Podría ser cualquier cosa.
Le grito que no lo oigo mientras me estoy secando las manos debajo de la secadora de aire caliente.
– ¡Duncan! -grita Henderson. Para hacerse oír por encima del ruido del agua y de la secadora de manos, grita-: Tenemos dos cadáveres en la suite de un hotel y no sabemos si es una noticia. Necesitamos que Duncan haga una llamada.
Creo que eso es lo que dice. Hay mucho ruido.
Me compruebo la corbata en el espejo y me peino con los dedos. En un solo golpe de voz, con el reflejo de Henderson a mi lado, podría recitar a toda prisa la canción sacrificial y borrarlo de mi vida para esta misma noche. A él y a Duncan. Muertos. Así de fácil.
En cambio, le pregunto si se puede llevar corbata azul con una chaqueta marrón.
Cuando el primer enfermero ha llegado al escenario, lo primero que ha hecho ha sido llamar a su corredor de bolsa. Este enfermero, mi amigo John Nash, ha valorado la situación de la suite 17F del hotel Pressman y ha puesto a la venta todas sus acciones de Stuart Western Technologies.
– Pueden echarme, vale -dice Nash-, Pero en los tres minutos que he tardado en hacer la llamada, esos dos que hay en la cama no se han muerto más de lo que estaban.
La siguiente persona a la que llama soy yo, y me pregunta si tengo cincuenta dólares a cambio de una información extra. Me dice que si tengo acciones de Stuart Western, que me deshaga de ellas y venga a toda pastilla a un bar en la Tercera, cerca del hospital.
– Joder -dice Nash al teléfono-. La mujer era preciosa. Si no hubiera estado ahí Turner, Turner mi compañero, no sé qué habría hecho. -Y cuelga.
De acuerdo con la teleimpresora, las acciones de Stuart Western Technologies ya se están yendo al garete. Ya debe de haberse emitido la noticia sobre Baker Lewis Stuart, el fundador de la empresa, y su nueva mujer, Penny Price Stuart.
Anoche, los Stuart cenaron a las siete en Chez Chef. Eso es fácil de averiguar sobornando al conserje del hotel. De acuerdo con el camarero que les sirvió, uno de ellos tomó el risotto de salmón y el otro los champiñones Portabello. Mirando la cuenta, me ha dicho, no se puede saber quién tomó cada cosa. Se bebieron una botella de pinot noir. Uno de ellos tomó tarta de queso de postre. Los dos tomaron café.
A las nueve fueron en coche a una fiesta en la Chambers Gallery, donde los testigos han contado a la policía que la pareja habló con varias personas, incluyendo al dueño de la galería y al arquitecto de su nueva casa. Los dos tomaron otro vaso de vino barato.
A las diez y media volvieron al hotel Pressman, donde llevaban residiendo en la suite 17F casi un mes desde su boda. La operadora del hotel dice que hicieron varias llamadas de teléfono entre las diez y media y la medianoche. A las doce y cuarto llamaron a recepción y pidieron que los llamaran para despertarlos a las ocho. Un empleado de recepción confirma que usaron el mando a distancia de la televisión para pedir una película porno. La doncella los encontró muertos a las nueve de la mañana siguiente.
– Para mí que es embolia -dice Nash-. Se lo estás comiendo a una chica y le soplas algo de aire dentro, o bien te la follas demasiado fuerte, y de una forma u otra puedes meterle un poco de aire en el flujo sanguíneo y la burbuja le va directa al corazón.
Nash es grandullón. Un tipo corpulento con un abrigo pesado encima del uniforme blanco. Lleva sus zapatillas de atletismo blancas y cuando llego ya está en la barra. Tiene los dos codos sobre la barra y se está comiendo un bocadillo de filete en un panecillo con semillas y mayonesa y mostaza goteando por el otro lado. Se está bebiendo una taza de café solo. Tiene el pelo grasiento recogido en forma de palmera sobre la coronilla.
Le pregunto si alguien ha registrado el lugar.
Nash mastica, con su enorme mandíbula subiendo y bajando. Sostiene el bocadillo con las dos manos pero lo que está mirando es el plato de debajo, todo pringado y lleno de pepinillos y de patatas fritas.
