– Huy… toma, cariño -dice mamá. Saca una bolsa blanca del bolsillo del asiento delante del suyo, la abre y me la pone bajo la boca. Estoy pasmado. ¿Así que la gente sabe de antemano que volar puede hacerte vomitar y sencillamente lo dan por sentado y ponen una bolsa de plástico para que vomites dentro? Vomitar es justo lo opuesto a lo que se supone que debe pasar con la comida cuando te entra en el estómago. Vomitar es el caos, como el cosmos antes de que Dios empezara a interesarse por él. Tengo arcadas y tiemblo y descubro con exactitud la experiencia del «sudor frío», pero no puedo vomitar porque no he desayunado nada. Mamá me sopla con suavidad en la frente y transcurrido un rato desaparecen los peores síntomas, pero me parece increíble que tenga que pasar por eso tres veces más: vamos a hacer escala en Nueva York para que G.G. se sume a nosotros en el mismo vuelo, lo que significa que habrá cuatro despegues en total, dos en el viaje a Alemania y dos más en el trayecto de regreso.
Este viaje es una auténtica pesadilla y no me gusta que me vean en público cogiéndome aterrado a la mano de mi madre cada vez que hay alguna pequeña turbulencia. Ojalá acabara esto de una vez. Ojalá el avión, con su ruido ensordecedor y su estabilidad y sus cientos de pasajeros que apestan a olor corporal y mal aliento, y sus niños llorones y sus obesas señoras alemanas haciendo cola para orinar y sus azafatas con patas de gallo cuando sonríen… ojalá todo esto se desvaneciera al chasquear los dedos y pudiéramos estar ya en tierra firme alemana.
En Nueva York, la escena de la madre y la hija que se reúnen tras tantos años no es como habría sido en la tele, con abrazos, suspiros, explicaciones lacrimosas y demás. Ocurre dentro del propio avión porque para nosotros Nueva York no es más que una escala y no se nos permite bajar, y también porque la abuela Sadie, al tener las piernas paralizadas, no puede levantarse cuando ve a su madre allí plantada en el vano de la puerta con su halo de cabello blanco. Levanta el brazo para saludar y G.G. nos ve y viene pasillo adelante y nos saluda uno a uno, con el mismo besito en la mejilla tanto si hace unos meses como si hace catorce años que nos vio por última vez. Luego continúa hacia su asiento, que está lejos, hacia el fondo del avión, y la pesadilla del despegue comienza de nuevo.
Una vez estamos en las alturas entre las nubes, el problema pasa del miedo al aburrimiento porque no hay nada que hacer. Mamá ha echado un vistazo a la programación de películas y decidido que soy muy pequeño para ver El diario de Bridget Jones , aunque dudo que sea tan explícita como las páginas web de Abu Ghraib o Sexo a la fuerza , pero eso me lo guardo para no traumatizar a mamá. Ella está leyendo un libro sobre todos los sitios interesantes que se pueden visitar en Múnich y sus inmediaciones.
La abuela Sadie encargó una comida kosher de antemano, que a decir verdad no sé lo que significa salvo que es para judíos. Mamá bendice los alimentos en voz muy baja y se come todo lo que hay en la bandeja porque dice que es comida gratis y más vale aprovecharse, y además es su primer vuelo transatlántico y está de lo más emocionada. Como es natural, yo no puedo ni probar la comida, pero puesto que papá ya está en Europa y no puede criticarla, mamá me ha traído una bolsa llena de cosillas blandas para picar, así que cuando tengo hambre puedo meter la mano en la bolsa y sacar algo: sándwiches de mantequilla de cacahuete, trocitos de queso, un plátano. Los cojo rápidamente, los disuelvo contra las encías, los licuó y los controlo, esperando contra toda esperanza que avancen lentamente por mi aparato digestivo y se descarguen en una caca bien formada, en vez de hacer que se me bloquee el sistema entero y broten de nuevo convertidos en vómito.
Mientras sobrevolamos el Atlántico durante la noche, mamá se ha levantado dos veces para ayudar a la abuela Sadie a ir al baño. Es toda una expedición.
