Julia Navarro - Dime quién soy

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La esperada nueva novela de Julia Navarro es el magnífico retrato de quienes vivieron intensa y apasionadamente un siglo turbulento. Ideología y compromiso en estado puro, amores y desamores desgarrados, aventura e historia de un siglo hecho pedazos.
Una periodista recibe una propuesta para investigar la azarosa vida de su bisabuela, una mujer de la que sólo se sabe que huyó de España abandonando a su marido y a su hijo poco antes de que estallara la Guerra Civil. Para rescatarla del olvido deberá reconstruir su historia desde los cimientos, siguiendo los pasos de su biografía y encajando, una a una, todas las piezas del inmenso y extraordinario puzzle de su existencia.

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– ¡Pero si ha sido por su culpa! -gritó Marchetti-. Si usted hubiera venido a Milán, ella no habría empeorado.

El doctor Bianchi aceptó quedarse un par de horas cerca de la enferma, pero se mantuvo inflexible: si no remitía la fiebre, habría que hospitalizarla.

A las doce de la noche Carla pareció caer en un delirio. La fiebre había aumentado y Vittorio no dudó en trasladarla al hospital, adonde llegaron acompañados del doctor Bianchi.

Éste expuso su juicio clínico a sus colegas del hospital, y sabiendo que estaba en buenas manos, se despidió prometiendo visitarla al día siguiente.

Ni Vittorio ni Amelia ni Marchetti se movieron de la habitación de Carla, que parecía debatirse entre la vida y la muerte. Hasta bien entrada la mañana del día siguiente los médicos no lograron bajarle la fiebre.

El doctor Bianchi cumplió con su compromiso de visitar a Carla todos los días.

Para Vittorio era evidente que Carla tardaría algún tiempo en estar en condiciones de cantar, de manera que canceló los compromisos adquiridos para los dos meses siguientes.

– Y ya veremos lo que pasa -dijo apenado.

El profesor Marchetti no quiso regresar a Milán. Se sentía responsable de Carla, era su padre musical, y le pidió a Vittorio que le permitiera permanecer en Roma. Amelia por supuesto no dudó ni un segundo en decidir que su lugar estaba al lado de su amiga, y no se movería del hospital.

La noticia sobre el estado de Carla se publicó en todos los periódicos. La diva no podía inaugurar la temporada de ópera de la Scala y además había cancelado otros muchos compromisos, de manera que la prensa estuvo muy pendiente de su enfermedad. Todos los días Vittorio informaba a los periodistas de la evolución de Carla, mientras que cientos de ramos de flores enviados por amigos y admiradores se amontonaban por todo el hospital.

El 18 de octubre Cecila Gallotti se presentó en el hospital insistiendo en ver a Amelia. Por entonces Carla seguía ingresada, pero fuera de peligro. Cuando una enfermera asustada entró para decir que la señora Gallotti amenazaba con no irse del hospital hasta ver a la señorita Garayoa, Carla primero se enfadó, pero luego pareció recapacitar.

– Niña, ves a verla, o esa mujer es capaz de instalarse en el pasillo -dijo con apenas un hilo de voz.

– ¡Por Dios, no hables! -le suplicó Amelia-. Te han dicho que no intentes hablar. ¡Pero si apenas tienes voz! Además, yo no quiero ver ni a Cecilia ni a nadie; ahora lo único importante es que te pongas bien.

Carla insistió. Sufría cada vez que enunciaba una palabra, pero logró convencer a Amelia.

– Si me obligas a insistir me pondré peor.

Amelia bajó malhumorada al vestíbulo del hospital donde aguardaba Cecilia.

– ¡Querida Amelia! ¡Me alegra volver a verla! Supongo que Carla habrá recibido las flores que le enviamos. Guido y yo estamos muy apenados por lo sucedido ¡Nos hacía tanta ilusión verla en el papel de Isolda! Pero se recuperará, seguro que se recuperará. Y usted, querida, ¿ha podido ver algo de Roma? He venido para invitarla a una cena en mi casa. Vendrá un grupo de amigos, personas de mucha confianza, y me gustaría tanto tenerla con nosotros…

Cecilia hablaba sin parar y parecía entusiasmada de poder contar con Amelia como invitada.

– Nos encantaría poder contar también con Carla y su esposo, pero estando como está la pobre, ni me lo planteo. ¿Tiene para mucho? Esperemos que no y pronto pueda recuperarse. Pero ¿usted vendrá? Por favor, Amelia, ¡dígame que vendrá!

