Chuck Palahniuk - Asfixia

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Basada en una novela de Chuck Palahniuk (El club de la lucha), "Asfixia" narra la historia de Victor (Sam Rockwell) que para sufragar el caro tratamiento médico en un hospital privado de su madre (Anjelica Huston), se dedica a timar a la gente. Su trabajo diario es representar el papel de un miserable campesino del siglo XVIII en un parque temático de carácter histórico, mientras está tratando de recuperarse de su adicción al sexo.
Pero cuando su cada vez más débil madre insinúa poder revelar la identidad secreta de su perdido padre, Victor recobra la esperanza de encontrar finalmente las respuestas que ha estado buscando. Victor hace amistad con la joven doctora de su madre (Kelly McDonald), quien le lleva a creer que sus orígenes quizás puedan ser mucho más sorprendentemente divinos de lo que jamás pudo nunca haber imaginado.
Así, ¿es todavía Victor Mancini el perdedor sin honor que siempre ha creído que iba a ser durante el resto de su vida o es posible que sea una especie de loco salvador?

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Yo levanto un puño en dirección a él y digo:

– Espero que no te refieras a mí, tío.

Denny mira a Cherry Daiquiri sentada en la hierba y dice:

– Se llama Beth.

– No pienses ni por asomo que el municipio va a aceptar tu lógica a lo Primera Enmienda -digo.

Y le digo:

– En realidad no es tan atractiva como tú crees.

Denny se seca el sudor de la cara con el faldón de la camisa. Sus abdominales parecen una coraza ondulada. Dice:

– Tienes que ir a verla.

Ya la veo desde aquí.

– Me refiero a tu madre -me dice.

Ya no me reconoce. No me va a echar de menos.

– No es por ella -dice Denny-. Tienes que hacerlo para ti mismo.

Los brazos de Denny se llenan de sombras cuando se le flexionan los músculos. Se le han quedado pequeñas las mangas de su camiseta vieja. A sus brazos flacos parece haberles crecido el contorno. Sus hombros caídos se han ensanchado. Con cada fila de piedras que pone parece volverse más fuerte. Denny dice:

– ¿Quieres quedarte y comer comida china? -dice-. Pareces hecho polvo.

Le pregunto si está viviendo con esta tal Beth.

Le pregunto si la ha dejado embarazada o algo así.

Sosteniendo una piedra gris enorme con ambos brazos a la altura de la cintura, Denny se encoge de hombros. Hace un mes, entre los dos apenas podíamos levantar esa piedra.

Por si acaso lo necesita, le digo que he hecho funcionar el coche viejo de mi madre.

– Ve a ver cómo está tu madre -dice Denny-, Luego ven a ayudar.

Todo el mundo en el Dunsboro colonial te manda saludos, le digo.

Y Denny dice:

– No me mientas, tío. No soy yo el que necesita que lo animen.

35

Paso deprisa los mensajes del contestador de mi madre y me encuentro todo el tiempo la misma voz mortecina, apagada y comprensiva, diciendo: «Su estado se deteriora». Diciendo: «Crítico…». Diciendo: «Madre…». Diciendo: «Intervenir…».

Me limito a pulsar el botón de pasar deprisa.

En la estantería tengo a Collen Moore reservada para esta noche, sea quien sea. Está Constance Lloyd, sea quien sea. Está Judy Garland. Está Eva Braun. Está claro que lo que queda es la segunda división.

La voz del contestador automático se interrumpe y empieza de nuevo.

– … estado llamando a algunas de las clínicas de fertilidad que salen en el diario de su madre… -dice.

Es Paige Marshall.

Rebobino.

– Hola, soy la doctora Marshall -dice-. Necesito hablar con Victor Mancini. Por favor, dígale al señor Mancini que he estado llamando a algunas de las clínicas de fertilidad que salen en el diario de su madre y resulta que todas son auténticas. Incluso los médicos son reales -dice-. Lo más extraño es que se ponen muy nerviosos cuando les pregunto por Ida Mancini.

Dice:

– Esto parece ser algo más que una simple fantasía de la señora Mancini.

Una voz de fondo dice:

– ¿Paige?

Una voz de hombre.

– Escuche -dice ella-. Ha llegado mi marido, así que, ¿podría Victor Mancini pasar a verme, por favor, lo antes posible a Saint Anthony?

La voz del hombre dice:

– ¿Paige? ¿Qué estás haciendo? ¿Y por qué hablas en voz baja…?

La comunicación se corta.

36

Así pues, el sábado toca visitar a mi madre.