Cuando aterrizamos en Múnich el aire está impregnado de palabras que no alcanzo a entender. Me resulta ofensivo y sofocante, así que me cojo del brazo de mamá y me concentro en escucharlas a ella y la abuela Sadie. Aún soy todopoderoso pero por el momento, en este inmenso aeropuerto moderno, tengo que seguir comportándome como un crío normal y mostrarme desorientado, cosa que hago. Cuando por fin atravesamos las puertas correderas de cristal, papá nos está esperando con una ancha sonrisa pegada a la cara, lo que significa que le aterran los siguientes días de su vida. Nos lleva hasta el coche que acaba de alquilar en el aeropuerto mientras arrastra una maleta con una mano y empuja la silla de ruedas de su madre con la otra, escucha a su mujer con un oído y a su madre con el otro, teniendo buen cuidado en todo momento de que su querida abuela no se pierda, sin dejar de vigilar a su hijo pequeño.
Me acomodo en el asiento de atrás entre mamá y G.G., y la abuela se sienta delante con el mapa en el regazo porque papá no entiende las señales de tráfico.
– Rápido, qué hago aquí, ¿me desvío a la izquierda?
– ¡A la derecha! ¡A la derecha! -chilla la abuela Sadie, que habla alemán con soltura.
– Joder -exclama papá, y gira bruscamente hacia la derecha en el último instante.
Y mamá dice:
– ¡Randall! ¿Qué manera de hablar es ésa? -Pero la broma no es muy bien recibida.
– ¡Joder! -repite papá-. ¿Quieres ponerte tú al volante, Tessie?
Mamá se encoge y se pone de un rojo escarlata.
A mí tampoco me gusta que las señales estén en alemán. M e producen una sensación como de puertas que se me cierran delante de las narices pero me niego a preguntarle a la abuela Sadie qué significan, no quiero reconocer la menor carencia de conocimientos. Cuando sea mayor, todas las personas del mundo hablarán inglés o si no ésa será una de las leyes que apruebe cuando esté en el poder para asegurarme de que así sea. El carácter extranjero de este país hace que se me ponga piel de gallina y la cicatriz sigue siendo fea a pesar de que me la tapo con la kipá, intento sacar brillo a mi lado más lustroso, pulir mis medallas, recordarme que soy el niño de seis años más brillante del mundo, lo que no resulta fácil en este coche abarrotado con todas las malas vibraciones entre los adultos, pero al menos mamá me aprieta la mano de una manera alentadora.
Por fin llegamos a la ciudad de Múnich en sí y nos dirigimos a nuestro hotel mientras, en un vozarrón que colma el coche entero, la abuela Sadie nos sermonea acerca de qué edificios se construyeron en qué época y qué barrios fueron reducidos a cascotes por los bombardeos aliados, cosa que resulta difícil de creer, porque todo tiene un aspecto de lo más limpio y moderno. Veo las manos de G.G. en movimiento, no hace más que apretarlas y aflojarlas y retorcerse unos dedos en torno a otros, y me doy cuenta de que no ha dicho ni una sola palabra desde que hemos puesto pie en su tierra natal. La miro con el rabillo del ojo. Tiene la vista al frente con una especie de expresión angustiada y da la impresión de que se ha convertido en una viejecita de un plumazo.
– ¿Reconoces algo? -La abuela Sadie deja de hablar por los codos el tiempo suficiente para preguntárselo.
Sólo puede estar hablando con su madre porque nadie del coche podría reconocer nada en Múnich, teniendo en cuenta que nunca hemos estado aquí, pero G.G. no responde. Sencillamente sigue mirando al frente y retorciéndose los dedos escuálidos con aspecto de anciana.
***
Es la primera vez que me alojo en un hotel y no me gusta porque la abuela Sadie intenta ahorrar y, aunque todo este viaje fue idea suya, no puede por menos de recordarnos que le está costando una fortuna. Así que el hotel es bastante lamentable y tenemos que dormir los tres en la misma habitación, cosa a la que no estamos acostumbrados. Sadie y G.G. también comparten habitación, lo que no ha de ser poco, pero prefiero no enterarme. Tomamos una comida muy cutre en el restaurante del hotel, cuyo menú pone que muchos platos son worst («pésimo», en inglés). Aunque se pronuncia wurst y según Sadie significa salchichas (cosa que hace reír a mamá), da al traste con mi apetito y lo único que puedo comer es una rebanada de pan blanco después de quitarle la corteza. La abuela añade que cuando quieres decir «me importa un comino» en alemán, lo que dices es «me importa una salchicha», cosa que hace reír incluso a papá, aunque a mí me parece bastante estúpido: ¿cómo es posible que algo te importe una salchicha?
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