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Chuck Palahniuk: Nana

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Chuck Palahniuk Nana

Nana: краткое содержание, описание и аннотация

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A Carl Streator, periodista de mediana edad, le han encargado que escriba una serie de artículos sobre la muerte súbita infantil, un tema que le resulta familiar pues él mismo perdió a su hijo en circunstancias extrañas. En el transcurso de la investigación descubre que en todas las casas donde ha muerto un bebé (o un niño, o un adulto) hay un ejemplar del mismo libro: una antología de poemas africanos que contiene una nana letal. Esta canción mata a aquel que la escucha; de hecho, su poder es tal que ni siquiera es necesario recitarla, con tan solo memorizarla y odiar a alguien intensamente, cae fulminado. Helen Hoover Boyle, agente inmobiliaria especializada en vender casas encantadas, también tenía un hijo que murió en circunstancias similares al de Streator. El periodista y la agente inmobiliaria emprenderán, acompañados por la secretaria de Helen, Mona, aficionada al esoterismo, y el novio de esta, Oyster, un ecologista ultrarradical, un viaje por carretera con el fin de destruir todos los ejemplares del libro y encontrar el grimorio original del que procede el hechizo. Con Nana damos la bienvenida a una nueva familia nuclear, un grupo disfuncional hasta extremos arrebantes. Y a una hilarante alegoría sobre la información y el poder.

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A la gente que amas les puedes hacer cosas peores que matarlos. Lo normal es quedarse mirando cómo el mundo lo hace por ti. Solamente tienes que leer un periódico.

La música y las risas te consumen los pensamientos. El ruido los ahoga. Todos los sonidos distraen. Te duele la cabeza de respirar pegamento.

Ya nadie es dueño de su mente. Concentrarse es imposible. No se puede pensar. Siempre hay ruido royendo. Cantantes gritando. Gente muerta riéndose. Actores llorando. Todas esas pequeñas dosis de emociones.

Siempre hay alguien rociando el aire con su estado de ánimo.

Retransmitiendo su dolor o su alegría o su rabia por todo el vecindario con el equipo de música del coche.

Instalé cincuenta y siete ventanas al revés en una mansión estilo colonial holandés. En un castillo estilo Tudor de doce dormitorios, pegué los canalones de bajada en la parte equivocada del tejado y lo derretí todo al intentar arreglarlo con un disolvente químico.

Esto no es nada nuevo.

Los expertos en cultura griega antigua dicen que la gente de aquella época no creía que sus pensamientos les pertenecieran. Cuando los griegos de la Antigüedad tenían una idea, creían que un dios o una diosa les estaba dando una orden. Apolo les estaba diciendo que fueran valientes. Atenea les estaba diciendo que se enamoraran.

Ahora la gente oye un anuncio de patatas fritas con sabor a crema agria y salen corriendo a comprarlas, pero a eso lo llaman su libre albedrío.

Por lo menos, los griegos de la Antigüedad eran sinceros.

La verdad es que, incluso si les lees algo a tu mujer y tu hijo una noche. Si les lees una nana. Y a la mañana siguiente te despiertas pero tu familia no. Te quedas en la cama, encogido al lado de tu mujer. Tu mujer sigue caliente pero no respira. Tu hija no llora. La casa ya está llena del estruendo del tráfico y de las conversaciones de la radio y del ruido del vapor que golpetea en las tuberías dentro de las paredes. La verdad es que te puedes olvidar de ello, incluso ese mismo día, aunque solamente sea durante el momento que tardas en hacerte el nudo de la corbata.

Yo lo sé. Es mi vida.

Puedes mudarte, pero eso no basta. Adoptas un hobby. Te sepultas a ti mismo en trabajo. Cambias de nombre. Improvisas. Pones el caos en orden. Lo haces cada vez que el pie se te cura lo bastante. Organizas todos los detalles.

No es lo que un psicólogo aconsejaría, pero funciona.

Luego pegas las puertas a las paredes. Pegas las paredes a los cimientos. Juntas con las pinzas todos los pedacitos de la chimenea y esperas a que se seque el pegamento del tejado. Cuelgas los canalones diminutos. Todos los detalles con exactitud. Colocas las buhardillitas. Cuelgas las persianas. Le pones el marco al porche. Siembras la hierba. Plantas los árboles.

Inhalas el olor a naranjas y pegamento. El olor a laca del pelo. Te pierdes en cada uno de los detallitos. Pegas un hilo de hiedra en un costado de la chimenea. Tienes los dedos enredados con hilos de pegamento, las yemas de los dedos costrosas y pegadas entre sí.

