Pues no lo usaré.
– Hablando hipotéticamente, por supuesto -dice-. Imagine que yo antes pensaba lo mismo. Yo. Una mujer que según usted mató accidentalmente a su hijo y a su marido, alguien que ha estado torturada por el poder de su maldición. Si alguien como yo empezara finalmente a usar la canción, ¿qué le hace pensar que usted no la usará?
No la usaré y ya está.
– Claro que no -dice, y luego se ríe sin hacer ruido. Gira a la derecha, pasa junto a una credenza Biedermeier, deprisa, luego gira por delante de una consola art nouveau, y desaparece de mi vista un momento.
Corro tras ella, todavía perdido, y le digo que si tenemos que encontrar la salida de este sitio, será mejor que no nos separemos.
Tenemos delante un armario de oficina estilo William and Mary. De pino negro lacado con escenas persas en dorado, patas terminadas en rodete y el frontón acabado con un montón de conchas y arabescos labrados. Y guiándome a las profundidades de la espesura de armarios y armarios empotrados y aparadores y cómodas, de mecedoras y percheros y librerías, Helen Hoover Boyle dice que tiene que contarme una historia.
Todo el mundo está callado en la sala de Redacción. La gente susurra junto a la máquina de café. La gente escucha con la boca abierta. Nadie llora.
Henderson me pilla cuando estoy colgando la chaqueta y dice:
– ¿Has llamado a las líneas aéreas Regent-Pacific por lo de las ladillas?
Y le digo que nadie quiere hablar hasta que se entable el pleito.
Y Henderson dice:
– Para tu información, ahora soy tu superior inmediato. -Y dice-: No es que Duncan sea irresponsable. Resulta que está muerto.
Muerto en su cama sin una sola marca. Sin nota de suicidio y sin causa aparente. Su casero lo encontró y llamó a la ambulancia.
Le pregunto si hay alguna señal de que haya sido sodomizado.
Y Henderson inclina la cabeza solamente un poco y dice:
– ¿Cómo dices?
Que si alguien se lo folló.
– Joder, no -dice Henderson-, ¿Por qué preguntas eso?
Por nada, le digo.
Por lo menos Duncan no ha sido la muñeca hinchable de nadie.
Le digo que si alguien me necesita, voy a estar en el Archivo de Prensa. Tengo que comprobar algunos datos. Necesito revisar varios años de artículos. Y unos cuantos carretes de microfilm.
Y Henderson me llama:
– No te alejes mucho. Solo porque Duncan esté muerto, no quiere decir que te hayas librado de la historia de los bebés muertos.
«Los palos y las piedras pueden romperte los huesos, pero cuidado con lo que dices.»
De acuerdo con el microfilm, en 1983, en Viena, Austria, una enfermera auxiliar de veintitrés años le dio una sobre- dosis de morfina a una anciana que estaba suplicando que la dejaran morir.
La anciana de setenta y siete años murió, y la enfermera auxiliar, Waltraud Wagner, descubrió que le encantaba tener el poder de dar la vida y la muerte.
Todo está aquí, en un carrete tras otro de microfilm. Los datos.
Al principio se limitaba a ayudar a los pacientes a morir. Trabajaba en un hospital enorme para ancianos y enfermos crónicos. La gente se quedaba allí a esperar la muerte. Además de la morfina, la joven se inventó lo que ella llamaba su cura de agua. Para aliviar el sufrimiento, lo único que tienes que hacer es cerrar los orificios nasales del paciente apretando las aletas con los dedos. Presionas la lengua hacia abajo y echas agua en la garganta. La muerte es una tortura lenta, pero a los ancianos siempre se les encuentra muertos con agua en los pulmones.
La joven se calificaba a sí misma de ángel.
Parecía muy natural.
Wagner estaba llevando a cabo una hazaña noble y heroica.
Era el final absoluto del sufrimiento y la miseria. Era amable y cariñosa y sensible, y solamente se lo aplicaba a aquellos que querían morir.
Era el ángel de la muerte.
