe lo que les pasa cuando les alcanza la justicia del Reich.

El coronel Ulrich Jürgens la miró con dureza. Luego la agarró de la mano y se la apretó hasta hacerle daño.

– Si se resiste a mí, ya sabe las consecuencias. ¿Por qué no se evita problemas? Esta vez no seré tan benévolo como en Varsovia.

Amelia no pudo contenerse y le dio una patada en la espinilla intentando escapar. Pero no lo consiguió. Jürgens la sujetó con fuerza del brazo y se lo retorció.

– Si se empeña en declararme la guerra, ¡así sea! -respondió él con los ojos llenos de furia y una sonrisa maligna.

Al final consiguió soltarse y corrió en busca de Max.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó el barón.

Amelia le contó la escena y las amenazas de Jürgens.

– ¡Es un miserables, un canalla!

De regreso a casa Amelia no dejaba de temblar. Temía las amenazas de aquel sádico.

– Tranquilízate. Está decidido, regresas a España. No quiero que permanezcas en Roma estando Jürgens aquí. Mañana me encargaré de buscarte un billete de avión para Madrid. Procura no salir de casa de Vittorio a no ser que yo vaya a buscarte, incluso sería mejor que no vieras ni siquiera al padre Müller.

– No quiero irme, no puedo dejar solo a Vittorio.

– Amelia, no permitiré que te quedes en Roma, dentro de dos días tengo que marcharme a visitar nuestras tropas; estaré en el norte, y no quiero ni pensar de lo que sería capaz Jürgens.

Pero Amelia sí sabía de lo que era capaz el coronel Jürgens, aunque no se lo dijo. No quería recordar los meses pasados en Pawiak, a pesar de que cada noche regresaban en forma de pesadillas.

Vittorio se mostró de acuerdo con el barón Von Schumann y pidió a Amelia que regresara a España.

– Querida, aquí no puedes hacer nada salvo acompañarme. Tienes una familia que te espera y dentro de unos días es Navidad.

No hubo forma de convencerla, de manera que Max von Schumann se fue a Milán, temiendo lo que pudiera suceder en su ausencia.

9

Dos días antes de Nochebuena, el padre Müller se presentó de improviso en casa de Vittorio para ver a Amelia.

– Marchetti me ha mandado recado de que está dispuesto a verte -dijo en voz baja.

– ¿Cuándo? -preguntó nerviosa.

– En Nochebuena, durante la Misa del Gallo, en San Clemente. Se confundirá con los fieles. Corre un gran peligro porque han puesto precio a su cabeza.

Amelia no durmió aquella noche pensando en lo que le diría a Matteo Marchetti, aquel hombre que cuando le conoció le pareció un profesor de canto inofensivo, pero que había resultado ser uno de los jefes de la Resistencia.

El 24 de diciembre amaneció frío y nublado, al igual que su estado de ánimo. Pensaba en su familia, los imaginaba preparando la cena de Nochebuena. Quizá el marido de Melita les habría llevado una buena cesta con comida con la que aliviar la precaria situación de la familia.

Decidió escribirles una carta; aún no había terminado cuando Vittorio entró sin llamar a la puerta, pálido y temblando.

– ¿Qué sucede? ¿Qué te pasa? -Amelia se puso de pie agarrando a Vittorio, que parecía estar a punto de caerse.

– La radio… lo acaba de decir la radio. -El hombre comenzó a llorar abrazándose a Amelia.

– ¡Vittorio, cálmate! ¡Dime qué has escuchado en la radio!

Pero él no podía hablar, y los sollozos se convirtieron en gritos desgarrados.

– ¡Dime qué sucede! ¡Por favor, dímelo! -suplicó Amelia, que apenas podía sostener el cuerpo desmadejado de Vittorio, que permanecía abrazado a ella.

– La han matado -alcanzó a decir él.

Amelia quiso chillar, pero de su garganta sólo salió un grito ahogado. Sintió el sabor salado de las lágrimas en la comisura de los labios y abrazó a Vittorio con toda la fuerza que fue capaz de encontrar.

– ¡La han matado! ¡La han matado! -gritó Vittorio.

Logró llevarle hasta una silla y llamar a una criada para que trajera un vaso de agua. Para entonces la casa entera ya se había enterado de la desgracia. Todos lo habían escuchado en la radio. El locutor no había dejado lugar a dudas: «Esta madrugada ha sido ahorcada en la cárcel de mujeres, por delito de alta traición, la diva del bel canto Carla Alessandrini».

Los criados cuchicheaban nerviosos mientras Amelia intentaba tomar las riendas de aquella situación.

No podía quedarse sentada y llorar hasta que se le acabasen las lágrimas, no podía permitirse el lujo de dejarse llevar por el dolor. Tenía que encargarse de Vittorio y tenía que decidir qué hacer.

¿Se presentarían las SS en la casa? ¿Debería acompañar a Vittorio a reclamar el cuerpo de Carla? No sabía qué hacer. Pero la llegada del padre Müller la alivió algo.

– ¡Lo siento tanto! -dijo el sacerdote al abrazar a Vittorio, que no dejaba de llorar y sufría convulsiones.

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