Julia Navarro - Dime quién soy

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La esperada nueva novela de Julia Navarro es el magnífico retrato de quienes vivieron intensa y apasionadamente un siglo turbulento. Ideología y compromiso en estado puro, amores y desamores desgarrados, aventura e historia de un siglo hecho pedazos.
Una periodista recibe una propuesta para investigar la azarosa vida de su bisabuela, una mujer de la que sólo se sabe que huyó de España abandonando a su marido y a su hijo poco antes de que estallara la Guerra Civil. Para rescatarla del olvido deberá reconstruir su historia desde los cimientos, siguiendo los pasos de su biografía y encajando, una a una, todas las piezas del inmenso y extraordinario puzzle de su existencia.

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– Te ayudará a descansar.

– No quiero que Carla esté sola -insistió él.

– Yo estaré con ella, te lo prometo.

Luego también mandó a dormir a Pasqualina y se quedó sola en el salón. Fue entonces cuando rompió a llorar.

Enterraron a Carla la tarde del 26 de diciembre. Apenas veinte personas acudieron al sepelio. Si Carla hubiera fallecido de muerte natural antes de que comenzara la guerra, toda Italia se habría echado a la calle para llorarla. Pero la habían ahorcado por alta traición.

– Ella hubiera preferido que la enterraran en Milán. Allí tenemos un panteón.

– Algún día, cuando acabe esta guerra, la llevarás allí; ahora dejémosla descansar aquí -le consoló el padre Mullen.

Mientras tanto, Max continuaba en Milán. Llamó a Amelia y le rogó que regresara a España.

– Siento tanto lo de Carla, sé lo que significaba para ti; pero, por favor, no te quedes en Roma. Ya sabemos de lo que es capaz ese maldito Jürgens.

– Te esperaré, Max.

– Es que… lo siento, Amelia, pero una vez que termine la inspección sanitaria de nuestras tropas aquí, he de ir a Grecia, me lo han comunicado esta mañana.

– ¿A Grecia?

– Sí.

– ¿Puedo ir contigo?

– ¿De verdad querrías acompañarme?

– No me siento con ánimo de regresar a España.

– Primero puedes ir a ver a tu familia y después reunirte conmigo en Atenas.

– No, prefiero acompañarte.

– Corres peligro, Amelia. He hablado con algunos amigos y me aseguran que Jürgens está obsesionado contigo.

– No haré nada que me pueda poner en peligro.

– Prométemelo.

– Te lo prometo.

Naturalmente no pensaba cumplir la promesa. No le había dicho a Max que había recibido una invitación para asistir a un baile de Año Nuevo. Había llegado el mismo día en que ahorcaron a Carla, y Amelia ni siquiera se había fijado en ella. Era de Guido y Cecilia Gallotti, los conocidos de Vittorio que tan cercanos habían sido del yerno del Duce, y que tan amables habían sido con ella cuando Carla la invitó por primera vez a Roma. Incluso habían sido una excelente fuente de información; aún recordaba los informes que, gracias a las indiscreciones de la pareja, pudo enviar a Londres.

Además, Cecilia Gallotti había acudido al entierro de Carla para sorpresa de Amelia y del propio Vittorio.

El 28 de diciembre Amelia acudió a San Clemente y se dirigió al confesionario donde solía estar el padre Müller. En su lugar había otro sacerdote al que no llegó a ver la cara.

– Ave María Purísima.

– Sin pecado concebida. ¿Continúas decidida a seguir adelante?

La frase del sacerdote la sobresaltó. No era la voz de Marchetti. ¿Sería una trampa?

– Sí -respondió temerosa.

– En el suelo, a tu derecha, hay un paquete, cógelo. Espera, no te vayas todavía, sería una confesión muy corta. La pistola es pequeña, como habías pedido, también hay balas. Ten cuidado no te detengan camino de tu casa. Te cabe en el bolsillo del abrigo. Y ahora vete.

Amelia telefoneó a Cecilia Gallotti para confirmar su asistencia a la fiesta.

– ¡Oh, querida, cuánto me alegro! La verdad es que no pensé que vinieras. Enviamos la invitación unos días antes de lo de Carla… pensábamos que a Vittorio le sentaría bien distraerse, pero ahora…

– No, él no irá, pero yo sí.

– Claro, claro, debes distraerte. ¡Lo de Carla ha sido tan terrible!

