– En esa guerra se juega el futuro de toda Europa. Yo espero que si derrotan a Hitler, las potencias europeas nos salven de Franco.
– Pobrecilla, ¡qué ingenua! Vamos, Amelia, Franco no les molesta, lo prefieren al Gobierno del Frente Popular. No quieren a los rusos dentro de casa, no permitirán que España sea una base de la Unión Soviética.
– Yo tampoco lo querría, pero sí una democracia como la inglesa.
– ¡Ojalá! Entiendo que soportar el régimen de Franco debe de ser como para nosotros soportar al Duce.
– Los ingleses dicen que tienes contactos con los partisanos…
– ¿Eso dicen? Puede ser, ¿y qué?
– Pues que creen que eres antifascista y que ayudarás a quien luche contra el fascismo en Italia y contra Hitler en Europa.
– No es tan sencillo. Amo a mi país, no viviría en otro lugar del mundo, aquí está mi casa y cuando viajo ya estoy pensando en el regreso. Nunca traicionaría a Italia, pero el Duce… ¡No le soporto! Es un fatuo que sabe cómo enardecer a las masas. Me da vergüenza que nos represente, nos ha metido en la guerra de manera vergonzosa. Así que ayudaré a mi país a librarse de él, y… sé que no te va a gustar, pero tengo simpatías por los comunistas, aunque eso signifique tirar piedras contra mi propio tejado; si ellos gobernaran, ¡qué sería de mí! Pero eso no es lo importante ahora, sino acabar con el Duce y sacar a Italia de esta guerra.
– ¿Puedo saber cómo has llegado a tener contacto con los partisanos?
– La gente me conoce, confía en mí. Ellos se han puesto en contacto conmigo para pedirme algunos favores… nada importante, por el momento. En fin, te diré que mi viejo profesor de canto es comunista. Le debo mucho: en realidad, todo lo que soy. Ya te lo presentaré. Se llama Mateo, Mateo Marchetti, y es una leyenda entre los cantantes de ópera. Hace poco me pidió que escondiera a un importante partisano, era el contacto con gente de fuera y la policía le tenía acorralado. Le escondí en mi casa y logré llevarle a Suiza. Hice algo parecido a lo tuyo con Rajel. ¿Y a ti qué es lo que te ha pedido el tío de Albert?
– Quiere saber qué piensa hacer el Duce, hasta dónde va a implicarse en esta guerra. Me ha pedido que venga; sabe que tú te mueves en las altas esferas, y quiere que yo pegue el oído. Puede que me entere de algo relevante.
– Así que te has convertido en una pequeña espía -dijo Carla, riéndose.
– ¡No lo digas así! No, no me siento una espía, hasta ahora lo único que he hecho es escuchar y fijarme en lo que sucede a mi alrededor. Ni siquiera sé si lo que hago tiene importancia.
– Bien, organizaré una cena e invitaré a alguno de esos gerifaltes que tanto aborrezco. Espero que alguno te diga algo que merezca la pena, porque te aseguro que me repugna pensar en tenerles en mi casa.
Carla organizó una fiesta a la que asistieron muchos de sus amigos y un buen número de sus enemigos. Ninguno era capaz de resistirse a la llamada de Carla Alessandrini, sobre todo cuando, como en esa ocasión, se trataba de una fiesta en su propia casa.
En Milán la diva vivía en un palazzo de tres plantas lujosamente decorado. Aquella noche la casa estaba iluminada sólo con velas y Carla había dispuesto que la única bebida fuera champán.
Vittorio Leonardi no terminaba de comprender el porqué de tanto dispendio por parte de su esposa, pero no protestó cuando Carla, imperiosa, le dijo que ella no podía dar una fiesta si no era por todo lo alto.
Vestida con un traje rojo de seda y encaje, la diva recibió a sus invitados en la puerta dél palazzo, junto a Vitorio y Amelia.
– Debes estar a mi lado, porque así será más fácil presentarte a todos los invitados.
Entre las más de doscientas personas invitadas, Carla señaló a Amelia a una pareja a la que recibió sin ningún entusiasmo.
– Son amigos de Galeazzo Ciano, el yerno del Duce. Si les caes bien, te abrirán las puertas del entorno más íntimo de Mussolini.