En 1987 ya había tres ángeles más. Las cuatro auxiliares trabajaban en el turno de noche. Para entonces el hospital tenía el apodo de Pabellón de la Muerte.
En lugar de poner fin al sufrimiento, las cuatro mujeres empezaron a dar su cura de agua a pacientes que roncaban o mojaban la cama o se negaban a tomar su medicación o llamaban al timbre del mostrador de las enfermeras de madrugada. Cualquier pequeña molestia y el paciente moría a la noche siguiente. Cada vez que un paciente se quejaba de algo, Waltraud Wagner decía «Este se ha ganado un billete a Dios», y glug, glug, glug.
– Los que me atacaban los nervios -les contó a las autoridades- eran trasladados directamente a una cama libre con el buen Dios.
En 1989, una anciana le dijo a Wagner que era una puta y recibió la cura de agua. Después, los ángeles estaban bebiendo en una taberna, riéndose e imitando las convulsiones de la anciana y la expresión de su cara. Un médico que estaba sentado cerca las oyó.
Las autoridades sanitarias de Viena calculan que para entonces habían sido curadas trescientas personas. A Wagner le cayó cadena perpetua. Los otros ángeles tuvieron sentencias menores.
– Podíamos decidir cuál de aquellos vejestorios vivía y cuál moría -dijo Wagner en el juicio-. En todo caso, hacía tiempo que tendrían que haber sacado el billete a Dios.
La historia que Helen Hoover Boyle me contó es cierta.
El poder corrompe. Un poder absoluto corrompe de forma absoluta.
Así que relájese, me dijo Helen Boyle, y disfrute del viaje.
Me dijo:
– Incluso la corrupción absoluta tiene sus incentivos.
Me dijo que pensara en toda la gente que quería eliminar de mi vida. Que pensara en todos los cabos sueltos que podía atar. En la venganza. Que pensara en lo fácil que sería.
Y Nash me seguía volviendo a la cabeza. Ahí estaba Nash, babeando ante la idea de tener a cualquier mujer, en cualquier lugar, dispuesta a cooperar y hermosa al menos durante unas cuantas horas antes de que todo empezara a enfriarse y descomponerse.
– Dime -me dijo Nash-, ¿qué diferencia hay entre eso y la mayoría de relaciones?
Cualquiera podría convertirse en tu siguiente zombi sexual.
Pero solamente porque aquella enfermera austríaca y Helen Boyle y John Nash no han podido controlarse, no quiere decir que yo me vaya a convertir en un asesino despiadado e impulsivo.
Henderson aparece en el umbral de la sala de Archivos y grita:
– ¡Streator! ¿Has apagado tu busca? Nos acaban de llamar para avisarnos de otro bebé fiambre.
El jefe de redacción ha muerto, larga vida al jefe de redacción. He aquí el nuevo jefe, igual que el viejo.
Y claro que el mundo sería mejor sin ciertas personas. Sí, el mundo podría ser perfecto con unos cuantos recortes aquí y allí. Con un poco de limpieza. Con algo de selección no natural.
Pero no, nunca más voy a usar la canción sacrificial.
Nunca más. Pero aunque la usara, no sería para vengarme.
No la usaría de forma interesada.
Y ciertamente, no la usaría para conseguir sexo.
No, solamente la usaría para hacer el bien.
Y Henderson grita:
– ¡Streator! ¿Has llamado preguntando por las ladillas de la primera clase? ¿Has llamado sobre los hongos que se te comen el culo en el gimnasio? Tienes que pegarles la paliza a esa gente del Treeline o nunca vas a conseguir nada.
Y tan deprisa como un estremecimiento, tal como me estremezco en dirección al otro lado del pasillo, la canción sacrificial me viene a la cabeza, mientras cojo mi chaqueta y salgo de la sala.
Pero no, no la voy a usar. Y se acabó. No lo voy a hacer. Nunca.
Esos ruidoadictos. Esos silenciofóbicos.
A través del techo se oye el pumba, pumba, pumba de una batería. A través de las paredes se oyen las risas y los aplausos de los muertos.
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