Julia Navarro - Dime quién soy

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La esperada nueva novela de Julia Navarro es el magnífico retrato de quienes vivieron intensa y apasionadamente un siglo turbulento. Ideología y compromiso en estado puro, amores y desamores desgarrados, aventura e historia de un siglo hecho pedazos.
Una periodista recibe una propuesta para investigar la azarosa vida de su bisabuela, una mujer de la que sólo se sabe que huyó de España abandonando a su marido y a su hijo poco antes de que estallara la Guerra Civil. Para rescatarla del olvido deberá reconstruir su historia desde los cimientos, siguiendo los pasos de su biografía y encajando, una a una, todas las piezas del inmenso y extraordinario puzzle de su existencia.

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Ya en brazos de doña Blanca, el niño empezó a calmarse. La mujer volvió a meterse en el portal de su casa con paso rápido.

Nosotras regresamos temiendo lo que a continuación pudiera pasar. Conociendo a Santiago, era seguro que no iba a quedarse de brazos cruzados cuando su madre le contara lo ocurrido.

Don Armando intentó tranquilizar a Amelia y a la señorita Laura, y les aseguró que no permitiría que Santiago hiciera nada. Pero doña Elena no las tenía todas consigo, así que pasamos el resto de la mañana y parte de la tarde esperando que sucediera algo. Y sucedió. Claro que sucedió. Eran las nueve y media y estábamos cenando cuando el timbre sonó con insistencia.

Doña Elena me mandó abrir y yo fui temblando porque estaba segura de que era Santiago.

Abrí la puerta y allí estaba él. Santiago tenía el rostro contraído por la ira y se notaba que estaba haciendo un gran esfuerzo por contenerse. Le acompañaba su padre.

– Anuncie que estamos aquí -me dijo sin más preámbulo.

Entré en el comedor y, tartamudeando, anuncié a don Santiago. Don Armando nos dijo que no nos moviéramos de donde estábamos, que él hablaría con Santiago. Nos quedamos muy quietos, sin hablar, temiendo lo que pudiera pasar.

– Buena noches, Santiago, don Manuel… ¿En qué puedo servirles?

– Quiero que de una vez para siempre su sobrina se aleje de mi familia. No tiene ningún derecho a asustar a mi hijo. Y quiero que sepa que no toleraré que se trate a mi madre como hoy lo ha hecho su hija Laura. -Santiago a duras penas podía contener la ira.

– Si alguien vuelve a poner un dedo encima de mi esposa o de mi nieto, irá a la cárcel, le aseguro que moveré todo lo que tenga que mover para que así sea -apostilló don Manuel.

– No tengo duda de que podrían conseguirlo, pero nadie le ha puesto un dedo encima a doña Blanca. Por lo que Laura me ha contado, lo que hizo fue apartarla de Amelia para que ella pudiera coger en brazos a su hijo. No le han faltado el respeto a doña Blanca, pero ella sí lo ha hecho, no sólo con Amelia y Laura, sino que también nos ha insultado a toda la familia.

– Mi esposa es una señora y siempre actúa como tal, algo que no se puede decir de su sobrina -dijo don Manuel.

– ¡Por favor, papá, eso no es necesario…! -dijo Santiago, molesto con el comentario de su padre.

– Si vienen aquí a insultarnos, es mejor que se marchen. No consiento ni una palabra contra Amelia. Lo que pasó, pasado está. Y tú, Santiago, no tienes derecho a privarla de ver a su hijo, y a confundir a Javier diciéndole que su madre es Águeda, eso es una crueldad, algún día tendrás que decirle la verdad, ¿y crees que Javier te perdonará? ¿Que perdonará el que hayas negado a su madre el derecho de verlo?

– No vengo a discutir con usted mis decisiones, sino a informarle de que no consentiré otra escena como la de esta mañana. Mi hijo está creciendo, es feliz, tiene una familia, y no soy yo quien lo dejó sin madre.

– Don Armando -interrumpió don Manuel-, advertido queda de que moveré todos los hilos para dejarles en la ruina más absoluta. Usted perderá su empleo y también puedo hacer que se revise su sentencia para que vuelva a la cárcel. Al fin y al cabo, todo el mundo sabe cómo consiguió salir, una manzana podrida hay en todas partes, y quien facilitó que usted saliera a cambio de los favores de Amelia es una manzana sin importancia.

– ¡Cómo se atreve a insultarla! Sí, estoy libre gracias a ella, gracias al dinero que tuvo que pagar a un corrupto que cambia vidas por dinero, ésa es la clase de gentuza que hay entre los nacionales. ¡Pero no se atreva a decir ni una sola palabra insultando a Amelia!

