– Al menos creen que uno puede ser feliz, baba.
– Y con ese patriotismo suyo hacen de su capa un sayo pha-ta-phat: en cuanto les das un perrito caliente ensartado en un palo, empiezan a saludar con él a la bandera y…
– Bueno, ¿qué tiene de malo pasárselo bien?
– Cuéntanos qué hay de nuevo, Sai -le rogó Noni, desesperada por volver a cambiar de tema-. Venga, anímanos, los jóvenes deberíais servir al menos para eso.
– No hay nada nuevo -mintió Sai y enrojeció al pensar en Gyan y ella misma. La compañía había acrecentado la sensación de fluidez que antes había sentido ante el espejo, esa reducción a la forma maleable, la posibilidad infinita de reinvención.
Las tres señoras le dirigieron una mirada seria. Parecía desenfocada, no lograban interpretar su expresión con claridad, y se la veía retorcerse de una manera extraña en la silla.
– Bueno -dijo Lola, redirigiendo la frustración que le había provocado la señora Sen-, ¿aún no tienes novio? ¿Por qué no, por qué no? En otros tiempos éramos más atrevidas. Siempre dábamos esquinazo a mamá y papá.
– Déjala tranquila. Es una buena chica -le advirtió Noni.
– Más vale que te des prisa -le aconsejó la señora Sen con una expresión enigmática-. Si esperas mucho, se te pasará el arroz. Eso mismo le dije a Mun Mun.
– Igual tienes parásitos -señaló Lola.
Noni hurgó en un cuenco lleno de objetos diversos y sacó una tira de comprimidos.
– Toma, una pastilla desparasitadora. Hemos comprado para Mustafá. Lo pillamos restregándose el culo contra el suelo. Síntoma claro.
La señora Sen miró los nardos encima de la mesa.
– Si echáis unas gotas de colorante para la comida, podéis hacer que las flores adquieran cualquier color: rojo, azul, naranja, ¿lo sabíais? Hace años solíamos divertirnos así en las fiestas.
Sai dejó de acariciar a Mustafá y el gato, rencoroso, la mordió.
– ¡Mustafá! -lo reprendió Lola-. ¡Si no te andas con cuidado, vamos a hacer kebabs de minino contigo!
Brigitte's, en el distrito financiero de Nueva York, era un restaurante con espejos por todas partes para que los comensales pudieran ver exactamente lo envidiables que eran mientras comían. Se llamaba así en honor a la perra de los propietarios, la criatura más alta y plana jamás vista; igual que el papel, sólo se la podía ver como era debido de perfil.
Por la mañana, mientras Biju y el resto del personal empezaban con el ajetreo, los dueños, Odessa y Baz, bebían darjeeling Tailors of Harrowgate en la mesa del rincón. India colonial, India libre: el té era igual pero el romanticismo se había esfumado, y como mejor se vendía era apelando al pasado. Tomaban té con diligencia y leían juntos el New York Times, incluidas las noticias internacionales. Resultaba abrumador.
Antiguos esclavos e indígenas. Esquimales y gente de Hiroshima, indios del Amazonas e indios de Chiapas e indios chilenos e indios americanos e indios indios. Aborígenes australianos, guatemaltecos y colombianos y brasileños y argentinos, nigerianos, birmanos, angoleños, peruanos, ecuatorianos, bolivianos, afganos, camboyanos, ruandeses, filipinos, indonesios, liberianos, borneanos, papúes, sudafricanos, iraquíes, iraníes, turcos, armenios, palestinos, francoguyaneses, guyaneses, surinameses, sierraleoneses, malgaches, senegaleses, maldivos, esrilanqueses, malayos, keniatas, panameños, mexicanos, haitianos, dominicanos, costarricenses, congoleños, mauritanos, marshaleses, tahitianos, gaboneses, benineses, malíes, jamaicanos, botsuanos, burundeses, sudaneses, eritreos, uruguayos, nicaragüenses, ugandeses, marfileños, zambianos, guineanos, cameruneses, laosianos, zaireños que se te echaban encima entre gritos de colonialismo, gritos de esclavitud, gritos de compañías mineras gritos de compañías bananeras compañías petrolíferas gritos de espía de la CIA entre los misioneros gritos de fue Kissinger quien mató a su padre y por qué no condonáis la deuda del Tercer Mundo; Lumumba, gritaban, y Allende; por otra parte, Pinochet, decían, Mobutu; leche contaminada de Nestlé, decían; agente naranja, negocios sucios de Xerox. Banco Mundial, ONU, FMI, todo en manos de blancos. ¡Todos los días otra cosa en la prensa!