Amelia desplegó todo su encanto para que Guido Gallotti y su esposa Cecilia se fijaran en ella.
Guido era diplomático y uno de los consejeros de Ciano, el ministro de Exteriores. Ya había cumplido los cuarenta; su esposa, en cambio, debía de tener la edad de Amelia.
Cecilia era hija de un comerciante textil adinerado, con buenos contactos, ferviente seguidor del Duce, a cuya sombra empezaba a hacer buenos negocios, entre ellos casar a su hija con aquel diplomático tan cercano a la familia del propio Mussolini; un matrimonio que había convenido a ambos contrayentes. Guido Gallotti aportaba estatus social a Cecilia y a su familia, y ésta, una cuenta corriente saneada que les permitía todos los caprichos.
– Conozco España, estuve antes de la guerra civil. Tienen suerte de contar con Franco. Es un gran estadista, como nuestro Duce -le dijo Guido Gallotti.
Amelia dio un respingo. No soportaba escuchar a nadie mostrar admiración por Franco, pero Carla la pellizcó en el brazo y Amelia dibujó una sonrisa.
– Estoy deseando que Guido me lleve a España, me lo ha prometido. Mi marido se enamoró de su país -añadió Cecilia.
– Me alegro de que le gustara, y desde luego debería llevar a su esposa, estoy segura de que también le gustaría -respondió Amelia.
Carla marchó para atender a otros invitados, y Amelia se dedicó a entretener a la pareja contándoles cómo estaba Madrid después de la guerra, procurando obviar cualquier referencia política. Vittorio se acercó a ellos.
– Esta niña nos es muy querida -dijo Vittorio, guiñando un ojo a Amelia.
Cecilia parecía impresionada por la amistad de Amelia con la Alessandrini. No eran muchas las personas que podían presumir de formar parte del círculo íntimo de la diva. Carla tenía una legión de admiradores repartidos por todo el mundo, pero era muy exigente a la hora de seleccionar a sus amigos. Además, no era ningún secreto la opinión que tenía del régimen de Mussolini, y que no se privaba de criticar al propio Duce. Por eso el matrimonio Gallotti se había visto sorprendido, no sólo por la invitación de Carla, sino también porque aquella noche la diva había invitado a algunas personas cuyo compromiso con el fascismo era absoluto.
– Tiene que visitarnos en Roma. Será bienvenida a nuestra casa. ¿Se quedará mucho tiempo en Milán? -preguntó Cecilia.
– Aún no lo sé, desde luego no me iré antes del estreno de Tristán e Isolda. Por nada del mundo me perdería escuchar a Carla en el papel de Isolda en la Scala.
– ¡Estupendo! Yo soy de Milán, mi padre tiene una fábrica cerca de la ciudad. De manera que venimos a menudo a ver a mis padres. Además, tenemos previsto asistir a la ópera, tampoco queremos perdernos ver a la gran Carla. ¿Verdad, querido?
Guido ocultó con una sonrisa la sorpresa que le produjo la afirmación de su esposa. A Cecilia no le gustaba la ópera, en realidad no entendía nada del bel canto, pero ansiaba codearse con gente como Carla.
– Será un placer volver a verla, y naturalmente esperamos que sea nuestra huésped en Roma.
Más tarde Amelia les contó a Carla y a Vittorio que había logrado que el matrimonio Gallotti la invitara a la capital.
– ¿No habrás aceptado?
– Bueno, no me he comprometido a nada.
– Ni debes hacerlo todavía. Deja que insistan. Ellos saben que el Duce no es santo de mi devoción, y aunque Cecilia es medio tonta, Guido es astuto como un zorro.
– ¿Tan mala opinión tienes de Cecilia?
– Es una arribista. Bueno, en realidad los dos lo son, pero se complementan: Guido aporta contactos sociales, y ella el dinero. Están hechos el uno para el otro.
– ¿No crees que estén enamorados?
– Sí, claro que sí. Guido ama apasionadamente el dinero de Cecilia, quien permite que se lo gaste sin freno con el grupo de amigos que rodean a Galeazzo Ciano, y ella ama el estatus de Guido. De Cecilia no tienes nada que temer, pero de él sí. No lo olvides.
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