Chuck Palahniuk - Asfixia

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Basada en una novela de Chuck Palahniuk (El club de la lucha), "Asfixia" narra la historia de Victor (Sam Rockwell) que para sufragar el caro tratamiento médico en un hospital privado de su madre (Anjelica Huston), se dedica a timar a la gente. Su trabajo diario es representar el papel de un miserable campesino del siglo XVIII en un parque temático de carácter histórico, mientras está tratando de recuperarse de su adicción al sexo.
Pero cuando su cada vez más débil madre insinúa poder revelar la identidad secreta de su perdido padre, Victor recobra la esperanza de encontrar finalmente las respuestas que ha estado buscando. Victor hace amistad con la joven doctora de su madre (Kelly McDonald), quien le lleva a creer que sus orígenes quizás puedan ser mucho más sorprendentemente divinos de lo que jamás pudo nunca haber imaginado.
Así, ¿es todavía Victor Mancini el perdedor sin honor que siempre ha creído que iba a ser durante el resto de su vida o es posible que sea una especie de loco salvador?

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Con una madeja enorme de baba blanquecina colgando entre mi picha y su labio inferior, con toda la cara ardiendo y ruborizada por la falta de aire y sin dejar de agarrarme el rabo dolorido con el puño, Tracy se apoya en los tacones y me cuenta que en el Kama Sutra dice que para conseguir unos labios bien rojos tienes que frotártelos con sudor de los testículos de un semental blanco.

– En serio -me dice.

Noto un sabor extraño en la boca y le miro fijamente los labios. Sus labios y mi rabo son del mismo color morado. Le digo:

– Tú no haces esas cosas, ¿verdad?

El pomo de la puerta traquetea y los dos echamos un vistazo rápido para asegurarnos de que está pasado el pestillo.

Esta es esa primera vez a la que toda adicción se retrotrae. Esa primera vez de la cual no está a la altura ninguna vez posterior.

No hay nada peor que cuando un niño abre la puerta. La siguiente cosa peor es cuando un hombre abre la puerta y no entiende qué está pasando. Aunque todavía no estés con nadie, cuando un niño abre la puerta lo que tienes que hacer es cerrar deprisa las piernas. Fingir que es un accidente. Un adulto cerrará de un portazo y a lo mejor grita:

– La próxima vez pasa el pestillo, imbécil.

Pero él es el único que se ruboriza.

Después de eso, dice Tracy, lo peor es ser una de esas mujeres que el Kama Sutra llama mujeres elefante. Sobre todo si estás con lo que se llama un hombre liebre.

El rollo de los animales se refiere al tamaño de los genitales.

Luego dice:

– No quería que pareciera una indirecta.

Si la persona incorrecta abre la puerta, vas a aparecer en sus pesadillas durante una semana.

Tu mejor defensa es que, a menos que te encuentres con alguien dispuesto, no importa quién abra la puerta y te vea allí sentado, siempre dan por hecho que el error es de ellos. Que es culpa suya.

Yo siempre lo di por hecho. Siempre abría la puerta y me encontraba hombres o mujeres montados en el retrete de los trenes, en los autobuses Greyhound o en esos lavabos de restaurante con una sola taza donde tienes que elegir tu género. Abría la puerta y me encontraba a una extraña sentada, una rubia todo ojos azules y dientes con un anillo en el ombligo y zapatos de tacón alto, con el tanga bajado a la altura de las rodillas y el resto de la ropa y el sujetador doblado en la pequeña encimera del lavabo. Cada vez que esto me pasaba yo me preguntaba, ¿por qué coño la gente no se molesta en pasar el pestillo?

Como si aquello pasara por accidente.

En el circuito nunca pasa nada por accidente.

Puede pasar que en el tren yendo del trabajo a casa abras la puerta de un lavabo y te encuentres a una morena con el pelo recogido y solamente unos pendientes largos temblando junto a su cuello liso y blanco, y que esté sentada dentro con la ropa de la cintura para abajo en el suelo. La blusa abierta sin nada debajo más que las manos sujetando los pechos. Las uñas de las manos, los labios y los pezones del mismo tono entre marrón y rojo. Las piernas tan blancas como el cuello y lisas como un coche que podrías conducir a doscientos cincuenta por hora, y su pelo igual de moreno en todas partes. Y ella se lame los labios.

Cierras de un portazo y dices:

– Lo siento.

Y del interior sale una voz que dice:

– No lo sientas.

Y ella continúa sin pasar el pestillo. El letrerito sigue diciendo: «Libre».

