Julia Navarro - Dime quién soy

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La esperada nueva novela de Julia Navarro es el magnífico retrato de quienes vivieron intensa y apasionadamente un siglo turbulento. Ideología y compromiso en estado puro, amores y desamores desgarrados, aventura e historia de un siglo hecho pedazos.
Una periodista recibe una propuesta para investigar la azarosa vida de su bisabuela, una mujer de la que sólo se sabe que huyó de España abandonando a su marido y a su hijo poco antes de que estallara la Guerra Civil. Para rescatarla del olvido deberá reconstruir su historia desde los cimientos, siguiendo los pasos de su biografía y encajando, una a una, todas las piezas del inmenso y extraordinario puzzle de su existencia.

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Edurne estaba sentada en un sillón y parecía dormitar. Se sobresaltó cuando me oyó entrar.

– ¿Cómo se encuentra usted?

– Bien, bien -respondió azorada.

– No quiero molestarla mucho, pero a lo mejor se acuerda usted de una visita que Amelia hizo a Madrid en septiembre de 1940. Creo que iba camino de Roma, pero antes vino a ver a su familia.

– Amelia siempre iba y venía y muchas veces no nos decía ni de dónde venía ni adonde iba.

– Pero ¿recuerda usted qué pasó en aquella ocasión? Era septiembre de 1940 y creo que vino sola, sin Albert James, el periodista. En su visita anterior fue cuando descubrió que Águeda estaba embarazada…

– ¡Ya, ya me acuerdo! Pobre Amelia. ¡Qué disgusto se llevó! Águeda había llevado a Javier a la puerta del Retiro para que Amelia pudiera verlo, pero se le abrió el abrigo y vimos que estaba gorda, gorda de embarazo…

– Sí, todo eso ya lo sé, pero yo quiero saber qué pasó la siguiente vez que Amelia les visitó.

Edurne, con voz cansada, comenzó a hablar.

«No la esperábamos. Se presentó sin avisar. Algo que en ella se convirtió en costumbre. Nunca sabíamos cuándo iba a venir. Antonietta estaba mejor, gracias al dinero que Amelia enviaba y que le permitía a don Armando comprar medicinas… bueno, medicinas y comida, porque Antonietta necesitaba alimentarse bien. El dinero que enviaba Amelia no daba para lujos, pero sí para comer. En aquella época podías encontrar cosas buenas en el estraperlo, pero cobraban fortunas.

Creo que era por la noche cuando Amelia se presentó en casa; sí, sí, era por la noche porque yo estaba en la cocina haciendo la cena y abrió la puerta el señorito Jesús.

– ¡Mamá, mamá, ven, que es la prima Amelia!

Salimos todos al recibidor y allí estaba ella, abrazando a Jesús.

– ¡Pero qué guapo estás, primo! Has crecido un montón y tienes mejor cara, estás menos pálido.

Jesús también estaba recuperándose. Siempre había sido un niño debilucho y el pobre enfermó durante la guerra. Pero en aquellos días había mejorado. Las medicinas, y sobre todo la comida, hacen milagros.

Antonietta se abrazó a su hermana y no había modo de separarlas.

La señorita Laura comenzó a llorar de emoción y don Armando a duras penas aguantaba las lágrimas. Todos queríamos abrazarla y besarla. Fue doña Elena la que con su sentido práctico puso orden entre tanto abrazo y nos hizo entrar a todos en el salón. Mandó a Pablo llevar la maleta de Amelia a la habitación de Antonietta y a mí me mandó terminar de hacer la cena y colocar un plato más en la mesa.

Amelia estuvo muy cariñosa con todos nosotros; a mí me dio un par de besos, lo mismo que a Pablo.

Jesús y Pablo eran buenos amigos, y ahora que Jesús estaba mejor, doña Elena había colocado la cama de Pablo en la habitación de su hijo porque decía que el chico estaba creciendo y no estaba bien que durmiera en mi cuarto.

Esa noche cenamos arroz con tomate y unas lonchas de tocino frito. El tocino lo había comprado yo esa misma tarde a un tipo que se dedicaba al estraperlo y me pretendía.

Rufino, que así se llamaba el hombre, me había mandado aviso de que tenía tocino fresco; así que doña Elena me envió a comprarlo. ¿Por dónde iba? Sí… ya me acuerdo… Amelia nos dijo que no se iba a quedar mucho tiempo, solamente dos o tres días porque tenía que trabajar. Era la ayudante de Albert James, el periodista americano que al parecer estaba en Nueva York pero que le había encargado que fuera a Roma para un reportaje que estaba haciendo, no recuerdo sobre qué, pero fue una suerte que la mandara a Roma y así poder pasar por Madrid de camino.

