Dan Chaon
Me recuerdas a mí
Traducción de Juan José Llanos Collado
Título original: You Remind Me of Me
© Dan Chaon, 2004
a mis hijos,
dos buenos hermanos;
y a mi esposa,
Sheila:
siempre, todo.
Quiero dar las gracias a: Noah Lukeman, Elisabeth Dyssegaard, Steve, Lattimore, Tom Barbash, Sheri Mount, Gilly Hailparn, Marie Coolman, Martha Collins, Sylvia Watanabe, Michael Byers, John Martin, Brian Bouldrey, Peggy McNally, Scott McNulty, Heather Bentoske.
Jonah estuvo muerto durante un corto espacio de tiempo hasta que los asistentes sanitarios lo devolvieron a la vida. Nunca habla de ello, pero en ocasiones lo recuerda y se descubre pensando que quizá ese fuera el acontecimiento esencial del resto de su vida, quizá fuera lo que puso en movimiento su futuro. Piensa en el recio reloj de cuco del salón de su abuelo, el tañido resonante de las pesas y el disonante rasgueo de guitarra de los muelles al abrirse la pequeña puerta y asomarse el pajarito; piensa en su corazón, que se había detenido cuando llegaron hasta él y se puso en marcha con una repentina sacudida, sin que nadie supiera la razón, sencillamente arrancó de nuevo en el momento preciso en el que se disponían a declararlo muerto.
Sucedió a finales de marzo de 1977 en Dakota del Sur, escasos días después de su sexto cumpleaños.
Si su memoria fuese una película, la cámara empezaría en lo alto. En una película, piensa, se vería la casita de su abuelo desde arriba, se vería el autobús escolar amarillo al detenerse al borde del extenso sendero de gravilla. Jonah había asistido a la escuela ese día. Había aprendido algo, tal vez varias cosas, y volvió a casa en el autobús escolar. Tenía papeles en la mochila de tela, caligrafía y tablas de sumas y restas que la profesora había calificado pulcramente con tinta roja, así como una ilustración de un huevo de Pascua que había coloreado para su madre. Estaba sentado en un asiento de vinilo verde próximo a la parte delantera del autobús y no advirtió siquiera que este se había detenido, pues estaba absorto en un orificio que alguien había horadado en el asiento con una navaja; miraba detenidamente en su interior, en las entrañas del asiento, confeccionadas con muelles metálicos y paja blanca y gruesa.
El día era bastante soleado y la nieve se había derretido en buena parte. El humo del tubo de escape del autobús se entremezclaba con el destello de las luces de emergencia, y la silenciosa conductora del autobús hizo que las puertas se plegaran ante él. No le gustaban los demás niños del autobús y tenía la impresión de que el sentimiento era recíproco. Percibió sus rostros vigilantes mientras descendía los escalones del autobús para plantarse en la cuneta esponjosa y embarrada.
Pero en la película eso no se vería. En la película se lo vería solo a él al salir del autobús: un niño que corría arrastrando la mochila por la gravilla húmeda, con un gorro rojo y una raída chaqueta de color azul celeste, mientras hacía rechinar las piedras bajo sus botas y producía un sonido rítmico y agradable. Y el espectador estaría situado por encima de todo ello como si fuera un pájaro: el extenso sendero de gravilla que conducía desde el buzón hasta la casa, las malezas de la cuneta, los postes telefónicos, las verjas de alambre de espino y los rieles del ferrocarril. El horizonte, una extensa planicie de polvo y viento.
La casa del abuelo de Jonah se encontraba a escasos kilómetros del pueblecito de Little Bow, donde Jonah asistía a la escuela. Se trataba de una modesta casa de labranza de color mostaza situada junto a un álamo, con un cerezo virginiano pegado a la fachada. Esos eran los únicos árboles visibles, y la propiedad de su abuelo era la única casa. De tanto en tanto pasaba un tren sobre las vías que discurrían en paralelo a la casa. Entonces las ventanas bordoneaban como el diapasón que la profesora les había mostrado en la escuela. «Esta es la sensación que produce el sonido», les había explicado la profesora, y les había permitido acercar los dedos a los vibrantes extremos.
A veces todo se le antojaba muy pequeño a Jonah. En el centro del austero patio trasero de su abuelo, un envase vacío de medio litro de nata era la casa y una hilera de cochecitos unidos con cinta adhesiva transparente era el tren. Ignoraba por qué le gustaba tanto ese juego, pero recordaba que jugaba sin cesar, imaginándose con su madre, su abuelo y la perra de este, Elizabeth , en el interior del pequeño recipiente, mientras otra parte de sí mismo se inclinaba sobre ellos como un gigante o una nube de tormenta, empujando lentamente el tren improvisado.
Ese día no llamó a su abuelo al entrar en casa. La puerta se cerró de golpe; los muebles descansaban en silencio. Debido al rumor de la televisión procedente de su dormitorio, sabía que su abuelo estaba allí, sesteando en aquella exigua habitación sin ventanas, que era una extensión de la casa y apenas tenía las dimensiones suficientes para albergar la cama de su abuelo, un vestidor, una televisión pequeña y una lámpara rodeada de volutas de humo de cigarrillo. El abuelo estaba incorporado sobre unas almohadas, bebiendo cerveza; se había echado sobre la cintura una manta vieja con bolitas de algodón cuyos sedosos extremos estaban deshilachados, y había apoyado un cenicero sobre ella. Estaba cansado. El abuelo trabajaba de conserje, iba a trabajar de madrugada, antes de que amaneciera. A veces, cuando Jonah volvía a casa de la escuela, el abuelo salía de su habitación y le contaba historias, o chistes, o se quejaba de las cosas, del cansancio o de la madre de Jonah («¿Qué le pasa ahora? ¿Has hecho algo para que se enfade? ¡Yo no le he hecho nada!»), y maldecía a la gente que no le caía bien, la gente que lo había engañado, o quizá sonreía y llamaba a Elizabeth , «Nenita, nenita, ¿qué haces ahí? ¿A que quieres un poco de fiambre?» y Elizabeth acudía chasqueando las uñas contra el suelo, con el rabo cercenado que casi vibraba cuando lo meneaba y los ojos llenos de amor cuando el abuelo de Jonah le canturreaba.
Pero el abuelo no salió de su habitación ese día y Jonah soltó la mochila en el suelo de la cocina. Olía a humo, a huevos fritos y a la comida pasada del refrigerador. Había platos sucios en el fregadero. La puerta del abuelo estaba entrecerrada y Jonah se sentó un rato ante la mesa de cocina y comió cereales.
Su madre estaba en el trabajo. Ignoraba si la echaba de menos, pero pensó en ella mientras estaba sentado en la apacible cocina. Trabajaba en un lugar llamado Granja Armonía, «empaquetando huevos», según decía, y su tono evocaba oscuros laberintos con hileras de nidos y una procesión de obreras tristes y sucias que recorrían lentamente aquellos pasadizos.
No hablaba de ello cuando llegaba a casa. A menudo no decía una sola palabra, no quería que la tocasen y les preparaba la cena, pero se negaba a comer. Iba a su habitación para oír discos antiguos que tenía desde que estaba en la escuela secundaria, con los ojos abiertos y las manos debajo de la mejilla en ademán de orante, con su largo cabello extendido sobre la almohada tras ella.
Jonah podía quedarse allí mucho tiempo, observándola desde la entrada sin que ella se moviera. La aguja del fonógrafo palpitaba como si fuera un coche suave en la espiral del surco del disco y los ojos de su madre parecían apercibirse de la música más que de ninguna otra cosa, pues parpadeaba cuando se producía una pausa o un acento.
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