Amelia pensó en cómo Cecilia se refería al asesinato de Carla con el eufemismo de «lo de Carla». Sabía que Cecilia se había sorprendido al saber que iría a la fiesta y que lo comentaría con todas sus amigas. Esperaba que llegara a oídos del coronel Jürgens y que éste se presentara o se hiciera invitar por Guido Gallotti y su esposa.

Vittorio no se enfadó con ella cuando le dijo que asistiría a la fiesta de Año Nuevo.

– Ve y procura distraerte, no tiene sentido que te quedes aquí.

– Cuando… en fin… pronto comprenderás por qué he ido.

– ¡Por favor, Amelia, no hagas nada que te ponga en peligro! -respondió él, alertado por las palabras de la joven.

– No quiero que pienses que soy una frívola capaz de ir a una fiesta cuando acabamos de enterrar a Carla.

– Si en algo me aprecias, prométeme que no vas a hacer nada que te ponga en peligro. No lo soportaría, no pude impedir lo de Carla, no me hagas vivir con más culpas de las que ya tengo.

Pasqualina la ayudó a arreglar uno de los trajes de fiesta de Carla. Era más delgada de lo que lo había sido la diva y no era tan alta como ella. La modista no tardó en amoldar a su figura un traje color negro. Al menos quería mantener el luto por su amiga.

El chófer de Vittorio la llevó a la casa de los Gallotti. Cecilia le susurró que el anuncio de su asistencia había despertado mucha expectación y que algunos oficiales habían pedido ser invitados a la fiesta. Amelia hizo como si no le importara.

Guido y Cecilia la presentaron a algunos amigos, aunque a Guido se le veía incómodo por la presencia de Amelia. Algunos invitados le preguntaban quién era la joven española y él evitaba explicar que les había sido presentada por Carla.

– Has sido una insensata -le dijo al oído de su esposa-; además, me sorprende que estando de luto haya venido a una fiesta. Esa mujer no es de fiar, lo mismo que Carla.

– No seas ridículo, ella es española, fascista como nosotros, y está igual de sorprendida por la traición de Carla. Si ha venido es para que todos lo sepan, lo que pasa es que no entiendes a las mujeres -se defendió Cecilia.

Pasada la medianoche, Ulrich Jürgens llegó acompañado de varios oficiales de las SS. Hizo notar su presencia no sólo llegando tarde sino también por las risotadas de sus acompañantes. Habían bebido y parecían eufóricos.

No perdió el tiempo en cumplidos con los anfitriones y se dirigió de inmediato hacia donde estaba Amelia.

– La suponía llorando.

Ella le miró y se dio la vuelta, pero él no se lo permitió y le sujetó el brazo.

– ¡Vamos, no volvamos a las andadas! Y guárdese de darme una patada como la última vez. Responda, ¿qué hace aquí?

– No tengo por qué darle explicaciones de lo que hago.

– ¿Tan poco le ha durado el duelo por su amiga Carla Alessandrini? Ya veo que usted no pierde el tiempo.

– Déjeme en paz. -Esta vez logró soltarse y le dio la espalda.

– ¿Por qué se empeña en enfrentarse a mí? Le iría mejor si no lo hiciera. Yo podría haber salvado a su amiga si se hubiera mostrado amable conmigo -dijo él, mientras la sujetaba de nuevo impidiéndole marchar.

– ¿Cree posible ser amable con una hiena? -respondió ella con altivez.

– ¿Así me ve? ¿Como una hiena? Vaya, me habría gustado que hubiera hecho otra comparación.

– Pues, mírese al espejo.

El la observó con dureza sin soltarle el brazo pero manteniéndola a distancia. Y ella pudo leer en sus ojos que le aguardaba alguna sorpresa.

– Su amigo el barón debería cuidar sus amistades.

Se puso rígida, no entendía lo que quería decirle pero sonaba a amenaza.

– ¡Vaya, no sabía que también se ocupaba de las amistades de los jefes de la "Wehrmacht! -respondió Amelia, intentando imprimir desdén en el tono de voz.

– Hay muchos traidores hoy en día, incluso en el corazón de Alemania. Gente incapaz de comprender el sueño de nuestro Führer. Muchos de los amigos del barón han sido detenidos por la Gestapo, ¿no lo sabía? ¿No se lo ha dicho? Creía que tenía más confianza en usted.

No, Max no le había dicho nada, seguramente para no asustarla, pero ¿a quién se referiría? Tampoco el padre Müller le había comentado nada. ¿No lo sabría o simplemente no quería preocuparla?

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