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Chuck Palahniuk: Nana

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Chuck Palahniuk Nana

Nana: краткое содержание, описание и аннотация

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A Carl Streator, periodista de mediana edad, le han encargado que escriba una serie de artículos sobre la muerte súbita infantil, un tema que le resulta familiar pues él mismo perdió a su hijo en circunstancias extrañas. En el transcurso de la investigación descubre que en todas las casas donde ha muerto un bebé (o un niño, o un adulto) hay un ejemplar del mismo libro: una antología de poemas africanos que contiene una nana letal. Esta canción mata a aquel que la escucha; de hecho, su poder es tal que ni siquiera es necesario recitarla, con tan solo memorizarla y odiar a alguien intensamente, cae fulminado. Helen Hoover Boyle, agente inmobiliaria especializada en vender casas encantadas, también tenía un hijo que murió en circunstancias similares al de Streator. El periodista y la agente inmobiliaria emprenderán, acompañados por la secretaria de Helen, Mona, aficionada al esoterismo, y el novio de esta, Oyster, un ecologista ultrarradical, un viaje por carretera con el fin de destruir todos los ejemplares del libro y encontrar el grimorio original del que procede el hechizo. Con Nana damos la bienvenida a una nueva familia nuclear, un grupo disfuncional hasta extremos arrebantes. Y a una hilarante alegoría sobre la información y el poder.

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Helen Hoover Boyle apoya un dedo en el panel dorado que muestra a los hombres y mujeres deslustrados de la vida cortesana de Persia, y dice:

– No tengo ni idea de qué me está hablando.

Ella mató a Baker y Penny Stuart. Los llamó a sus teléfonos móviles el mismo día en que murieron. Les leyó la canción sacrificial a los dos.

– ¿Cree que maté a esa pobre gente cantándoles? -dice.

Hoy lleva un traje chaqueta amarillo, pero su pelo sigue siendo voluminoso y de color rosa. Lleva zapatos amarillos, pero su cuello sigue abarrotado de cadenas de oro y de cuentas. Sus mejillas son de color rosa y tienen un aspecto blando por culpa del exceso de maquillaje.

No me ha hecho falta escarbar mucho para descubrir que los Stuart eran quienes acababan de comprar una casa en Exeter Drive. Una casa preciosa e histórica con siete dormitorios y paneles de cedro por todo el primer piso. Una casa que planeaban demoler para construir otra. Un plan que enfureció a Helen Hoover Boyle.

– Oh, señor Streator -dice-. Si se oyera.

Desde donde estoy, un pasillo estrecho y flanqueado de muebles avanza unos cuantos metros en cada dirección. Por los dos lados, el pasillo gira o se ramifica formando más pasillos, con armarios apretados a ambos lados y aparadores montados los unos sobre los otros. Todo lo que no es demasiado alto, como los sillones, sofás y mesas, deja ver solamente hasta el siguiente pasillo de cacharros, la siguiente pared de relojes de pie, biombos esmaltados y secreteres georgianos.

Aquí es donde ella ha sugerido que nos reuniéramos, para poder hablar en privado, en una de esas tiendas de anticuario instaladas en almacenes. En este laberinto de muebles, no paramos de encontrarnos con el mismo armario de oficina William and Mary, con el mismo ropero Regencia. Andamos en círculos. Estamos perdidos.

Y Helen Boyle dice:

– ¿Le ha hablado a alguien más de su canción asesina?

Solamente a mi redactor jefe.

– ¿Y qué ha dicho su redactor jefe?

Creo que ha muerto.

Y ella dice:

– Qué sorpresa. -Y dice-: Debe de sentirse usted fatal.

Por encima de nosotros cuelgan lámparas de cristal a distintas alturas, todas empañadas y grises como pelucas empolvadas. Allí donde sus cadenas están enganchadas a las vigas del techo, hay cables retorcidos y deshilachados. Los cables cortados, las bombillas muertas y polvorientas. Cada lámpara de cristal es una vetusta cabeza aristocrática cortada y colgando del revés. Por encima de todo, el tejado del almacén traza un arco, con un montón de listones apuntalando la chapa de cinc.

– Sígame -dice Helen Boyle-, ¿No se supone que solamente sale moho en la parte norte de los armarios?

Se mete dos dedos en la boca para humedecerlos y los levanta.

Las vitrinas rococó, las librerías jacobeas, las cómodas altas estilo neogótico, labradas y barnizadas, y los roperos estilo provincial francés nos rodean por todas partes. Los gabinetes de curiosidades de nogal eduardianos, los muebles de cajones neorenacentistas. El nogal y la caoba, el marfil y el roble. Las patas en forma de bulbo y las patas acabrioladas y los paneles con motivos de imitación de tela. Los chiffoniers estilo Queen Anne. Más arce de azúcar. Incrustaciones de madreperla y similor de bronce dorado. Nuestros pasos arrancan ecos del suelo de cemento. La lluvia tabletea en el tejado metálico. Y ella dice:

– ¿No se siente en cierta manera enterrado por la historia?

