Nancy Huston - Marcas De Nacimiento

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El corazón se me estremece como un tambor militar. Me emociona la idea de que mi padre esté contribuyendo a enviar robots soldado a matar a nuestros enemigos en Irak. Cuando dijo que estaba involucrado, no tenía ni idea de que esa implicación tenía que ver con alta tecnología en la línea del frente al más alto nivel. Con sólo pensar en esos robots armados acribillando árabes, allí plantados, ajenos a sus sangrientas contracciones en la arena, se me pone duro el pene por primera vez en meses. Me tapo con la manta y me sobo, lo que significa que por fin voy camino de recuperarme, y luego me duermo.

Los robots están secuestrando niños de las casas por toda la ciudad y sacándonos el cerebro para ver cómo funciona. El hospital está lleno de niños con el cráneo vacío porque nos han sacado el cerebro, pero nos han conectado a máquinas para mantener nuestros cuerpos con vida. Aunque mamá sabe que no seré capaz de volver a pensar nunca más, viene a verme al hospital todos los días. La veo y la reconozco pero no puedo hablar con ella. Por alguna razón no me disgusta: a mí ya me parece bien.

Cuando despierto estamos casi en casa y papá ha vuelto otra vez al punto de partida de la conversación.

– Se va a celebrar un multitudinario congreso internacional de robótica en Santa Clara en octubre -dice-. Mi empresa me envía a Europa el mes que viene para unas reuniones preliminares.

– ¿Adónde, en Europa? -pregunta la abuela mientras papá accede al sendero de entrada y aparca.

– A todos los sitios que he mencionado: Francia, Suiza, Alemania…

– ¿Estarás en Alemania en agosto? -pregunta Sadie.

– Sí, tengo tres reuniones distintas allí, en Frankfurt, Chemnit y Múnich.

– ¿Estarás en Múnich en agosto?

Papá guarda silencio porque cae en la cuenta de que se trata de otra pregunta retórica. Apaga el motor y por un momento no se oye más que el trino de los pájaros y el ladrido lejano de un perro.

– ¿Sabes qué, Randall? -dice la abuela Sadie tras una larga pausa-. ¿Sabes qué? Toda la familia va a reunirse contigo en Múnich.

– No…

– Sí.

– No lo entiendo, mamá.

– Sí, es la idea perfecta. La idea perfecta. Escucha. Llevaremos a mi madre con nosotros.

– Debes de estar…

– Sí, llevaremos a Erra con nosotros, porque resulta que su hermana Greta, su hermana mayor, que vive cerca de Múnich, se está muriendo. Me escribió una carta diciendo que daría cualquier cosa por volver a ver a mi madre. Todo el viaje correrá de mi cuenta.

– Perdona que lo diga, pero creo que has perdido la chaveta por completo. No conseguirás convencer a tu madre para que vaya. No sólo no ha puesto un pie en Alemania desde que se fue hace sesenta años (es el único país europeo donde no ha dado ni un solo concierto), no sólo no se ha puesto en contacto con su supuesta hermana todo ese tiempo… sino que ¡ni siquiera te ha visto a ti en quince años!

– Catorce.

– Catorce, vale. Muy bien. Gracias, pero no, gracias, mamá. Esa clase de psicodrama familiar no me va en absoluto.

– Pero piénsalo, Randall. ¡Piénsalo! A Tessa le vendría de maravilla salir un poco; nunca ha puesto los pies fuera de Estados Unidos. ¡Y Solomon! ¡En vez de pasarse el resto del verano con cara mustia hasta que vuelva a crecerle el pelo y empiece el colegio, será una aventura para él! Lo distraerá de todas esas pruebas y tribulaciones a las que lo habéis sometido innecesariamente. Además Greta… Greta me ayudó con mi investigación, Randall. Tengo una gran deuda con ella; me he mantenido en contacto estos veintitantos años… Se muere, tiene cáncer y se muere y su deseo más ferviente es ver a su única hermana una vez más antes de morir… Y por lo que a ti respecta, estarás en Múnich de todas maneras, así que, ¿dónde está el problema? A ver, ¿dónde está el problema?

La casa se pone patas arriba con la idea de la abuela Sadie.

Durante el desayuno al día siguiente, que es sábado, hacemos una votación: mamá y yo votamos sí y papá vota no; eso arroja un resultado de tres a uno, de manera que incluso si G.G. vota no los síes serán mayoría.

– ¡Eso da igual! -señala papá-. Si Erra vota no, no vendrá, lo que daría al traste con el motivo del viaje para el resto de vosotros.

