La risa de los muertos se filtra por todas las paredes.
Hoy en día, esto es lo que te venden como hogar, dulce hogar.
Este asedio de ruidos.
Después del trabajo, hice una sola parada. El hombre de detrás del mostrador levantó la vista cuando entré cojeando en la tienda. Sin quitarme la vista de encima metió la mano debajo del mostrador, sacó algo envuelto en papel marrón Y dijo:
– Con bolsa doble. Creo que este le va a gustar. -Lo puso encima del mostrador y le dio unos golpecitos con la mano.
El paquete era del tamaño de media caja de zapatos. Pesaba menos que una lata de atún.
Pulsó uno, dos y tres botones de la máquina registradora y la ventanita del precio indicó ciento cuarenta y nueve dólares. Luego me dijo:
– Para que no tenga que preocuparse, he cerrado bien las bolsas con cinta aislante.
Por si acaso llovía, metió el paquete en una bolsa de plástico y me dijo:
– Hágamelo saber si falta algo. -Y dijo-: No parece que ese pie esté mejorando.
El paquete estuvo traqueteando durante todo el camino de vuelta. El papel marrón me resbalaba y se me arrugaba debajo del brazo. Cada vez que yo daba un paso renqueante, lo que había dentro se movía ruidosamente de un lado a otro del paquete.
A través del techo de mi apartamento se oye música acelerada. Llegan murmullos de pánico del otro lado de las paredes. O bien una momia maldita del antiguo Egipto ha vuelto a la vida y está matando a los vecinos de al lado o bien están viendo una película.
Debajo del suelo, hay alguien gritando, un perro ladrando, puertas cerrándose de golpe y los gritos de subastador de una canción.
Entro en el baño y apago la luz. Para no ver lo que hay dentro de la bolsa. Para no saber cómo va a ser. En la oscuridad y la estrechez del baño tapo la rendija que queda debajo de la puerta con una toalla. Con el paquete en el regazo me siento en el retrete y escucho.
Esto es lo que te venden como civilización.
Gente que nunca tiraría basura desde el coche pasa a tu lado con la radio a todo trapo. Gente que nunca te tiraría humo de puro a la cara en un restaurante abarrotado habla a gritos por el teléfono móvil. Se chillan unos a otros a la mesa de la cena.
La misma gente que nunca usaría insecticidas o herbicidas fustigan a sus vecinos poniendo música de gaitas escocesas en el equipo de música. Opera china. Country and western.
Al aire libre, está bien que cante un pájaro. No está bien que cante Patsy Cline.
Al aire libre, ya hay bastante con el estruendo del tráfico. Añadir el Concierto para piano en mi menor de Chopin no ayuda a arreglar la situación.
Uno sube la música para tapar el ruido. Los demás suben su música para tapar la tuya. Tú vuelves a subir la tuya. Todo el mundo se compra un equipo de música más grande. Es la carrera armamentística del sonido. No se gana con muchos agudos.
No se trata de calidad. Se trata de volumen.
No se trata de música. Se trata de ganar.
Animas la competición subiendo los bajos. Haces que tiemblen las ventanas. Te pasas la melodía por el forro y gritas la letra. Añades palabrotas y haces hincapié en cada una de ellas.
Dominas. Es una cuestión de poder.
En el baño a oscuras, sentado en el retrete, quito con la uña la cinta aislante que cierra un extremo del paquete y de dentro sale una caja de cartón, lisa, blanda, con los bordes afelpados y las esquinas romas y metidas hacia dentro. La tapa se levanta y lo que hay dentro forma al tacto varias capas de formas afiladas, duras y complejas, pequeños ángulos, curvas, esquinas y puntas. Las dejo a mi lado en el suelo del baño, a oscuras. Vuelvo a meter la caja de cartón en las bolsas de papel. Entre las formas duras y enrevesadas hay dos hojas de papel resbaladizo. Estos papeles también los meto en las bolsas. Luego arrugo las bolsas y hago una bola con ellas.
