Sacó a relucir las omisiones en su siguiente visita. Ofreció su cabello con el celo de un mercader de chales:
– Mira, tócalo. ¿Como la seda?
– Como la seda -confirmó él.
Sus orejas las mostró cual artículos sacados de debajo del mostrador y expuestos ante un cliente avezado en una tienda de curiosidades, pero cuando él intentó poner a prueba la hondura de sus ojos con los de él, la mirada de ella resultó muy esquiva para mantenerla; la atrapó y se le escapó, la recuperó, volvió a atraparla, hasta que se le escurrió y fue a esconderse.
Así abordaban el juego del cortejo: hacían avances, se retiraban, provocaban, huían. Qué deliciosa la simulación del estudio objetivo, cuán milagroso que pudiera devorar las horas. Pero conforme fueron eliminando lo que era fácilmente revelable y agotando el decoro, las partes sin examinar de sus anatomías empezaron a ejercer un potencial más severamente destilado, y una vez más la situación alcanzó el mismo punto desesperado de los tiempos en que se esforzaban por centrarse en la geometría.
Ascendiendo por los huesos de la columna vertebral.
Estómago y ombligo…
– ¡Bésame! -rogó él.
– No -contestó ella, encantada y aterrada. No se lo iba a poner tan fácil. Ah, pero nunca había sido capaz de soportar el suspense.
Una leve llovizna deletreó una elipsis sobre el tejado de hojalata…
Los momentos transcurrieron con la precisión de un reloj, y al cabo Sai no pudo soportarlo: cerró los ojos y notó la dimensión aterrada de los labios de él sobre los suyos, intentando casar una forma con la otra.
Un par de semanas después se mostraban descarados cual mendigos, suplicando más.
– ¿La nariz? -Gyan la besó.
– ¿Los ojos? -Los ojos.
– ¿Las orejas? -Las orejas.
– ¿La mejilla? -La mejilla.
– Los dedos. -Uno, dos, tres, cuatro, cinco.
– La otra mano, por favor. -Diez besos en total.
– ¿Los dedos de los pies?
Unieron palabra, objeto y afecto en una recuperación de la infancia, una confirmación de la integridad, como al principio…
Brazos piernas corazón…
Todas sus partes, se aseguraron el uno al otro, estaban justo donde debían.
Gyan tenía veinte años y Sai dieciséis, y al principio no habían prestado mucha atención a los sucesos en la falda de la montaña, los nuevos carteles en el mercado que hacían referencia a antiguos malestares, los eslóganes arañados y pintados en las fachadas de las oficinas y establecimientos del gobierno. «No tenemos estado», decían, «Es mejor morir que vivir como esclavos», «Se nos tortura constitucionalmente. Devolvednos nuestra tierra de Bengala». En dirección contraria, los eslóganes persistían y se multiplicaban por los apuntalamientos para evitar los corrimientos de tierras, buscaban su sitio a empellones entre los eslóganes de «Más vale tarde que nunca», los «Si está casado no flirtee con la velocidad», «Beber whisky es arriesgado», que pasaban como destellos en el trayecto en coche hacia el río Teesta.
La llamada se repetía por la carretera hacia el área de acantonamiento del ejército; empezó a surgir en lugares menos evidentes: las grandes rocas junto a los senderillos que surcaban como venas las montañas, los troncos de árboles entre chozas de bambú y barro, con el maíz puesto a secar en manojos bajo los tejados de las galerías, las banderas de oración ondeando en lo alto, los cerdos que gruñían en pocilgas al fondo. Ascendiendo en perpendicular al cielo para llegar sin resuello a la cima de Ringkingpong, se leía «¡LIBERACIÓN!» garabateado en la planta depuradora de agua. Aun así, durante una temporada nadie sabía hacia dónde iba a decantarse el asunto, y se hizo caso omiso como si no tuviera más importancia que el típico puñado de estudiantes y agitadores. Pero un día cincuenta muchachos, miembros de la rama juvenil del Frente de Liberación Nacional Gorkha, se reunieron para prestar en Mahakaldara el juramento de que lucharían a muerte en aras de la fundación de una patria, Gorkhaland. Luego marcharon por las calles de Darjeeling y dieron una vuelta por el mercado y el paseo. «Gorkhaland para los gorkhas. Somos el ejército de liberación.» Los siguieron con la mirada los hombres de los ponis y sus ponis, los propietarios de las tiendas de recuerdos, los camareros de Glenary's, los clubes Planter, Gymkhana y Windamere, viéndolos blandir sus cuchillos kukris desenvainados y escindir con los feroces filos la tenue neblina bajo un sol acuoso. De pronto, todo el mundo utilizaba la palabra «insurgencia».
