atención, clientes del treeline dining club
El texto del anuncio dice:
«¿Ha contraído usted una forma resistente al tratamiento del síndrome de fatiga crónica después de comer en este establecimiento? ¿Acaso ese virus procedente de la comida lo ha incapacitado para trabajar o para llevar una vida normal? De ser así, por favor, llame al siguiente número para entablar un pleito por demanda colectiva».
Luego pone un número de teléfono con un prefijo raro, tal vez de un móvil.
Duncan dice:
– ¿Te parece que aquí puede haber una historia? -Y la página queda salpicada de puntos de saliva.
Mi busca empieza a pitar en medio de la redacción. Son los enfermeros.
En la facultad de periodismo, quieren que seas una cámara. Un profesional preparado, objetivo y calculador. Certero, consumado y observador.
Quieren que creas que tú y la noticia sois dos cosas estrictamente separadas. Que los asesinos y los reporteros son mutuamente excluyentes. Que no importa de qué trate la historia, no trata de ti.
Mi tercer bebé está en una granja a dos horas al sur del estado.
Mi cuarto bebé está en un apartamento al lado de un centro comercial.
Uno de los enfermeros me lleva a un dormitorio de la casa y me dice:
– Siento que te hayamos llamado por este. -Se llama John Nash, y levanta la sábana para enseñarme a un niño acostado, un niño demasiado perfecto, demasiado tranquilo y demasiado pálido para estar dormido-. Este tiene casi seis años.
Los detalles sobre Nash son los siguientes: es un tipo grande que lleva uniforme blanco. Lleva zapatillas deportivas altas de color blanco y el pelo recogido en una especie de palmera sobre la coronilla.
– Podríamos trabajar para Hollywood -dice Nash. En esta clase de muerte limpia, sin sangre, no hay agonía, ni hay peristalsis inversa: esos estertores en los que tu aparato digestivo funciona al revés y vomitas heces-. Uno empieza a vomitar mierda -dice Nash-. Eso sí sería una escena de muerte realista.
Lo que me cuenta sobre la muerte en la cuna es que tiene lugar casi siempre entre los dos y los cuatro meses de edad. Más del noventa por ciento de las muertes tienen lugar antes de los seis meses. La mayoría de los investigadores dicen que es casi imposible después de los diez meses. Más allá del año de edad, el forense califica la causa de la muerte de «indeterminada». Si hay más de una muerte de esta clase en la familia se considera homicidio a menos que se demuestre lo contrario.
Las paredes del dormitorio del apartamento están pintadas de verde. La cama tiene sábanas de franela con terriers escoceses. El único olor viene de un acuario lleno de lagartos.
Cuando alguien pone una almohada sobre la cabeza de un niño y aprieta, el forense lo califica de «homicidio amable».
Mi quinto niño muerto está en una habitación de hotel junto al aeropuerto.
En la granja y el apartamento está el libro Poemas y rimas del mundo entero abierto en la página 27. El mismo libro de la biblioteca del condado con mi marca a lápiz en el margen. En la habitación de hotel no hay ningún libro. Es una habitación doble con el bebé encogido en una cama queen-size al lado de la cama donde dormían los padres. Hay una televisión a color en un armario, una Zenith de treinta y seis pulgadas con cincuenta y seis canales por cable y cuatro locales. La alfombra es marrón, las cortinas marrones y azules con flores estampadas. En el suelo del baño hay una toalla mojada manchada de sangre y de gel de afeitado de color verde. Alguien no ha tirado de la cadena.
Las colchas son de color azul oscuro y huelen a humo de cigarrillo.
No hay libros por ninguna parte. Pregunto si la familia se ha llevado algo del escenario y el agente dice que no. Pero alguien de los servicios sociales ha venido a llevarse algo de ropa.
– Oh -dice-, y unos libros de la biblioteca que había que devolver.
Se abre la puerta principal y dentro aparece una mujer sosteniendo un teléfono móvil junto a la oreja, sonriéndome y hablando con alguien.
