«Tomaré bistec», decían con ensayada despreocupación, con la soltura de una firma, que es un garabato irreflexivo que sin embargo se ha ensayado miles de veces.
Vaca sagrada vaca impía.
Empleo sin empleo.
Uno no debería renunciar a la religión, los principios de los padres y de sus padres antes que ellos. No; pasara lo que pasase.
Había que vivir según algo. Había que encontrar la dignidad propia. La carne abrasada en la parrilla, la sangre que formaba gotas en la superficie, y luego la sangre también empezaba a burbujear y hervir.
Quienes fueran capaces de ver la diferencia entre una vaca sagrada y una vaca impía ganarían.
Quienes no fueran capaces de verla, perderían.
De manera que Biju estaba aprendiendo a chamuscar bistecs.
Sangre, carne, sal y el molinillo dirigido hacia los platos: «¿Quiere que le ponga pimienta recién molida, señor?»
«Es posible que en la India seamos pobres, ¿sabes?, pero allí sólo un perro comería carne cocinada así», decía Achootan.
«Tenemos que adoptar una postura agresiva con respecto a Asia -comentaban entre sí los hombres de negocios-. Se está abriendo una nueva frontera, millones de consumidores en potencia, gran poder adquisitivo entre las clases medias, China, India, potencial para cigarrillos, pañales, pollo Kentucky Fried, seguros de vida, gestión del agua, teléfonos móviles: son gente con mucha familia, siempre al teléfono, todos esos hombres que llaman a sus madres, todas esas madres que llaman a sus muchos, muchísimos hijos; este país ya está cubierto, Europa está cubierta, Latinoamérica está cubierta, África es un caso perdido salvo por el petróleo; Asia es la siguiente frontera. ¿Hay petróleo por alguna parte allí? No tienen petróleo, ¿verdad? Necesitan…»
El discurso era elemental. Si alguien se atreviera a llamarlos «¡Idiotas!» les bastaría con señalar sus cuentas bancarias para que los números refutaran la acusación.
Biju se acordó de Said Said, que seguía negándose a comer cerdo: «Son sucios, tío, dan asco. Primero soy musulmán, luego soy de Zanzíbar, y luego seré americano.» Una vez le había enseñado a Biju su reproducción recién adquirida de una mezquita con un reloj de cuarzo en la parte inferior. El reloj estaba programado para que, durante las horas de las cinco oraciones del día, empezara a vociferar: «Allah hu Akbar, la ilhaha illullah, wallab hu akbar…» A través del crepitar de la cinta desde el remate del minarete salían palabras ancestrales curtidas por la arena, aquel penetrante grito del desierto que servía de apoyo para fortalecer el ánimo de un hombre, su fe en la mañana con el estómago vacío y a lo largo de todo el día, de forma que no se precipitara entre las inmundas diferencias entre las naciones. Las luces se encendían alentadoras, lanzando desde la mezquita destellos de discoteca en tonos verde y blanco.
«¿Por qué quieres marcharte?» Odessa estaba escandalizada. ¡Con la oportunidad que le habían ofrecido! Seguro que no sabía lo afortunado que era.
«Con esa actitud no conseguirá abrirse camino en América», vaticinó Baz.
Biju se fue hecho una nueva persona, un hombre rebosante del deseo de atenerse a una estricta pureza.
– ¿Preparan platos con carne de ternera? -le preguntó a un posible patrón.
– Servimos sándwich de ternera con queso.
– Lo siento. No puedo trabajar aquí.
– Adoran a las vacas -oyó que le comentaba el propietario del establecimiento a alguien en la cocina, y lo embargó una sensación tribal y asombrosa.
Smoky Joe's.
– ¿Ternera?
– Guapo -le dijo la señora-. Sin intención de ofender, pero me pirro por los bistecs y estoy heeecha una ternera.
Marilyn. ¡Fotografías ampliadas de Marilyn Monroe en la pared, propietario indio a la mesa!
El propietario hablaba por el manos libres.
– Rajnibhai, Kem chho?
– ¿Qué?
– Rajnibhai?
– ¿Quién llama? -Con un acento muy indio que intentaba pasar por americano.
