Chuck Palahniuk - Nana

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A Carl Streator, periodista de mediana edad, le han encargado que escriba una serie de artículos sobre la muerte súbita infantil, un tema que le resulta familiar pues él mismo perdió a su hijo en circunstancias extrañas. En el transcurso de la investigación descubre que en todas las casas donde ha muerto un bebé (o un niño, o un adulto) hay un ejemplar del mismo libro: una antología de poemas africanos que contiene una nana letal. Esta canción mata a aquel que la escucha; de hecho, su poder es tal que ni siquiera es necesario recitarla, con tan solo memorizarla y odiar a alguien intensamente, cae fulminado. Helen Hoover Boyle, agente inmobiliaria especializada en vender casas encantadas, también tenía un hijo que murió en circunstancias similares al de Streator. El periodista y la agente inmobiliaria emprenderán, acompañados por la secretaria de Helen, Mona, aficionada al esoterismo, y el novio de esta, Oyster, un ecologista ultrarradical, un viaje por carretera con el fin de destruir todos los ejemplares del libro y encontrar el grimorio original del que procede el hechizo. Con Nana damos la bienvenida a una nueva familia nuclear, un grupo disfuncional hasta extremos arrebantes. Y a una hilarante alegoría sobre la información y el poder.

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Fuera de la cafetería, la gente sigue llegando al pueblo. La gente se arrodilla y reza para que haya otra aparición. El Sargento junta las manazas y finge que reza, mirando de reojo al otro lado de la ventana, con la pistolera desabrochada, con la pistola cargada y lista para tirar al plato.

Cuando terminó de escribir en el cielo, la Virgen Voladora tiró besos a la gente. Hizo la señal de la paz levantando dos dedos. Flotó en el aire por encima de los árboles, sujetándose la falda con un puño, agitó hacia atrás las rastas rojas y negras, saludó con la mano y amén. Desapareció, tras las montañas, en el horizonte. Desapareció.

Pero uno no se puede fiar de lo que dicen los periódicos.

La Virgen Voladora no era ningún milagro.

Era magia.

No se trata de santos. Se trata de conjuros.

El Sargento y yo no estamos aquí para presenciar nada. Estamos cazando brujas.

Con todo, esta historia trata del aquí y el ahora. De mí, del Sargento y de la Virgen Voladora. Y de Helen Hoover Boyle. Lo que estoy escribiendo es la historia de cómo nos conocimos. De cómo llegamos hasta aquí.

2

Solamente te hacen una pregunta. Antes de licenciarte en la facultad de periodismo te piden que te imagines que eres reportero. Que te imagines que trabajas en un periódico de una gran ciudad y que una Nochebuena el jefe de redacción te manda a investigar una muerte.

La policía y los enfermeros ya están allí. El vestíbulo de la casa de vecinos de barrio pobre está abarrotado de gente en bata y zapatillas de estar por casa. Dentro del apartamento, una pareja joven está llorando junto al árbol de Navidad. Su hijo se ha asfixiado con un adorno del árbol. Consigues lo que necesitas, el nombre del niño, su edad y todo eso, y vuelves cerca de medianoche a la redacción y escribes el artículo antes del cierre.

Se lo envías al jefe de redacción y el jefe te lo rechaza porque no dices de qué color era el adorno. ¿Era verde o rojo? No pudiste mirar y no se te ocurrió preguntar.

Mientras la imprenta pide a gritos la portada, tienes las siguientes opciones:

Llamar a los padres y preguntar de qué color era.

O negarte a llamar y perder tu trabajo.

Era el cuarto poder. El periodismo. Y en la facultad a la que fui, esta era la única pregunta del examen final del curso de ética. Mi respuesta fue que llamaría a los enfermeros. Esa clase de objetos se catalogan. El adorno tenía que haber sido guardado en una bolsa y fotografiado para algún registro de pruebas. Ni loco iba a llamar a los padres después de medianoche y en la víspera de Navidad.

La facultad me puso un insuficiente en ética.

En lugar de aprender ética, aprendí a decirle a la gente lo que quiere oír. Aprendí a apuntarlo todo. Y aprendí que los jefes de redacción pueden ser unos gilipollas rematados.

Todavía hoy me pregunto qué pretendía aquel examen. Ahora soy reportero en un periódico de una ciudad grande y ya no me hace falta imaginarme nada.

Mi primer bebé de verdad fue un lunes de septiembre por la mañana. No había vecinos rodeando la caravana situada en el suburbio. Uno de los enfermeros estaba sentado en la kitchenette con los padres y les estaba haciendo las preguntas convencionales. El segundo enfermero me llevó al cuarto infantil y me enseñó lo que suelen encontrar en la cuna.