– Mona -le dice al teléfono-, tienes que hacerlo deprisa. Acaba de llegar el señor Streator.
Me enseña el dorso de la mano libre, el reloj diminuto y resplandeciente que lleva en la muñeca y dice:
– Llega unos minutos pronto.
La otra mano, con las uñas largas pintadas de rosa con las puntas blancas y con el teléfono móvil diminuto de color negro, está casi escondida por la nube rosada resplandeciente de su pelo.
Sonriendo, dice:
– Tranquila, Mona. -Mira hacia arriba y luego hacia mí-. Chaqueta deportiva marrón -dice-. Pantalones de sport marrones, camisa blanca. -Frunce el ceño y hace una mueca de dolor-. Y corbata azul.
La mujer le dice al teléfono:
– Mediana edad. Metro ochenta. Unos setenta y cinco kilos. Caucasiano. Marrón. Verdes. -Me guiña el ojo y dice-: Un poco despeinado y hoy no se ha afeitado, pero parece bastante inofensivo.
Se inclina un poco hacia delante y articula con los labios «Mi secretaria».
Luego le dice al teléfono:
– ¿Qué?
Se aparta a un lado y con la mano libre me hace una señal para que entre. Pone los ojos en blanco, su mirada se encuentra con la mía y dice:
– Gracias por preocuparte, Mona, pero no creo que el señor Streator haya venido a violarme.
Estamos en Gartoller Estate, una casa georgiana en Walker Ridge Drive con ocho dormitorios, siete baños, cuatro chimeneas, una sala para desayunar, un comedor formal y un salón de baile de ciento cincuenta metros cuadrados en la cuarta planta. Tiene un garaje separado para seis coches y una casa para invitados. Tiene piscina de obra y sistema de alarma antirrobos y antiincendios.
Walker Ridge Drive es de esos vecindarios donde recogen la basura cinco veces al día. Allí vive la clase de gente que aprecia la amenaza de un buen pleito, y cuando vas y te presentas, sonríen y se muestran de acuerdo.
Gartoller Estate es una casa preciosa.
Son esa clase de vecinos que no te invitan a entrar. Se quedan en el umbral con la puerta entreabierta y sonríen. Dicen que ellos no saben nada de la historia de Gartoller Estate. Que es una casa y ya está.
Si continúas preguntando, la gente te mira por encima del hombro en dirección a la calle vacía. Luego te sonríen y dicen:
– No puedo ayudarle. Lo que tiene que hacer es llamar al agente inmobiliario.
El letrero del 3.465 de Walker Ridge Drive dice Agencia Inmobiliaria Boyle. Visita con cita previa.
En otra casa, una mujer con uniforme de doncella me ha abierto la puerta con una niña pequeña de unos cinco o seis años mirando a un lado de su falda negra de doncella. La doncella ha negado con la cabeza y ha dicho que no sabía nada.
– Tiene que llamar al agente del vendedor -ha dicho-. Helen Boyle. Lo pone en el letrero.
Y la niña ha dicho:
– Es una bruja.
Y la doncella ha cerrado la puerta.
Helen Hoover Boyle atraviesa las habitaciones blancas, vacías y llenas de ecos de Gartoller Estate. Camina sin dejar de hablar por teléfono. Con su nube de pelo de color rosa, con un traje chaqueta entallado de color rosa, con medias blancas y zapatos de color rosa y de tacón mediano. Tiene los labios embadurnados de chicle de color rosa. Los brazos le relucen y le tintinean de todas las pulseras doradas y de color rosa, cadenas de oro, colgantes y monedas que lleva.
Lleva suficientes adornos para llenar un árbol de Navidad. Perlas lo bastante grandes como para asfixiar a un caballo.
Le dice al teléfono:
– ¿Has llamado a la gente de la casa de Exeter Drive? Hace dos semanas que tendrían que haber salido chillando.
Atraviesa unas puertas dobles y altas, cruza la siguiente habitación y entra en la siguiente.
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