Le grito al contestador que sí, que claro. Que trasladen a esa zorra chiflada al piso de arriba. Que la pongan cómoda, pero que no voy a pagar ninguna medida heroica. Sondas de estómago. Respiradores. Sé que podría reaccionar de una forma más amable, pero la suavidad con que me habla la administradora, la sordina de su voz. La forma en que asume que soy una persona agradable.
Le digo a su dulce vocecilla grabada que no me vuelva a llamar hasta que la señora Mancini esté bien muerta.
A menos que esté estafándolos para conseguir dinero, prefiero que la gente me odie a que me compadezca.
Oigo el mensaje y no me siento furioso. Ni triste. Ya solamente puedo sentirme cachondo.
Y los miércoles quieren decir Nico.
En el lavabo de mujeres, con el puño acolchado de su hueso púbico aporreándome la nariz, Nico se restriega contra mi cara y me la pringa. Durante dos horas, Nico mantiene sus dedos entrelazados detrás de mi cabeza y hunde mi cara en su interior hasta que me asfixio con su vello público.
Cuando lamo sus labios menores, estoy recorriendo con la lengua los pliegues de la oreja de la doctora Marshall. Respiro con la nariz y extiendo la lengua hacia la salvación.
El martes toca en primer lugar Virginia Woolf. Luego Anaïs Nin. Luego hay el tiempo justo para una sesión con Sacajawea antes de que se haga de día y me tenga que ir a trabajar a 1734.
En el tiempo que me queda, voy apuntando mi pasado en un cuaderno. En eso consiste el cuarto paso de mi terapia, en mi inventario moral completo y sin miedo.
Los viernes quieren decir Tanya.
Para el viernes ya no quedan piedras en casa de mi madre.
Tanya viene a casa y Tanya quiere decir sexo anal.
La magia de hacerlo por el culo es que siempre la encuentro prieta como una virgen. Y Tanya trae juguetes. Cuentas y barras y sondas, todas oliendo a lejía, que transporta de tapadillo en una bolsa de cuero negro que guarda en el maletero. Tanya se trabaja mi rabo con una mano y con la boca mientras me aprieta la primera bola de una larga ristra de bolas de goma rojas y grasientas contra el ojete.
Cierro los ojos e intento estar lo bastante relajado.
Inspire. Y espire.
Piense en el mono y en los cacahuetes.
Lento y suave, inspire y espire.
Tanya retuerce la primera bola contra mi ojete y yo le digo:
– Si empezara a resultar pesado me lo dirías, ¿verdad?
Y la primera bola entra.
– ¿Por qué la gente no me cree -digo- cuando les digo que todo me da igual?
Y la segunda bola entra.
– Nunca más nadie me va a hacer daño -le digo.
Algo más entra en mí.
Sin dejar de comerme el rabo, Tanya cierra la mano en torno a la cuerda y estira.
Imagina a una mujer sacándote las tripas de un tirón.
Véase también: mi madre agonizante.
Véase también: la doctora Paige Marshall.
Tanya da otro tirón y me corro. Los soldaditos blancos se estrellan contra el papel de la pared del dormitorio junto a su cara. Ella da otro tirón y mi rabo ya no suelta nada, pero sigue jadeando.
Y mientras me corro en seco, le digo:
– Joder. En serio, he notado eso.
¿Qué NO haría Jesucristo?
Inclinado hacia delante con las manos abiertas apoyadas en la pared y las rodillas temblando un poco, le digo:
– Tranqui, ¿vale? -le digo a Tanya-. No estás arrancando una cortadora de césped.
Y Tanya se arrodilla a mi lado, mirando las bolas grasientas y apestosas que hay en el suelo, y dice:
– Oh, tío. -Levanta la ristra de bolas de goma roja para enseñármela y dice-: Se supone que hay diez.
Solamente hay ocho y lo que parece un trozo de cuerda vacía.
Me duele tanto el culo que me toco con el dedo y luego me miro los dedos en busca de sangre. Ahora mismo me duele tanto que es asombroso que no haya sangre por todas partes.