– Padre, ¡lo que ha dicho era innecesario! -recriminó Santiago a su padre.

– ¡Ah!, pero ¿es que no lo sabe? ¡No puedo creer que no sepa lo que sabe todo Madrid! Pregunte a su sobrina con qué pagó, además de con dinero, para sacarle a usted de Ocaña -insistió don Manuel.

En ese momento Amelia apareció en el umbral de la puerta del vestíbulo y se colocó entre don Armando y Santiago y su padre.

– Pueden insultarme cuanto quieran. No les niego ese derecho después de lo que hice, pero eres tú, Santiago, quien debe dejar a mi familia en paz. Ellos nada te han hecho. En cuanto a Javier… es mi hijo por más que te pese, y eso no lo puedes cambiar. No puedo dar marcha atrás, pero si pudiera te aseguro que no habría hecho lo que hice, que estoy arrepentida y que no me lo perdonaré el resto de mi vida, pero no puedo cambiar lo que hice.

– Amelia, por favor, vete dentro, déjame resolver esto a mí. No tienen ningún derecho a insultarte, no voy a tolerarles esas insinuaciones.

– No, tío, soy yo la que no puede permitir que te insulten ni te amenacen. Le hacía de otra manera, don Manuel, siempre le tuve por un caballero incapaz de una bajeza como la que acaba de perpetrar diciendo lo que ha dicho. No soy yo la indecente por salvar a mi tío del paredón de ejecución. A sus amigos los nacionales no les ha bastado con ganar la guerra, sino que se están vengando de quienes combatieron en ella en el bando republicano. Por cierto, ése era tu bando, Santiago, aunque nunca lo fue de tu padre. ¿Franco será más fuerte por fusilar a miles de hombres que combatieron en el otro lado? No, no lo será; le temerán y le odiarán, pero eso no lo hará más fuerte.

– Aléjate de mi hijo -dijo Santiago, mirándola con furia.

– No, no voy a alejarme de Javier; intentaré mil veces, las que sean necesarias, verlo, estar unos minutos con él, recordarle que soy su madre, decirle que pese a lo que hice le quiero con toda mi alma. Y continuaré rezando todos los días pidiendo perdón a Dios y pidiéndole también que algún día Javier me perdone.

– Mantengo todo lo que he dicho: no permitiré que ningún miembro de esta familia se acerque a la mía. Que quede claro; de lo contrario, habrá consecuencias -sentenció don Manuel.

Santiago se dio media vuelta y cogió a su padre por el brazo obligándolo a salir de la casa sin decir ni adiós.

Salimos todos al vestíbulo. Don Armando miraba fijamente a Amelia con lágrimas en los ojos.

– Pero ¿qué hiciste para sacarme de Ocaña? -preguntó temiendo la respuesta.

– Nada que me deshonre. Pagué el precio que me estipuló aquel canalla de Agapito que hizo de intermediario. Y no es el que paga un precio el que comete la falta, sino el que lo exige.

– Amelia, por Dios, ¡quiero saber qué hiciste! -insistió don Armando.

– ¡Por favor, tío! Hice lo que me exigía mi sentido del deber contigo a quien tanto quiero. Y no me arrepiento, haría cualquier cosa por salvar una vida. Nunca es demasiado grande el precio a pagar por una vida, y menos por una vida de alguien a quien quieres.

Don Armando estaba desolado. Doña Elena lo abrazó intentando transmitirle todo el amor que en ese momento precisaba.

– Amelia ha sido muy buena con nosotros, no la avergüences preguntándole -le pidió a su marido-. Siempre tendremos que agradecerle que continúes con vida.

– ¡Pero no a cualquier precio!

– ¡No digas eso! No sé lo que hizo Amelia salvo dar dinero a aquel sinvergüenza, pero te juro que yo misma hubiera hecho cualquier cosa que me hubieran exigido por salvarte.

Amelia rogó a la familia que se reuniera en el salón.

– Lo que ha sugerido Santiago… bien, es verdad, nadie lo sabía excepto Laura, o al menos eso es lo que yo creía, pero por lo que se ve el canalla que hizo de intermediario, el tal Agapito, ha ido contando que me entregué a él a cambio de que te conmutaran la pena de muerte. Hubiera querido que ni tú ni nadie de la familia os hubierais enterado, y te juro, tío, que yo ya lo he olvidado.

– ¡Dios mío, Amelia! ¡Dios mío! ¡Cómo habría sufrido tu padre de haber sabido una cosa así! Yo… yo no merezco vivir a costa de un sacrificio tan grande… nunca podré pagártelo…

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