Te dices a ti mismo que el ruido es lo que define el silencio. Sin ruido, el silencio no sería precioso. El ruido es la excepción. Piensas en el espacio exterior, en ese frío y ese silencio increíbles donde están esperando tu mujer y tu hijo. Solamente el silencio, no el cielo, sería una recompensa suficiente.

Plantas flores con las pinzas alrededor de la base de la casa.

Tienes la espalda y el cuello encorvados sobre la mesa. El culo prieto, la espina dorsal doblada y arqueada en la base del cráneo dolorida.

Pegas la diminuta esterilla que dice «Bienvenidos» frente a la puerta principal. Cuelgas las lucecitas fuera. Pegas el buzón al lado de la puerta. Pegas las botellitas realmente minúsculas de leche en el porche. El periodiquito doblado.

Cuando todo está perfecto, exacto, meticuloso, deben de ser las tres o las cuatro de la mañana, porque ya no hay ruidos. El suelo, el techo y las paredes están en silencio. El compresor de la nevera se apaga y puedes oír cómo zumban los filamentos de las bombillas. Una polilla golpea la ventana de la cocina. Puedes ver el vapor de tu aliento de tanto frío como hace en la habitación.

Pones las pilas en su sitio, pulsas un pequeño interruptor y las ventanitas se iluminan. Dejas la casa en el suelo y apagas la luz de la cocina.

Te quedas de pie junto a la casa en la oscuridad. Vista así tiene un aspecto perfecto. Perfecto y seguro y feliz. Una bonita casa de ladrillo rojo. La luz que sale por las ventanitas ilumina la hierba y los árboles. Las cortinas brillan, amarillas en el cuarto del bebé. Azules en tu dormitorio.

El truco para olvidar la situación general es mirar las cosas muy de cerca.

La manera más fácil de cerrar una puerta es sepultarte a ti mismo en los detalles.

Así es como nos debe de ver Dios.

Como si todo fuera bien.

Luego te quitas el zapato y das un pisotón con el pie descalzo. Das un pisotón bien fuerte y luego otro. No importa cuánto te duelan el plástico duro, la madera y el cristal, sigue pisando hasta que el vecino de abajo empiece a dar puñetazos en el techo.

4

La segunda muerte en la cuna que me encargan es en un bloque de cemento de pisos de protección oficial en los límites del centro. El niño muerto estaba sentado en una trona con la espalda encorvada hacia delante a media tarde mientras la niñera lloraba en el dormitorio. La trona estaba en la cocina. Había un montón de platos sucios en el fregadero.

En la redacción, Duncan, mi redactor jefe, me pregunta:

– ¿El fregadero es de una o de dos picas?

Otro detalle sobre Duncan es que escupe cuando habla.

Dos picas, le digo. De acero inoxidable. Grifos distintos para el agua fría y caliente, con mangos de porcelana estilo pistola. Sin pitorro para rociar.

Y Duncan dice:

– ¿Qué modelo de nevera?

Una Amana, le digo.

– ¿Tienen algún calendario? -Las gotitas de saliva de Duncan me salpican la mano, el brazo y un lado de la cara.

El calendario reproducía la pintura de un viejo molino de piedra de Nueva Inglaterra, le digo. Uno de esos molinos de agua. Enviado por una agencia de seguros. Tenía apuntada la siguiente visita del niño al pediatra. Y la fecha de los exámenes de repesca del instituto de la madre. Tengo apuntadas todas esas fechas y horas y el nombre del pediatra.

Y Duncan dice:

– Joder, eres bueno.

Su saliva se me está secando en la piel y en los labios.

El suelo de la cocina era de linóleo gris. Las encimeras eran de color rosa y tenían quemaduras de cigarrillo negras en los bordes. En la encimera de al lado del fregadero había un libro de la biblioteca. Poemas y rimas del mundo entero.

El libro estaba cerrado, y cuando lo apoyé sobre el lomo, cuando lo dejé que se abriera solo, confiando en que me mostrara hasta dónde el lector había forzado la encuadernación, el libro se abrió por la página 27. Hice una marca con lápiz en el margen.

Mi redactor jefe cierra un ojo e inclina la cabeza en mi dirección:

– ¿Qué clase de comida -dice- se había secado en los platos?

Espaguetis, le digo. Con salsa de lata. De esa con extra de champiñones y ajo. Hice un inventario de la basura del cubo que había debajo del fregadero.

Doscientos miligramos de sal por plato. Ciento cincuenta calorías en grasas. No sé qué esperaba encontrar, pero igual que todo el mundo en el escenario, consideraba que valía la pena buscar pautas recurrentes.

Duncan dice:

– ¿Ves esto?

Y me pasa las galeradas de una de las páginas de la sección de restaurantes de hoy. Por encima del pliegue hay un anuncio. De tres columnas de ancho por seis pulgadas de alto. La primera línea dice:

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