Nestlé y Xerox eran compañías distinguidas y honradas, la espina dorsal de la economía, y Kissinger por lo menos era un patriota. Estados Unidos era un país joven construido sobre los mejores principios, ¿y cómo era posible que tuviera tantas facturas pendientes?
Ya estaba bien.
Los negocios eran los negocios. Si había que repartir tanto la mantequilla, más le valía a uno olvidarse de untar el pan. El más apto gana y se lleva la mantequilla.
– Es ley de vida -le dijo Odessa a Baz-. Imagínate que todos nos dedicáramos a decir: «Hace no sé cuántos años, los neandertales salieron de los bosques y atacaron a mi familia con un enorme hueso de dinosaurio, y por eso ahora tenéis que compensarme.» Dos de las primerísimas cazuelas de hierro, amigo mío, y una de aquellas sabrosas hijas dentudas de los primeros tiempos de la agricultura, cuando los seres humanos tenían molares más desarrollados, y cuatro muestras de una versión primitiva de la patata que reclaman, mira por dónde, tanto Chile como Perú.
Era muy ingeniosa, Odessa. Baz estaba orgulloso de su estilo cosmopolita, le encantaba el aspecto que tenía con sus garitas de montura fina. En cierta ocasión le había escandalizado oír por casualidad que unos amigos suyos comentaban que era perversa, pero lo había relegado al olvido.
– ¡Estos blancos…! -le dijo Achootan, otro friegaplatos, a Biju en la cocina-. ¡Joder! Pero al menos este país es mejor que Inglaterra -añadió-. Al menos aquí hay un poco de hipocresía. Están convencidos de que son buena gente y te dan un respiro. Allí te gritan con todo descaro en la calle: «Vuélvete a tu país.» -Había pasado ocho años en Canterbury, y había respondido a voz en grito una frase que Biju oiría en muchas ocasiones, porque la repetía varias veces a la semana: «Tu padre vino a mi país y se llevó mi pan, y ahora he venido a tu país para recuperar mi pan.»
Achootan no quería la carta verde de la misma manera que Said, sino a modo de venganza. «¿Para qué la quieres, si odias este lugar?», le había espetado Odessa a Achootan cuando le pidió que avalara su solicitud. Bueno, la quería. Todo el mundo la quería tanto si el país les gustaba como si no. A veces, cuanto más lo detestaban, más querían la carta verde.
Eso no lograban entenderlo.
El restaurante servía un único menú: bistec, ensalada y patatas. Lo suyo era cierto orgullo de simplicidad entre las clases pudientes.
Vaca sagrada. Vaca impía. Biju era consciente de que ese razonamiento debía guardárselo para sí. A la hora de la comida y la cena el espacio se llenaba de hombres y mujeres de negocios uniformados de veintitantos y treinta y tantos.
– ¿Cómo lo quiere, señora?
– Vuelta y vuelta.
– ¿Y usted, señor?
– Que aún la oiga mugir.
Sólo los necios decían: «Muy hecho, por favor.» Odessa apenas era capaz de disimular el desprecio. «¿Está seguro? Bueno, vale, pero estará duro.»
Se sentaba a la mesa del rincón, donde tomaba su té por la mañana y excitaba a los hombres despedazando su bistec. «¿Sabes, Biju? -le comentó un día, entre risas-. Es curioso, nadie come carne de ternera en la India, pero fíjate, el país tiene la forma de una inmensa chuleta.»
Pero aquí había indios que comían carne de ternera. Banqueros indios. Ñam ñam. Les lanzaba miradas concentradas llenas de intención mientras recogía sus platos. Ellos lo veían. Lo sabían. Sabían que él lo sabía. Fingían no saber que él lo sabía. Apartaban la mirada. Él adoptaba un aire desdeñoso, pero se podían permitir no darse por aludidos.
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