– No les falta razón -dijo Noni-, tal vez no la tengan toda, pero yo diría que al menos la tienen en tres cuartas partes.
– Bobadas. -Lola desestimó la opinión de su hermana con un aleteo de la mano-. Esos nepas irán por todos los extranjeros, sobre todo por nosotros los bengalíes. Llevan tramándolo mucho tiempo. Es un sueño hecho realidad. Se cometerán toda clase de atrocidades, y luego pueden cruzar alegremente la frontera para esconderse en Nepal. Lo tienen al lado.
Se imaginó a su vigilante, Budhoo, robándole su radio de la BBC y su paleta de tarta de plata y pasándoselo en grande en Katmandú con otros kanchas y kanchis provistos de sus respectivos botines.
Estaban tomando el té en el salón de Mon Ami tras la clase de Sai.
Del otro lado de la ventana, una escena opaca semejaba una pieza de artesanía popular: cielo y montaña grises y sin contrastes, la apagada hilera blanca de las vacas del padre Booty en la cresta de la colina, el cielo visible entre sus patas en retazos más o menos cuadrados. Dentro, la lámpara estaba encendida y había un plato de canutillos de crema a la luz leonada, y también nardos en un jarrón. Mustafá se subió al regazo de Sai y ella pensó cómo, desde su romance con Gyan, comprendía a los gatos de una manera distinta. Ajeno a los problemas en el mercado, Mustafá aprovechaba todos los resquicios de placer al máximo, restregándose contra sus costillas en busca de un hueso en el que frotarse la barbilla.
– Esto de fundar estados -continuó Lola- es el mayor error que cometió ese necio de Nehru. Según sus normas, cualquier grupo de idiotas puede alzarse exigiendo un nuevo estado y además conseguirlo. ¿Cuántos nuevos siguen apareciendo? De quince pasamos a dieciséis, de dieciséis a diecisiete, de diecisiete a veintidós… -Con el dedo describió círculos a la altura de la sien para demostrar la opinión que le merecía semejante locura-. Y aquí, a mi modo de ver, todo empezó con Sikkim. Los nepas recurrieron a un truco de lo más sucio y se les empezaron a ocurrir ideas grandiosas. Y ahora creen que pueden volver a hacer lo mismo, ¿sabes, Sai?
Los huesos de Mustafá parecían disolverse bajo las caricias de Sai, y pirueteaba entre sus piernas como en trance, los ojos cerrados, una sabiduría mística que no era de una religión ni de otra, de un país ni de otro, sino pura sensación.
– Sí -respondió distraída; había oído la historia infinidad de veces: Indira Gandhi había maniobrado para que se celebrara un plebiscito y todos los nepalíes que habían inundado Sikkim votaron contra el rey. India engulló el reino de color de joya, cuyas montañas azules se veían a lo lejos, de donde provenían las maravillosas naranjas y el ron Black Cat que les traía de contrabando el comandante Aloo. Donde los monasterios pendían cual arañas ante el Kanchenjunga, tan cerca que daba la impresión de que a los monjes les bastaba con estirar el brazo para tocar la nieve. El país tenía un aura tan irreal, estaba tan lleno de cuentos de hadas, de viajeros en busca de Shangri La, que había sido mucho más sencillo destruirlo.
– Pero tienes que abordarlo desde su punto de vista -dijo Noni-. Primero los nepas fueron expulsados de Assam y luego de Meghalaya. Además está el rey de Bután refunfuñando contra…
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