Julia Navarro - Dime quién soy

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La esperada nueva novela de Julia Navarro es el magnífico retrato de quienes vivieron intensa y apasionadamente un siglo turbulento. Ideología y compromiso en estado puro, amores y desamores desgarrados, aventura e historia de un siglo hecho pedazos.
Una periodista recibe una propuesta para investigar la azarosa vida de su bisabuela, una mujer de la que sólo se sabe que huyó de España abandonando a su marido y a su hijo poco antes de que estallara la Guerra Civil. Para rescatarla del olvido deberá reconstruir su historia desde los cimientos, siguiendo los pasos de su biografía y encajando, una a una, todas las piezas del inmenso y extraordinario puzzle de su existencia.

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El doctor Ferratti le entregó a Amelia un somnífero para Vittorio.

– Mañana vendré a verle -se comprometió el médico, desolado por la tragedia de aquella casa.

Los pocos amigos que habían acudido se fueron marchando. Era Nochebuena y a pesar de la pena que sentían por la pérdida de Carla, tenían familias, hijos a los que cuidar y ayudar a ser felices en una noche como aquélla.

Vittorio y Amelia se quedaron con la sola compañía de la modista de Carla. La mujer estaba viuda y sólo tenía una hija, casada tiempo atrás con un maestro de Florencia; de manera que disponía de todo su tiempo para llorar a la diva, con quien la había unido una amistad sincera.

Habían colocado el ataúd en medio del salón grande, aquel donde en tantas ocasiones Carla había organizado sus mejores fiestas.

A las once, Amelia se despidió de Vittorio y de Pasqualina, la modista.

– Cuide de don Vittorio, yo regresaré en cuanto termine la misa. Y si quieres, Pasqualina, puedes quedarte a dormir aquí, es tarde para que te vayas a casa.

– Me gustaría velar a la señora.

– De acuerdo, entonces quédate.

Al salir del portal sintió un escalofrío. Caminó despacio, intentando no llamar la atención de las pocas personas con las que se cruzaba y que, al igual que ella, llevaban los misales en la mano camino de alguna iglesia para participar en la Misa del Gallo.

Llegó a San Clemente a las doce en punto, cuando las campanas estaban dejando de sonar para llamar a los feligreses.

Se sentó en el último banco de la iglesia con todo el cuerpo en tensión intentando localizar a Mateo Marchetti. El padre Müller sólo le había dicho que el profesor de canto estaría en la iglesia. Esperaba que fuera él quien se acercara a ella o que alguien le diera alguna indicación. Siguió la misa como una autómata. Rezaba sin prestar atención, desviando la mirada por los bancos de la iglesia en busca de Marchetti.

Observaba a los feligreses intentando imaginar quiénes de ellos estarían con el partisano, pero todos le parecieron apacibles padres de familia celebrando la Nochebuena. La misa terminó y los fieles comenzaron a salir de la iglesia. Dudaba sobre qué debía hacer cuando sintió una presión en el brazo. Una mujer se había colocado a su lado, y sin decirle una palabra le indicó con la mirada que la siguiera. Salieron de la iglesia caminando la una junto a la otra, como si se conocieran, y Amelia la siguió durante un buen rato sin atreverse a preguntar. Luego la mujer se paró ante un portal que abrió con rapidez. Subieron sin hacer ruido hasta el primer piso.

Mateo Marchetti había envejecido, pero le seguían brillando los ojos con la misma intensidad que cuando le conoció en casa de Carla. Estaba sentado en la penumbra acompañado por tres hombres que parecían en estado de alerta.

– ¿Para qué quería verme? -le preguntó sin ningún preámbulo.

– Lo que quería era que me ayudara a salvar a Carla.

– Eso era imposible. Estaba condenada desde el mismo día en que la detuvieron.

– ¿Y fue usted quien la sometió a ese peligro?

– Usted la conocía, ¿cree que era capaz de asistir como espectadora a lo que está sucediendo? Ella quería tener un papel y lo tuvo, el más difícil y arriesgado de su vida. Fue muy valiente v salvó muchas vidas. La última misión era difícil. En realidad no tenía demasiadas posibilidades de éxito. Ella sabía lo que podía suceder.

– Fue una locura mandarla a Suiza para que llevara a ese criado del Duce.

– En realidad ella no llevaba a ese hombre, sino que sirvió de cebo.

– ¿Qué quiere decir? -Amelia sintió que todos sus músculos se contraían.

