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Chuck Palahniuk: Nana

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Chuck Palahniuk Nana

Nana: краткое содержание, описание и аннотация

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A Carl Streator, periodista de mediana edad, le han encargado que escriba una serie de artículos sobre la muerte súbita infantil, un tema que le resulta familiar pues él mismo perdió a su hijo en circunstancias extrañas. En el transcurso de la investigación descubre que en todas las casas donde ha muerto un bebé (o un niño, o un adulto) hay un ejemplar del mismo libro: una antología de poemas africanos que contiene una nana letal. Esta canción mata a aquel que la escucha; de hecho, su poder es tal que ni siquiera es necesario recitarla, con tan solo memorizarla y odiar a alguien intensamente, cae fulminado. Helen Hoover Boyle, agente inmobiliaria especializada en vender casas encantadas, también tenía un hijo que murió en circunstancias similares al de Streator. El periodista y la agente inmobiliaria emprenderán, acompañados por la secretaria de Helen, Mona, aficionada al esoterismo, y el novio de esta, Oyster, un ecologista ultrarradical, un viaje por carretera con el fin de destruir todos los ejemplares del libro y encontrar el grimorio original del que procede el hechizo. Con Nana damos la bienvenida a una nueva familia nuclear, un grupo disfuncional hasta extremos arrebantes. Y a una hilarante alegoría sobre la información y el poder.

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– Ajá -dice-. ¿Qué quieres decir con que no están viviendo en ella?

Desde unas ventanas altas de arco se ve una terraza de piedra. Más allá, un jardín veteado con las líneas de la cortadora de césped, y al fondo una piscina.

Le dice al teléfono:

– No te gastas un millón doscientos mil en una casa para no vivir en ella. -Su voz suena estridente y brusca en estas habitaciones sin muebles ni alfombras.

Uno sesenta y cinco. Cuarenta y cinco kilos. Es difícil aventurar su edad. Está tan delgada que o bien se está muriendo o bien es rica. Su traje chaqueta es de una especie de tela de sofá con bultitos y con los rebordes trenzados en blanco. Es de color rosa pero no de color gamba. Se parece más al color del paté de gambas servido sobre una galleta salada con un poquito de perejil y una puntita de caviar. La chaqueta es entallada en la cinturita y cuadrada en los hombros. La falda es corta y ceñida.

Lleva ropa de muñeca.

– No -dice-. El señor Streator está aquí conmigo. -Levanta las cejas dibujadas con lápiz y me mira-, ¿Si le estoy haciendo perder el tiempo? -dice-. Espero que no.

Sonriendo, le dice al teléfono:

– Bien. Está diciendo que no con la cabeza.

Me pregunto qué es lo que le ha hecho decir que soy «de mediana edad».

Para ser honesto, le digo, no estoy interesado en comprar una casa.

Tapa el teléfono con dos uñas de color rosa, se inclina hacia mí y articula en silencio las palabras «Un momento, por favor».

La verdad, le digo, es que he sacado su nombre de unas fichas de la oficina del juez de instrucción del condado. La verdad es que he estado estudiando las fichas forenses de todas las muertes en la cuna que han tenido lugar en esta zona durante los últimos veinticinco años.

Y sin dejar de escuchar el teléfono, sin mirarme, me pone sobre la solapa las uñas de color rosa de la mano libre y las deja allí, empujando solamente un poco. Y le dice al teléfono:

– Entonces, ¿qué problema hay? ¿Por qué no están viviendo en ella?

A juzgar por su mano, vista de cerca, debe de tener treinta y muchos o cuarenta y pocos. Con todo, es demasiado joven para tener ese aspecto disecado que pasa por belleza a partir de cierta edad y nivel de ingresos. Su piel ya parece haber sido exfoliada, depilada, restregada, hidratada y maquillada hasta hacerla parecer un mueble remozado. Retapizado en rosa. Restaurado. Renovado.

Le grita al teléfono móvil:

– ¡Estás de broma! ¡Claro que sé lo que es una demolición! -Y dice-: ¡Se trata de una casa histórica!

Levanta los hombros, hasta pegarlos a ambos lados del cuello, y los deja caer. Separa la cara del teléfono y suspira con los ojos cerrados.

Permanece a la escucha, con los zapatos de color rosa y las piernas blancas reflejadas del revés en el suelo de madera oscura. Pueden verse las sombras del interior de su falda reflejadas en las profundidades de la madera.

Se tapa la frente con la mano libre y dice:

– Mona. -Y dice-: No podemos permitirnos perder ese derecho de venta. Si construyen otra casa allí, lo más probable es que nunca vuelva a estar en venta.

Luego vuelve a escuchar.

Y me pregunto desde cuándo no se puede llevar corbata azul con una chaqueta marrón.