– Kem chho? Saaru chho? Teme samjo chho?
– ¿QUÉÉ?
– ¿No habla gujarati, señor?
– No.
– Pero es usted gujarati, ¿no?
– No.
– Pero su apellido es gujarati, ¿verdad?
– ¿Quién es usted?
– ¿No es usted gujarati?
– ¿¡Quién es!?
– Soy de AT &T, señor. Quería ofrecerle tarifas especiales para la India.
– No conozco a nadie en la India.
– ¿¿Que no conoce a nadie?? Debe de tener algún pariente, ¿no?
– Sí -con un acento americano cada vez más pronunciado-, pero no hablo con mis parieeentes…
Silencio pasmado.
– ¿No habla con sus parientes? -Entonces-: Le ofrecemos cuarenta y siete céntimos por minuto.
– ¿Y a mí qué? Ya se lo he dicho -hablando lentamente como si se dirigiera a un idiota-: no llamo por teléfono a la Iiiindia.
– Pero es usted de Gujarat, ¿no? -Voz ansiosa.
– ¡Vía Kampala, Uganda, Teepton, Inglaterra y Roanocke, en el estado de Virgiiinia! ¡Una vez fui a la India y le aseguro que no volverííía a ese paííís por todo el dineeero del mundo!
Se marchó con sigilo y volvió a la calle. Era horrible lo que les ocurría a los indios en el extranjero sin que nadie se enterara salvo otros indios. Era un sucio secretillo ratonil. Pero no, Biju no estaba vencido. Su país lo reclamaba de nuevo. Olió su destino. Atraído, a regañadientes, por el olfato, vio al doblar una esquina la primera letra del cartel, G, y luego AN. Su alma anticipó el resto: DHL Conforme se acercaba al café Gandhi, el aire fue cobrando solidez. Allí siempre resultaba inamovible, con el olor de mil y una comidas acumuladas, a pesar de las tormentas invernales que ululaban a la vuelta de la esquina, la lluvia, el calor que todo lo derretía. Aunque el restaurante estaba oscuro, Biju hizo el intento de abrir la puerta, que cedió con suavidad.
Allí en el espacio apenas iluminado, en la parte de atrás, entre salpicaduras de lenteja que sembraban transparencias grasientas sobre los manteles de mesas abandonadas aún por limpiar, estaba sentado Harish-Harry, quien, junto con sus hermanos Gaurish-Gary y Dhan-sukh-Danny, llevaba tres cafés Gandhi, en Nueva York, Nueva Jersey y Connecticut. No levantó la mirada al entrar Biju. Tenía el bolígrafo suspendido sobre la petición de un donativo enviada por un refugio para vacas a las afueras de Edison, en Nueva Jersey.
Si les dabas cien dólares, además del kilometraje extra que se acumularía en tu hoja de balance con vistas a vidas venideras, «le enviaremos un regalo gratis; señale la casilla para indicar su preferencia»:
1. Un cuadro decorativo ya enmarcado de Krishna Lila: Suspira por su Señor y se lamenta.
2. Un ejemplar del Bhagavad Gita acompañado por un comentario de texto de Pandit no sé qué (Lic. en Fil. y Let., Máster en Fil., Dr. en Fil., Presidente del Centro de Patrimonio Hindú), que acaba de finalizar una gira de conferencias por sesenta y seis países.
3. Un CD con la música piadosa preferida del Mahatma Gandhi.
4. Un vale obsequio para el Mercado de Regalos India: «Sorprenda a esa mujer especial en su vida con nuestra choli especial de color rosa palo y cebolla, acompañada de una lehnga de tono amarillo mantequilla. Para la mujer que hace de su casa un hogar, un juego de veinticinco tarros de especias con cierre al vacío. Abastézcase de los frutos secos de primera calidad Haldiram's de Nagpur que sin duda ha echado de menos…»
El bolígrafo estaba suspendido. Se cernió sobre el impreso.
A Biju le dijo:
– ¿Ternera? ¿Estás chalado? Somos un establecimiento hindú cien por cien. Nada de paquistaníes ni de bengalíes, esa gente no sabe cocinar. ¿Has estado en los restaurantes de la calle Seis? Bilkul bekaar…
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