– ¡Nada de eso! -decimos mamá y yo al unísono.

– Aun así, tendríamos la oportunidad de ver Alemania -añade mamá- y de conocer a la hermana de tu abuela. Uno no se entera todos los días de que tiene parientes en Europa.

– Sólo hay una manera de resolver esto, Randall -dice la abuela Sadie-. Llama a Erra.

– Llámala tú. Ha sido idea tuya; la llamas tú.

– Eso es ridículo. Hace tanto que no hablo con ella que ni siquiera reconocería mi voz.

– Escucha, mamá. Si quieres que tu madre vaya a Múnich, vas a tener que hablar con ella. Más vale que empieces ahora y lo resuelvas de una vez por todas.

– Vamos, Ran, seguro que tú te las arreglas mejor para convencerla. Tú y Erra siempre habéis tenido buena relación.

– ¡Pero yo no quiero convencerla! ¡Eres tú la que quiere convencerla!

– Vale, de acuerdo… En todo caso, ahora es muy temprano, teniendo en cuenta la diferencia horaria. En Nueva York son las seis de la mañana.

– Te equivocas otra vez: en Nueva York es tres horas más tarde, no tres horas antes. Eso significa que es mediodía, el momento perfecto para llamar.

– Ay, por el amor de Dios -dice la abuela Sadie, y enrojece hasta las raíces de la peluca-. Vale, vale.

Dirige la silla de ruedas pasillo adelante hasta la habitación de invitados y cierra la puerta para hacer la llamada sin que la oigamos; lo único que alcanzamos a oír es el sonido de su voz, que no resulta ni mucho menos tan estridente como es habitual. No queremos que parezca que nos esforzamos por oír lo que está diciendo, así que mamá se levanta y murmura:

– ¿Me ayudas a recoger el desayuno, Randall?

Y papá se levanta con un aspaviento nervioso y dice:

– Claro.

– ¿Quieres más leche, cariño? -me pregunta mamá.

Y yo digo:

– No gracias.

De modo que tira por el fregadero el vaso entero de leche a pesar de que sólo he tomado un sorbito porque no se sabe nunca, ese sorbo podría haber dejado gérmenes en el vaso y después de todo lo que ha ocurrido con los gérmenes últimamente más vale prevenir que lamentar.

– ¿Quieres intentar hacer un Buen Trabajo, cariño? -dice mamá, con lo que se refiere a hacer caca, pero justo cuando me dirijo a paso silencioso y obediente hacia el cuarto de baño, la abuela Sadie sale de su cuarto y me bloquea el camino con la silla de ruedas. Se queda ahí plantada con los ojos vidriosos. Parece aturdida.

– ¿Y bien? -dice papá, que cierra la puerta del lavavajillas con un gesto más bien brutal-. ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué ha votado Erra?

La abuela Sadie cierra los ojos, los vuelve a abrir y dice, con la voz más tenue que le he oído poner:

– Sí. Ha votado sí.

Mamá y yo empezamos a dar vivas -«¡Hurra, hurra!»- y papá se queda de piedra en medio de la cocina murmurando entre dientes:

– Debes de estar de broma, debes de estar de broma.

Apenas tres semanas después vamos en el avión.

un millón de veces en juegos de ordenador en películas en la Red o con las Game Boy y las Play Station de mis amigos, he ido zumbando por el espacio me he zambullido he remontado el vuelo revoloteando sin ningún esfuerzo entre las galaxias haciendo explotar naves espaciales con sólo tocar un botón sintiendo la breve luz escarlata de su destrucción reflejada en mi cara

pero el vuelo real me supone una desagradable sorpresa

El gañido cada vez más agudo de los motores y el zumbido vibrante del avión en las entrañas me dan un susto de muerte. Le aprieto la mano a mamá hasta que dice: «Lo siento, cariño, pero me haces daño», y la retira. Entonces sí que me entra pánico, porque nos disponemos a despegar y me siento aplastado y espachurrado contra el asiento y la cabeza empieza a latirme con fuerza. El resto de la gente se comporta como si no pasara nada, leen y charlan y miran por la ventanilla, mientras en mi interior un alarido pugna por brotar. Petrifico el cuerpo para mantenerlo encerrado, pero esto me está destrozando el pecho, volar es una tortura, tengo náuseas, voy a vomitar. «Mamá, mamá, ¿cómo puedes permitir que se me someta a esto?», como Jesús también tuvo que preguntarse cuando lo clavaron en la cruz: «Padre, Padre, ¿por qué me has abandonado?»

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