Bajo la cabeza para encontrar su mirada y digo: ¿Señora Boyle? Le digo que necesito verla en privado, fuera de su oficina. Para hablarle de cierta historia que estoy investigando.

Pero ella hace un gesto con los dedos en mi dirección. Un segundo más tarde, va hasta una de las chimeneas y se apoya en ella, apuntala la mano libre en la repisa y susurra:

– Cuando la bola de demolición se balancee por el aire, lo más probable es que los vecinos vitoreen.

Un amplio umbral comunica esta habitación con otra habitación blanca con el suelo de madera y un techo complejamente labrado y pintado de blanco. En la dirección contraria, un umbral da a una habitación revestida de estanterías blancas y vacías.

– Tal vez podríamos iniciar una protesta -dice-. Podríamos mandar cartas a los periódicos.

Yo le digo que soy de la prensa.

Su perfume huele a cuero de asientos de coche y a rosas mustias y a revestimiento de muebles de cedro.

Y Helen Hoover Boyle dice:

– Espera, Mona.

Se me acerca y dice:

– ¿Qué estaba diciendo, señor Streator? -Pestañea una vez, dos veces, deprisa. A la espera. Tiene los ojos azules.

Que soy reportero, de la prensa.

– La casa de Exeter Drive es una casa preciosa e histórica que alguna gente quiere demoler -dice, tapando el auricular con una mano-. Siete dormitorios, seiscientos metros cuadrados. Con paneles de madera de cerezo en todo el primer piso.

El silencio en la habitación hace que se pueda oír una vocecita saliendo del teléfono que pregunta:

– ¿Helen?

Ella cierra los ojos y dice:

– Se construyó en mil novecientos treinta y cinco. -Inclina la cabeza hacia atrás-. Tiene calefacción de suelo radiante, dos coma ocho acres, tejado de tejas…

Y la vocecita dice:

– ¿Helen?

– Sala de juegos -dice-. Bar, gimnasio…

El problema es que no tengo mucho tiempo. Lo único que necesito saber, le digo, es si alguna vez tuvo un hijo.

– Antecocina -dice-. Cámara frigorífica…

Le pregunto si su hijo murió de muerte súbita en la cuna hace unos veinte años.

Ella pestañea una vez, dos, y dice:

– ¿Cómo dice?

Necesito saber si le leía a su hijo en voz alta. Se llamaba Patrick. Tengo que encontrar todos los ejemplares existentes de cierto libro.

Helen Boyle sostiene el teléfono entre la oreja y la hombrera de la chaqueta, abre su bolso de color rosa y blanco y saca un par de guantes blancos. Flexiona los dedos para introducirlos en los guantes y dice:

– ¿Mona?

Necesito saber si tal vez ella sigue teniendo un ejemplar de ese libro. Lo siento, pero no puedo decirle por qué. Ella dice:

– Me temo que el señor Streator no puede ayudarnos.

Necesito saber si a su hijo le hicieron autopsia. Me sonríe. Luego articula con los labios las palabras «Fuera de aquí».

Levanto las dos manos, con las palmas abiertas en su dirección, y ella empieza a retroceder.

Solamente necesito asegurarme de que se destruyen todos los ejemplares de ese libro.

Y ella dice:

– Mona, por favor, llama a la policía.

6

En las muertes en la cuna, el procedimiento estándar es asegurarles a los padres que no han hecho nada malo. Que los bebés no se asfixian por culpa de las mantas. En el Journal of Pediatrics, en un estudio publicado en 1945 con el título «Asfixia mecánica durante la primera infancia», los investigadores demostraron que un bebé nunca se puede asfixiar con la ropa de cama. Incluso el bebé más pequeño, colocado boca abajo sobre una alfombra o un colchón, es capaz de darse la vuelta para respirar. Ni siquiera si el niño está un poco resfriado hay pruebas de que eso se pueda relacionar con la muerte. No hay pruebas que relacionen las vacunas DFT -difteria, tos ferina, tétanos- con la muerte súbita. Aunque el niño hubiera ido al médico unas pocas horas antes, podría morir de todos modos.

Los gatos no se sientan encima de los niños y les roban la vida.

Solamente sabemos que no sabemos nada.

Nash, el enfermero, me enseña los hematomas purpúreos y rojos que tienen los niños, el livor mortis, en las partes inferiores del cuerpo donde se acumula la hemoglobina. La espuma sanguinolenta que les sale de la nariz y la boca es lo que los forenses llaman purga de fluidos, una parte natural de la descomposición. La gente que busca desesperadamente una respuesta mira el livor mortis y la purga de fluidos, o incluso a los sarpullidos que causan los pañales, y da por sentado que son abusos infantiles.

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