Con las uñas de color rosa saca un llavero de su bolso blanco y amarillo. Cierra el puño en torno a las llaves de manera que únicamente le sobresalen por entre los dedos las más largas y afiladas.

– ¿Se da cuenta de que cualquier cosa que pueda hacer en la vida carecerá de sentido dentro de cien años? -dice-, ¿Cree que alguien se acordará de los Stuart dentro de cien años?

Va examinando las diferentes superficies pulimentadas, las mesas, los tocadores, las puertas, mientras su imagen flota a través de ellas.

– La gente se muere -dice-. La gente derriba casas. Pero los muebles, los muebles bonitos y elegantes, siguen adelante. Sobreviven a todo.

Dice:

– Los armarios son las cucarachas de nuestra cultura.

Y sin perder el paso, raya la superficie bruñida de nogal de un armario con la punta de acero de una llave. El ruido es tan suave como siempre que algo duro raya algo blando. La cicatriz es profunda y deja ver el pino barato sin tratar que hay debajo del enchapado.

Se para delante de un ropero con puertas biseladas de espejo.

– Piense en todas las generaciones de mujeres que se han mirado en ese espejo -dice-. Se lo llevaron a casa. Envejecieron en ese espejo. Se murieron, todas esas jóvenes hermosas, pero el ropero está aquí, más valioso que nunca. Un parásito que ha sobrevivido al anfitrión. Un depredador grande y gordo esperando su siguiente comida.

En este laberinto de antigüedades, dice, están los fantasmas de todo el mundo que ha poseído estos muebles. Esta basura decorativa ha sobrevivido a todo su talento, su inteligencia y su belleza. Y todo el éxito y los logros que estos muebles tenían que representar han desaparecido.

Dice:

– En el enorme esquema de las cosas, ¿acaso importa cómo murieron los Stuart?

Le pregunto cómo se enteró de lo del conjuro sacrificial. ¿Fue porque murió su hijo Patrick?

Y ella sigue caminando, pasando los dedos por los rebordes labrados, por las superficies bruñidas, estropeando los pomos y ensuciando los espejos.

No me hizo falta escarbar mucho para averiguar cómo murió su marido. Un año después de que muriera Patrick, lo encontraron en la cama, muerto, sin una sola marca, sin nota de suicidio y sin causa aparente.

Y Helen Boyle dice:

– ¿Cómo encontraron a su redactor jefe?

Saca un par de tenacillas plateadas y un destornillador de su bolso blanco y amarillo, tan limpios y precisos que podrían usarse en cirugía. Abre la puerta de un enorme armario labrado y pulimentado y dice:

– Aguánteme esto, por favor.

Le sostengo la puerta y ella trabaja un momento en el interior hasta que el pestillo de la puerta y el pomo se sueltan y caen al suelo a mis pies.

Un minuto después ha sacado los pomos, el similor de bronce dorado y todo lo que es de metal salvo las bisagras y se lo ha metido en el bolso. Una vez saqueado, el armario parece desnudo, ciego, castrado, mutilado.

Le pregunto por qué hace eso.

– Porque me encanta esta pieza -dice-. Pero no voy a ser una más de sus víctimas.

Cierra las puertas y se guarda las herramientas en el bolso.

– Volveré a buscarlo después de que bajen el precio hasta lo que valía cuando era nuevo -dice-. Me encanta, pero solamente voy a comprarlo con mis condiciones.

Caminamos unos pasos más y el pasillo desemboca en un bosque de percheros de pared, paragüeros y percheros de pie. Más allá hay otra muralla de aparadores y armarios.

– Isabelino -dice, tocando cada pieza-. Tudor… Eastlake… Stickley…

Cuando alguien coge dos piezas antiguas, por ejemplo un espejo y un tocador, y los acopla, ella me explica que los expertos llaman al resultado una pieza «casada». Como antigüedad, se considera carente de valor.

Cuando alguien separa dos piezas, por ejemplo, un aparador y un mueble para vajillas, y los vende por separado, los expertos denominan a las piezas «divorciadas».

– Y nuevamente -dice-, carecen de valor.

Le digo que he estado intentando encontrar todos los ejemplares del libro de poemas. Le digo que es muy importante que nadie descubra nunca el conjuro. Después de lo que le pasó a Duncan, juro que voy a quemar todas mis notas y a olvidar que alguna vez conocí el conjuro sacrificial.

– ¿Y qué pasa si no lo puede olvidar? -dice-. ¿Qué pasa si se le queda en la cabeza y no para de volverle a la mente igual que una de esas tontas melodías de anuncios? ¿Y si se queda siempre ahí, como una pistola cargada esperando a que alguien lo irrite a usted?

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