En aquel momento llegó Vittorio, que venía de hablar con los médicos, y se acercó a saludar a las dos mujeres.

– ¿Con quién está Carla? -preguntó preocupado.

– El profesor Marchetti se ha quedado en la habitación -respondió Amelia-. Pero ahora mismo subo con ella.

– Querido Vittorio -interrumpió Cecilia-, he venido para interesarme por su esposa, ya sabe cuánto la apreciamos. Sentimos tanto que no sea ella quien inaugure la temporada… Pero Amelia me dice que está mucho mejor y eso es una gran noticia. Precisamente he venido para invitar a Amelia a asistir a una cena en mi casa mañana. Una cena selecta, con amigos muy escogidos. ¿Cree que podrán prescindir de Amelia durante unas horas? Enviaré un coche a recogerla. ¿Le parece bien?

Amelia intentó protestar, sin éxito, y Vittorio, cansado de la cháchara de Cecilia, deseoso de que se marchara cuanto antes, se la quitó de encima asintiendo a todo lo que decía.

– Bien, bien… que Amelia vaya a su casa… le servirá de distracción… por mino hay inconveniente.

Carla opinó lo mismo cuando le contaron el motivo de la visita de Cecilia.

– Tienes que ir -le dijo en un tono de voz que apenas era un susurro-, no olvides para lo que estás aquí.

– No tengo nada que hacer más importante que estar a tu lado -respondió con sinceridad Amelia.

– Lo sé, lo sé, pero debes ir.

A la hora prevista, el coche de los Gallotti pasó a recoger a Amelia para llevarla a la mansión que poseían en la via Appia Antiqua, una lujosa residencia protegida por un muro de las miradas indiscretas.

Los Gallotti habían reunido a quince personas alrededor de su mesa. Amelia se fijó en que era el mayordomo quien parecía ocuparse de todos los detalles y que Cecilia actuaba despreocupada, dejándole hacer.

Según le fueron presentando al resto de los invitados, fue dándose cuenta de que allí estaba reunida la flor y nata de la diplomacia del Duce.

Cecilia presentaba a Amelia como si de un trofeo se tratase.

– Permítame que le presente a la señorita Garayoa, es íntima de Carla Alessandrini, se aloja en su casa, ¿verdad, querida? Afortunadamente Amelia nos trae buenas noticias del estado de salud de Carla.

Amelia apretaba los dientes, molesta por la utilización que Cecilia hacía de Carla, y a duras penas contuvo el deseo de marcharse y dejar plantada a su anfitriona.

En los primeros momentos la conversación se centró en asuntos triviales, y no sería hasta bien mediada la cena cuando Guido, a preguntas de uno de sus amigos, hizo una revelación que puso en alerta a Amelia.

– El Duce le ha dicho a su yerno, nuestro querido Galeazzo, que está pensando en dar una buena lección a Grecia. Pero caballeros, les pido discreción. Nuestro Duce pretende sorprender a Hitler.

– ¡Pero eso enfurecerá al Führer! -respondió un hombre de cabello canoso y bastante entrado en años.

– Sin duda, conde Filiberto, sin duda, pero el Duce sabe lo que hace. Quiere dejar claro al Führer que nosotros somos sus aliados, pero que también tenemos nuestros propios intereses.

– ¿Y qué opina Galeazzo? -preguntó la mujer que estaba sentada junto al conde Filiberto.

– ¡Pues qué cree usted! Naturalmente, apoya la decisión del Duce. Galeazzo está seguro de que Grecia no va a encontrar grandes apoyos. Desde luego, no puede contar ni con Turquía ni con Yugoslavia; en cuanto a los búlgaros, su rey apoya al Eje -respondió Guido Gallotti.

– Pero ¿y los ingleses? ¿Cree que los ingleses permanecerán de brazos cruzados? -preguntó otro de los comensales, un diplomático de mediana edad que respondía al nombre de Enrico.

– Cuando se enteren será demasiado tarde; además, bastante tienen con defender Londres de los ataques de la Luftwaffe -respondió Guido.

– Pero aún es una potencia naval… -murmuró el conde Filiberto.

– Pero Grecia está muy lejos de sus costas. No, no debéis temer nada, amigos míos, el Duce sabe lo que hace -Guido se mostraba eufórico y tajante.

Amelia no se atrevía a decir palabra. Entendía más italiano del que sus anfitriones y los invitados a la cena creían, pero ella procuraba que pensaran que apenas les entendía porque eso les hacía hablar con más tranquilidad.

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