– Los aliados necesitaban la información que pudiera darles ese hombre, de manera que montamos un operativo de distracción. Ella sabía que las SS la tenían en su punto de mira, sobre todo ese coronel Jürgens, que parecía obsesionado con ella. Organizamos el viaje de Carla con un hombre que se parecía mucho al criado del Duce, mientras que al verdadero lo sacamos del país por otra vía.

– ¡La mandaron directa a la boca del lobo!

– Carla estuvo de acuerdo. Incluso se reía pensando en el chasco que se llevaría Jürgens al comprobar que el hombre que la acompañaba era un pobre zapatero. Un comunista, sí, pero no el hombre que buscaban. Jürgens se enfureció al comprobar el engaño y… bueno, el resto ya lo sabe.

– Todo el mundo cree que Carla llevaba al sirviente del Duce.

– Sí, eso hicieron creer los de las SS, y como comprenderá, no íbamos a desmentirles.

– La utilizaron -murmuró Amelia.

– No, no se engañe. Carla nunca hizo nada que no quisiera hacer. Nos ayudaba, sí, como también ayudaba a ese cura, al padre Müller, y negociaba con él y con nosotros para que colaboráramos. En fin, ya no hay nada que hacer.

– Sí, sí hay algo que hacer. -El tono de voz de Amelia despertó la curiosidad de Marchetti.

– Dígame qué es.

– Voy a matar al coronel Jürgens y necesito su ayuda.

El profesor de canto se quedó callado mirándola fijamente. Jamás había imaginado oír tales palabras de aquella joven delgada y frágil.

– ¿Y cómo piensa matarle?

– Él… él quiere… quiere…

– … quiere acostarse con usted -dijo Marchetti, que había llegado a esa conclusión por el sonrojo de Amelia.

– Sí.

– ¿Y no cree que desconfiará de usted precisamente ahora que acaba de ahorcar a su amiga? Jürgens puede desearla mucho, no lo dudo, pero es un hombre frío e inteligente. Sospechará de usted si de repente decide caer en sus brazos.

– Pero no dirá que no. Desconfiará, pensará que pretendo algo, incluso matarle, pero no me dirá que no. Necesito una pistola, es todo lo que necesito de usted.

– ¿Una pistola? Lo primero que hará será mirar en su bolso.

– Quiero una pistola que pueda esconder entre mi ropa interior.

– La matará. Es imposible que no se dé cuenta.

– Sí, es probable, pero puede que tenga suerte y acabe yo con él antes.

– ¿De qué servirá que le mate?

– Merece morir, es un asesino.

– ¿Sabe cuántos asesinos hay como él?

– Si sale mal, el fracaso será mío; si sale bien, la Resistencia podrá decir que eso es lo que les sucede a quienes asesinan a los inocentes.

– Aunque llegara a conseguirlo, la detendrían. No podría escapar.

– Tengo un plan.

– Dígame cuál.

– Prefiero no decírselo. Sólo le pido una pistola, nada más.

– No puede salir bien.

Amelia se encogió de hombros. Estaba decidida a arriesgar su vida para acabar con la de Jürgens. Era una cuenta pendiente que tenía que saldar; se lo debía a Grazyna, a Justyna, a Tomasz, a Ewa, a Piotr, a todos sus amigos polacos, a Carla y también a ella misma.

– Vaya a confesarse a San Clemente dentro de tres días. Y ahora márchese. Olvídese de esta casa y de que me ha visto.

Marchetti hizo una seña a uno de los hombres que vigilaba la calle desde la ventana.

– No hay nadie, jefe.

Temblando de miedo, Amelia se enfrentó a la negrura de la noche, y caminando pegada a la pared y parándose cada vez que escuchaba algún ruido, llegó hasta la casa de Vittorio.

– ¡Estaba preocupado por ti! Son las dos. Te podían haber detenido.

– Me perdí. Me quedé rezando después de la misa.

– ¡No me engañes, Amelia! Sé que después de la Misa del Gallo cierran la iglesia.

– No te engaño, Vittorio, confía en mí. Y ahora déjame relevarte. Yo velaré a Carla.

– No, no puedo dejarla sola aquí.

– No estará sola. Necesitas descansar, mañana será un día muy largo.

– Es Navidad.

Amelia mandó a Pasqualina a por agua y luego le insistió a Vittorio para que tomara la píldora que le había traído el doctor Ferratti.

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