Las preguntas convencionales de los enfermeros incluyen: ¿Quién encontró muerto al niño? ¿Cuándo lo encontraron? ¿Cuándo se vio vivo al niño por última vez? ¿El niño se alimentaba de leche materna o de biberón? Las preguntas parecen formuladas al azar, pero lo único que pueden hacer los médicos es reunir estadísticas y confiar en que algún día aparezca alguna pauta recurrente.

La habitación del bebé era de color amarillo y azul, tenía cortinas floreadas en las ventanas y una cómoda blanca de mimbre junto a la cuna. Había una mecedora pintada de blanco. En la cómoda había un libro abierto por la página 27. En el suelo había una alfombra trenzada de color azul. En una pared había un bordado en cañamazo enmarcado. El bordado decía: «Los nacidos en jueves llegan lejos». La habitación olía a polvos de talco.

Y tal vez no aprendí ética, pero aprendí a prestar atención. No hay detalle que sea tan nimio como para no apuntarlo.

El libro abierto se titulaba Poemas y rimas del mundo entero, y estaba sacado en préstamo de la biblioteca del condado.

El plan de mi jefe de redacción era hacer una serie en cinco entregas sobre el síndrome de la muerte súbita infantil. Todos los años mueren siete mil bebés sin causa aparente. Dos de cada mil bebés se van a dormir y nunca más se despiertan. Mi jefe de redacción, Duncan, lo llama muerte en la cuna.

Los detalles que hay que saber sobre Duncan son que tiene la cara llena de marcas de acné, que la piel de debajo de las raíces del pelo se le pone marrón cada dos semanas cuando se tiñe las raíces de las canas. Que la contraseña de su ordenador es «contraseña».

Lo único que sabemos de la muerte súbita infantil es que no hay pautas recurrentes. La mayoría de los bebés mueren a solas entre la medianoche y la mañana del día siguiente, pero el bebé también puede morir mientras duerme junto a sus padres. Puede morir en la silla del coche o en el cochecito. O puede morirse en brazos de su madre.

Hay un montón de gente que tiene niños pequeños, me dijo mi jefe de redacción. Es la clase de artículo que a todos los padres y abuelos les da demasiado miedo para leerlo y demasiado miedo para no leerlo. La verdad es que no hay información nueva, pero la idea es hacer un perfil de cinco familias que hayan perdido a un hijo. Mostrar cómo sobrevive la gente. Cómo siguen adelante con sus vidas. Aquí y allá, podemos dejar caer los datos usuales sobre la muerte en la cuna. Podemos mostrar las profundas reservas de fuerza y de compasión que descubren esas personas en su interior. Ese es el enfoque. Como no se ciñe a ningún suceso concreto, es lo que se llama una noticia de interés humano. Lo pondremos en la portada de la sección Tendencias.

Para ilustrarlo, podemos poner fotos de bebés sonrientes que hayan muerto.

Ese era su tono. Es la clase de artículo de investigación que se escribe para ganar un premio. Estábamos a finales del verano y había pocas noticias. Era la época del año en que había más finales de embarazos y más recién nacidos.

A mi jefe de redacción se le ocurrió que yo podía acompañar a los enfermeros.

El artículo navideño, la pareja llorosa, el adorno; para entonces llevaba tanto tiempo trabajando que se me había olvidado aquel rollo.

Aquella cuestión ética hipotética te la tienen que plantear al final de la carrera de periodismo porque para entonces ya es demasiado tarde. Tienes que devolver todo lo que has recibido en tus estudios. Ahora que ha pasado un montón de años, creo que la verdadera pregunta que estaban haciendo era: «¿De verdad te quieres dedicar a esto?».

3

A través de la pared se oye un estruendo de diálogos, luego un coro de risas. Luego más estruendo. La mayoría de las grabaciones de risas de la televisión se registraron a principios de los cincuenta. Hoy en día la mayoría de la gente a la que se oye reír está muerta.

A través del techo se oye el chumba, chumba, chumba de una batería. Luego el ritmo cambia. Tal vez los golpes se juntan y se aceleran o tal vez se espacian y se ralentizan, pero no se paran.

A través del suelo alguien está berreando la letra de una canción. Esa gente que necesita que su televisor o su radio o su equipo de música estén encendidos a todas horas. Esa gente a quien le aterra el silencio. Esos son mis vecinos. Esos ruidoadictos. Esos silenciofóbicos.

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