Con los dientes rechinando, le digo:
– Ha sido divertido, ¿no?
Y Tanya dice:
– Necesito que me firmes el impreso de salida para poder volver a la cárcel. -Mete la ristra de bolas en la bolsa negra y dice-: Vas a tener que pasar por urgencias.
Véase también: atasco de colon.
Véase también: bloqueo intestinal.
Véase también: dolores, fiebre, shock séptico, paro cardíaco.
Hace cinco días de la última vez que recuerdo haber sentido bastante hambre para comer. No me he sentido cansado. Ni preocupado ni furioso ni con miedo ni sediento. Si el aire de aquí dentro huele mal no me doy cuenta. Solamente sé que es viernes porque ha venido Tanya.
Paige y su hilo dental. Tanya y sus juguetes. Gwen y su palabra de seguridad. Todas estas mujeres tirando de mí como de una marioneta.
– No, en serio -le digo a Tanya. Firmo el impreso, debajo de «Avalador», y le digo-: En serio, no me pasa nada. No siento que se me haya quedado nada dentro.
Tanya coge el impreso y dice:
– No me lo puedo creer.
Lo gracioso es que yo tampoco estoy seguro de creérmelo.
Como no tengo seguro ni permiso de conducir, llamo a un taxi para que venga a ayudarme a arrancar el viejo coche de mi madre. En la radio explican dónde se puede encontrar atascos: ha habido un accidente de dos coches en la carretera de circunvalación y hay un camión con remolque averiado en la autopista que va al aeropuerto. Después de llenar el depósito de gasolina, encuentro un accidente y me pongo en la cola de coches. Solamente para sentir que formo parte de algo.
Sentado en medio del atasco, mi corazón late a un ritmo regular. No estoy solo. Atrapado aquí, puedo ser una persona normal que va a reunirse con una esposa, unos hijos y una casa. Puedo fingir que mi vida es algo más que esperar al siguiente desastre. Que puedo funcionar. De la misma forma que los niños juegan a tener una casa, yo puedo jugar a que hago mi viaje diario del trabajo a casa.
Después del trabajo voy a visitar a Denny al solar vacío donde ha dejado todas sus piedras, al viejo solar de las Casas Unifamiliares Mennington Country donde ha ido juntando filas de piedras con argamasa hasta tener un muro, y le digo:
– Eh.
Y Denny dice:
– Tío.
Denny dice:
– ¿Qué tal tu madre?
Le digo que me da igual.
Denny usa la paleta para colocar una capa de barro gris y arenoso encima de la fila superior de piedras. Con la punta metálica de la paleta remueve la argamasa hasta que está igualada. Usa un palo para pulir las junturas entre las piedras que ya ha colocado.
Hay una chica sentada bajo un manzano lo bastante cerca de nosotros como para ver que es Cherry Daiquiri, la del club de striptease. Está sentada encima de una manta, sacando paquetes blancos de comida para llevar de una bolsa de la compra marrón y abriéndolos.
Denny empieza a colocar piedras sobre la nueva capa de mortero.
Le digo:
– ¿Qué estás construyendo?
Denny se encoge de hombros. Hace girar una piedra cuadrada y marrón para hundirla más profundamente en la argamasa. Dando golpecitos con la paleta, coloca argamasa entre dos piedras. Está ensamblando toda su generación de bebés para formar algo más grande.
Y Denny dice:
– ¿Cómo dices?
Mueve unas cuantas piedras con el pie hasta encontrar la mejor y la coloca en su sitio. No hace falta licencia para pintar un cuadro, dice. No necesitas un expediente para proyectar un libro. Hay libros que hacen más daño del que él podría hacer nunca. No hace falta que tus poemas pasen una inspección. Existe una cosa llamada libertad de expresión.
Denny dice:
– No hace falta licencia para tener un bebé. Entonces, ¿por qué hay que comprar una licencia para construir una casa?
Y yo digo:
– ¿Y qué pasa si construyes una casa fea y peligrosa?
Y Denny dice:
– Bueno, ¿y qué pasa si crías a un niño peligroso y agilipollado?
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