– ¿Por dónde has venido desde Londres? -le preguntó don Armando.

– Por Lisboa, es lo más seguro.

– Los ingleses no ven mal a Franco -comentó don Armando.

– Los ingleses no pueden luchar contra Hitler y contra Franco, primero tienen que derrotar a Alemania, después vendrá todo lo demás.

– ¿Estás segura? Inglaterra sigue concediendo a Franco los navicerts para que nos llegue gasolina y trigo; no es que llegue mucho, pero algo llega.

– Ya verás como las cosas cambian cuando derroten a Hitler.

La pusimos al tanto de las novedades en la familia. Antonietta le dijo a su hermana que le gustaría trabajar, pero que doña Elena no se lo permitía.

– No me deja ni ayudar en la cocina -protestó Antonietta.

– ¡Pues claro que no, aún no estás recuperada del todo! -afirmó, enfadada, doña Elena.

– La tía tiene razón. La mejor ayuda que puedes prestar a la familia es curarte del todo -respondió Amelia.

– Y el médico nos ha dicho que debemos tener cuidado con rila porque puede recaer -añadió don Armando.

– Y tú, Laura, ¿sigues en el colegio?

– Sí, este curso voy a dar clases de francés. Las monjas se portan muy bien conmigo. Han cambiado a la madre superiora; no está sor Encarnación, la pobre murió de pulmonía y han elegido a sor María de las Virtudes, la que fue nuestra profesora de piano, ¿te acuerdas?

– ¡Sí, sí! Era muy cariñosa con nosotras, una buena mujer.

– Dice que en el colegio ninguna monja habla el francés como yo, de manera que este curso daré francés, y en cuanto Antonietta mejore y pueda trabajar, lo mismo puedo convencer a sor María para que la deje dar clases de piano… pero antes tiene que recuperarse del todo…

– ¡Eso estaría muy bien! ¿Ves, Antonietta, como sí podrás trabajar? Pero tienes que curarte. Hasta que los tíos no me digan que estás bien, te prohíbo hacer nada.

Don Armando comentó cómo le iba en el despacho, en su nuevo trabajo de pasante.

– Tengo que aguantar mucho, pero no me quejo porque al fin y al cabo lo que gano nos permite ir tirando. Estoy fichado por «rojo», de manera que no me dejan defender casos en los tribunales, pero al menos trabajo de lo que sé, preparando los casos que defienden otros.

– Le explotan, todos los días trae trabajo a casa y no tiene ni sábados ni domingos -se quejó doña Elena.

– Sí, pero tengo un empleo, que ya es mucho si consideramos que hace unos meses estuvieron a punto de fusilarme. No, no me quejo, Amelia me salvó la vida y tengo un trabajo, es más de lo que soñaba cuando estaba en la cárcel. Además, con tu ayuda, Amelia, nos arreglamos bien.

– ¿Sabéis algo de Lola? -preguntó Amelia mirando a Pablo.

– Pues no, no se sabe nada de ella. Pablo va a ver a su abuela al hospital, pero la pobre mujer está cada día peor. Su padre le escribe de vez en cuando, pero de Lola no hay ni rastro -explicó Laura.

– Los chicos van a la escuela -añadió don Armando-. Son listos y sacan buenas notas. A Jesús se le dan muy bien las matemáticas y a Pablo el latín y la historia, de manera que se ayudan el uno al otro. Son como hermanos, incluso a veces se pelean como lo hacen los hermanos.

– ¡Pero qué nos vamos a pelear! -protestó Jesús.

– Bueno, yo diría que alguna vez he escuchado algún grito que salía de vuestra habitación -continuó don Armando.

– ¡Pero por tonterías! No te preocupes, Amelia, que yo me llevo bien con Pablo. No sé qué haría sin él en esta casa con tantas mujeres y tan mandonas -respondió Jesús, riendo.

– Yo… bueno… yo estoy muy agradecido porque me tengáis aquí… -susurró Pablo.

– ¡Qué tontería! Nada de agradecimientos, eres uno más de la familia -cortó tajante don Armando.

Amelia pasó dos días pendiente de la familia. Fue a hablar con el médico que atendía a Antonietta, y pidió a la señorita Laura que la acompañara a saludar a sor María de las Virtudes, a la que entregó un pequeño donativo «para comprar flores para la Virgen de la capilla», y como todos nos temíamos, insistió en ver a su hijo, al pequeño Javier.

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