Le pregunto si ha olido algo en la habitación del hotel.
Él dice:
– Siendo recién casados, yo te digo que se la folló hasta matarla y luego tuvo un ataque al corazón. Van cinco pavos a que la abren y le encuentran aire en el corazón.
Le pregunto si por lo menos marcó asterisco y 69 en el teléfono para averiguar quién fue el último en llamar.
Y Nash dice:
– No se puede hacer. En los teléfonos de hotel, no.
Le digo que quiero algo más a cambio de mis cincuenta pavos que saber que estuvo babeando por un cadáver.
– Tú también habrías babeado -dice-. Joder, estaba de muerte.
Le pregunto si había objetos de valor en el escenario: relojes de pulsera, carteras, joyas.
Él dice:
– Y seguía caliente, debajo de la sábana. Lo bastante caliente. Nada de estertores. Nada.
Su mandíbula enorme sigue subiendo y bajando, más despacio ahora que no está mirando nada en particular.
– Si pudieras hacértelo con la mujer que quisieras -dice-, y si pudieras hacer lo que quisieras con ella, ¿no lo harías?
Le digo que está hablando de violación.
– No -dice-. Si está muerta, no. -Y muerde una patata frita-. Si hubiera estado solo y si hubiera tenido un condón… -dice con la boca llena-. Ni en coña habría dejado que el forense encontrara mi ADN en la escena del crimen.
Entonces está hablando de asesinato.
– No si la mata otro -dice Nash, y me mira-. O lo mata a él. El marido tenía un buen culo, si eso es lo que te va. Nada de secreciones. Nada de livor mortis. Nada de pérdidas de piel. Nada.
No tengo ni idea de cómo puede decir todo eso y seguir comiendo.
Dice:
– Los dos desnudos. Una mancha grande de humedad en el colchón, en medio de los dos. Sí, lo hicieron. Lo hicieron y se murieron. -Nash mastica su bocadillo y dice-: La vi allí y estaba más buena que ningún coñito que me haya tirado.
Si Nash conociera la canción sacrificial, no quedaría una mujer viva. Viva o virgen.
Si Duncan ha muerto, espero que no sea Nash el que atienda a la llamada. A lo mejor esa vez sí que lleva condón. A lo mejor aquí se pueden comprar en el lavabo.
Ya que la miró con tanta atención, le pregunto si vio algún hematoma, mordedura, picadura de abeja, marcas de agujas, lo que sea.
– Nada de eso -dice.
– ¿Una nota de suicidio?
– Nada. Muertos sin causa aparente -dice.
Nash le da la vuelta al bocadillo con las manos y lame la mayonesa y la mostaza que gotean por el borde. Dice:
– ¿Te acuerdas de Jeffrey Dahmer? -Nash lame y dice-: No tenía intención de matar a tanta gente. Simplemente se le ocurrió que si taladraba un agujero en el cráneo de alguien y le echaba desatascador de cañerías, lo podía convertir en un zombi sexual. Lo único que Dahmer quería era follar más.
Así pues, ¿qué consigo a cambio de los veinte dólares?
– Solamente tengo un nombre -dice.
Le doy dos de veinte y uno de diez.
Arranca un trozo de filete del bocadillo con los dientes. La carne le queda colgando sobre la barbilla hasta que echa la cabeza hacia atrás para metérsela en la boca. Masticando, dice:
– Sí, soy un cerdo. -Y el aliento le huele brutalmente a mostaza. Dice-: La última persona que habló con ellos, según el historial de llamadas de sus dos teléfonos móviles, se llama Helen Hoover Boyle.
Y dice:
– ¿Te has librado de esas acciones tal como te he dicho?
Es el mismo armario de oficina estilo William and Mary. De acuerdo con la tarjeta pegada con cinta adhesiva a la parte delantera, es de pino negro lacado con escenas persas en dorado, patas terminadas en rodete y el frontón acabado con un montón de conchas y arabescos labrados. Tiene que ser el mismo armario. Hemos girado a la derecha, hemos cogido un pasillo estrecho flanqueado de armarios y luego hemos vuelto a girar a la derecha a la altura de un ropero estilo Regencia, luego a la izquierda a la altura de un sofá estilo Federal, pero aquí estamos de nuevo.
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