Todo esto lo hago a ciegas, tocando el papel liso, palpando las capas de formas duras y complicadas.
La música de los vecinos de al lado hace temblar un poco el suelo bajo mis pies, e incluso el retrete.
Conviene decirles a las familias que han sufrido una muerte en la cuna que adopten un hobby. Es sorprendente lo rápido que se puede dar un portazo al pasado. No importa lo mal que te vayan las cosas, siempre puedes olvidarlas. Aprender a bordar. Hacer una lámpara de cristal de colores.
Llevo las formas a la cocina y bajo la luz se vuelven azules, grises y blancas. Son de plástico duro y quebradizo. Son simples fragmentos. Tejas y persianas y salientes ornamentales de tejado diminutos. Escalones y columnas y marcos de ventana en miniatura. No se puede distinguir si es una casa o un hospital. Hay paredes diminutas de ladrillo y puertecitas. Esparcidas sobre la mesa de la cocina, podrían ser partes de una escuela o de un hospital. Sin ver la imagen de la caja, sin las instrucciones de montaje, los minúsculos canalones y ventanas de buhardilla podrían pertenecer a una estación de trenes o a un manicomio. A una fábrica o a una cárcel.
No importa cómo lo montes, nunca estás seguro de que esté bien.
Los pedacitos, las cúpulas y chimeneas, se agitan al compás del ruido que viene a través del suelo.
Esos musicoadictos. Esos calmofóbicos.
Nadie quiere admitir que somos adictos a la música. No es posible, simplemente. Nadie es adicto a la música, a la televisión ni a la radio. Simplemente necesitamos más, más canales, una pantalla más grande, más volumen. No soportamos estar sin ella, pero no, no somos adictos.
Podríamos apagarla cuando quisiéramos.
Coloco un marco de ventana en una pared de ladrillo. Lo pego con un pincelito del tamaño de un pintauñas. La ventana es del tamaño de una uña. El pegamento huele a laca del pelo. El olor hace pensar en naranjas y en gasolina.
El dibujo de los ladrillos de la pared es tan delicado como una huella dactilar. Coloco otra ventana en su sitio y le aplico pegamento con el pincel.
La vibración del sonido atraviesa las paredes, recorre la mesa, luego el marco de ventana y por fin mi dedo.
Esos distradictos. Esos concentrafóbicos.
El viejo George Orwell lo entendió todo al revés.
El Gran Hermano no está mirando. Está cantando y bailando. Está sacando conejos de una chistera. El Gran Hermano está ocupado en reclamar tu atención a cada momento que pasas despierto. En asegurarse de que siempre estés distraído. En asegurarse de que permanezcas abstraído.
En asegurarse de que se te marchite la imaginación. Hasta que sea tan útil como tu apéndice. En asegurarse de que tu atención siempre está ocupada.
Y esta forma de ser alimentado es peor que ser observado. Si el mundo te mantiene siempre ocupado, nadie tiene que preocuparse por lo que tienes en mente. Si la imaginación de todo el mundo está atrofiada, nadie más será nunca una amenaza para el mundo.
Me abro con el dedo un botón de la camisa y me meto la corbata dentro. Con la barbilla pegada al nudo de la corbata, introduzco con las pinzas una ventanita de cristal dentro de cada uno de los marcos. Usando una cuchilla, corto las cortinas de plástico en fragmentos más pequeños que un sello de correos, cortinas azules para el piso de arriba, amarillas para la planta baja. Pego las cortinas, algunas abiertas y otras cerradas.
Hay cosas peores que descubrir a tu mujer y tu hijo muertos.
Puedes ver cómo los mata el mundo. Puedes ver cómo tu mujer envejece y se aburre. Puedes ver a tus hijos descubriendo todas las cosas del mundo de las que has intentado salvarlos. Las drogas, el divorcio, el conformismo, las enfermedades. Todos los bonitos libros, la música, la televisión. Las distracciones.
A toda esa gente a quien se le ha muerto un hijo tienes ganas de decirles: adelante. Culpaos.
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