En el vestíbulo de Saint Anthony, le digo a la chica del mostrador de entrada que soy Victor Mancini y que he venido a ver a mi madre, Ida Mancini.

Le digo:

– A menos, claro, que se haya muerto.

La chica del mostrador de entrada me mira de esa forma, bajando la barbilla y mirándome como si lo sintiera mucho, pero mucho, por mí. Se trata de inclinar la cabeza de forma que tengas que mirar hacia arriba para ver a la persona que tienes delante. Esa mirada de sumisión. Acercando las cejas al cuero cabelludo cuando miras hacia arriba. Esa mirada de compasión infinita. Frunce la boca hacia abajo con la cara ceñuda y sabrás exactamente cómo me está mirando la chica del mostrador de entrada.

Y luego dice:

– Por supuesto que su madre sigue con nosotros.

Y yo digo:

– No me entienda mal, pero en cierta manera desearía que no fuera así.

Su cara se olvida durante un segundo de cuánto lo siente y sus labios se retraen para mostrar los dientes. La forma de hacer que la mayor parte de las mujeres dejen de mirarte a los ojos es pasarte la lengua por los labios. Si no apartan la mirada, va en serio, bingo.

Vaya al fondo, me dice, la señora Mancini sigue en el primer piso.

Es señorita, le digo. Mi madre no está casada, a menos que piense en mí de esa repulsiva forma edípica.

Le pregunto si está Paige Marshall.

– Por supuesto que está -dice la chica del mostrador de entrada, ahora con la cara ligeramente apartada, mirándome con el rabillo del ojo. La mirada de desconfianza.

Al otro lado de las puertas de seguridad, todas las viejas Irmas y Lavernes locas, todas las Violets y Olives inician su lenta migración de andadores y sillas de ruedas hacia mí. Todas las exhibicionistas crónicas, todas las abuelitas abandonadas y las ardillas con los bolsillos llenos de comida masticada, las que se han olvidado de cómo tragar y tienen los pulmones llenos de comida y bebida.

Todas sonriéndome. Mirando. Todas llevando esas pulseras de plástico que mantienen las puertas cerradas, pero a pesar de todo, si hay que juzgar por su aspecto, están mejor que yo.

En la sala de estar común, el olor a rosas, limones y pino. El mundo pequeño y ruidoso que suplica atención desde dentro de la televisión. Los puzzles desperdigados. Nadie ha trasladado todavía a mi madre a la tercera planta, la planta de la muerte, y en su habitación me encuentro a Paige Marshall sentada en una silla abatible de tweed, leyendo con las gafas puestas las hojas que lleva en el sujetapapeles. Cuando me ve, me dice:

– Mírese -dice-. Su madre no es la única que necesita una sonda de estómago.

Le digo que ya he entendido el mensaje.

Mi madre sí que está. Está en la cama. Durmiendo. Su estómago es un montículo inflado debajo de las sábanas. Los huesos son lo único que le queda en los brazos y las piernas. Tiene la cabeza hundida en la almohada y los ojos cerrados con fuerza. Las comisuras de la boca se le hinchan cuando aprieta los dientes durante un instante y frunce la cara entera para tragar saliva.

Se le abren los ojos y extiende los dedos de color gris verdoso hacia mí con un movimiento extraño, como si estuviera bajo el agua, una especie de brazada de natación a cámara lenta, temblando igual que tiembla la luz en el fondo de una piscina cuando eres pequeño y te quedas a pasar la noche en un motel de carretera. Con la pulsera de plástico colgando de la muñeca, me dice:

– Fred.

Traga saliva una vez más, con la cara entera contraída por el esfuerzo, y dice:

– Fred Hastings.

Su mirada se desvía a un lado y sonríe en dirección a Paige:

– Tammy -dice-, Fred y Tammy Hastings.

Su antiguo abogado defensor y esposa.

Me he dejado en casa mis apuntes para ser Fred Hastings. No me acuerdo de si tengo un Ford o un Dodge. De cuántos niños se supone que tengo. Ni de qué color pintamos finalmente el comedor. No me acuerdo de un solo detalle acerca de cómo se supone que vivo la vida.

Me acerco a Paige, que sigue sentada en la silla abatible, le pongo una mano en el hombro de la bata y le digo a mi madre:

– ¿Cómo se siente, señora Mancini?

Mi madre levanta su mano espantosa de color gris verdoso y la balancea de un lado a otro, lo cual en el lenguaje internacional de signos quiere decir «Así, así». Luego cierra los ojos, sonríe y dice:

– Confiaba en que fueras Victor.

Paige se quita de encima mi mano con un movimiento del hombro.

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