Pues sucedió que yo solía volar de vuelta de la Costa Este a Los Ángeles cuando todavía estaba en la facultad de medicina de la USC. Durante las vacaciones del curso escolar. Seis veces seguidas abrí la puerta y las seis veces me encuentro a la misma pelirroja haciendo yoga y desnuda de cintura para abajo, sentada en el retrete con las piernas delgadas cruzadas, limándose las uñas con la lija de una caja de cerillas, como si estuviera intentando encenderse a sí misma, vestida únicamente con una blusa de seda anudada por encima de los pechos, y las seis veces ella se mira el cuerpo rosáceo y pecoso rodeado por la alfombra del mismo color naranja que la ropa de los trabajadores de carreteras, luego levanta la vista hacia mí con unos ojos del mismo tono de gris que la hojalata y siempre me dice lo mismo:

– Si no le importa -dice-, está ocupado.

Y las seis veces le cierro la puerta en las narices.

Lo único que se me ocurre decir es:

– ¿Es que no habla inglés?

Seis veces.

Todo esto no dura más que un momento. No hay tiempo para pensar.

Pero cada vez pasa más a menudo.

En algún otro viaje, tal vez yendo a altitud de crucero entre Los Ángeles y Seattle, abres la puerta y te encuentras a un surfista rubio con las dos manos bronceadas agarrándose el enorme rabo morado entre las piernas. Y entonces el señor Chachi se sacude el pelo greñudo de delante de la cara, se señala el rabo, que está todo mojado y constreñido dentro de un condón reluciente, te señala a ti con el miembro y dice:

– Eh, tío, cierra de una vez…

Llega un punto en que cada vez que vas al lavabo el letrerito dice que está vacío, pero siempre hay alguien.

Otra mujer, con dos nudillos metidos y el resto de la mano desapareciendo en su interior.

Un hombre distinto con sus diez centímetros bailando entre el índice y el pulgar, preparado para expulsar a los soldaditos blancos.

Uno empieza a preguntarse qué quieren decir con lo de libre.

Incluso en el lavabo vacío notas el olor a espuma espermicida. Las toallas de papel siempre están gastadas. Te encuentras la huella de un pie descalzo en el espejo del baño, a un metro ochenta de altura, en la parte superior del espejo, la huella pequeña y arqueada del pie de una mujer, las cinco manchitas redondas dejadas por los dedos, y te preguntas: ¿qué ha pasado aquí?

Como en los anuncios públicos codificados, el vals El Danubio azul o la enfermera Flamingo, uno se pregunta: ¿Qué está sucediendo?

Uno ve una mancha de pintalabios en la pared, casi a la altura del suelo, y únicamente puede imaginarse lo que ha estado sucediendo. Ves las hileras blancas del momento final de alivio en que el rabo de alguien ha lanzado sus soldaditos blancos contra las paredes de plástico.

En algunos vuelos las paredes todavía están húmedas y el espejo empañado. La alfombra pegajosa. El lavabo está atascado y el agujero del desagüe taponado con pelos púbicos de todos los colores. En la encimera, al lado del lavabo, queda la huella perfectamente redonda del diafragma que alguien ha dejado allí, trazada con gelatina anticonceptiva y secreciones vaginales. En algunos vuelos hay huellas perfectamente redondas de dos o tres tamaños distintos.

Esta es la versión doméstica de los vuelos más largos, los vuelos transpacíficos o los que sobrevuelan el polo. Los vuelos de diez a dieciséis horas. Los vuelos directos de Los Ángeles a París. O de cualquier parte a Sydney.

En mi séptimo viaje a Los Ángeles, la yogui pelirroja recoge su falda del suelo y sale corriendo detrás de mí. Todavía abrochándose la cremallera de atrás, me sigue hasta mi asiento, se sienta a mi lado y me dice:

– Si lo que se proponía era herir mis sentimientos, podría usted dar lecciones.

Tiene un peinado reluciente como los de las telenovelas. Ahora tiene la blusa abrochada con un lazo enorme y desmadejado en la parte de delante, sujeto con un broche de joyería.

Yo vuelvo a decir:

– Lo siento.

Vamos hacia el oeste, estamos en algún lugar al norte- noroeste por encima de Atlanta.

– Escuche -dice-, trabajo demasiado duro para que me traten así, ¿me oye?

Yo digo:

– Lo siento.

– Viajo durante tres semanas de cada mes -dice-. Estoy pagando una casa que no veo nunca… Las colonias de fútbol para mis niños… Solamente el precio de la residencia donde tengo a mi padre es increíble. ¿No me merezco algo? No soy fea. Lo menos que puede hacer usted es no cerrarme la puerta en las narices.

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