Weber se encogió de hombros:
– Lo siento, nunca he oído hablar de él.
– Se supone que usted debería preguntarme si soy descendiente del gran compositor -dijo Corelli, sonriendo anticipadamente. Weber volvió a encogerse de hombros y el capitán le echó un cable-: Antonio Corelli, el de los Concerti Grossi. ¿No es aficionado a la música?
– Pues no, a mí me gusta… -El teniente hizo una pausa, incapaz de pensar en algo que le gustara-. No me ha dicho usted su graduación.
– Yo soy la breve, Carlo es la semibreve, él es la negra, él la corchea, ese muchacho que está en el agua es una semicorchea y el pequeño Piero aquí presente es una fusa. En el club de ópera tenemos nuestro propio sistema jerárquico, pero por lo demás soy capitán. Treinta y tres Regimiento de Artillería. Adelante, únase a nosotros, tenemos mucho vino. Las chicas están libres de servicio, pero estoy seguro de que ustedes ya tienen las suyas. Por cierto, habla un italiano excelente.
Günter Weber se aposentó en la arena, cauteloso ante todos aquellos joviales extranjeros de tez morena, y replicó:
– Soy del Tirol. Allí se habla mucho el italiano.
– Entonces ¿no es alemán?
– Claro que soy alemán.
Corelli puso cara de asombro:
– Yo creía que el Tirol estaba en Austria.
Weber notó que empezaba a perder la paciencia; ya era bastante problema tener que oír reparos a la reputación de Wagner, uno de los más grandes protofascistas.
– Nuestro Führer es austriaco -dijo-, y a nadie se le ocurre decir que no es alemán. Yo soy alemán.
Hubo un silencio incómodo, que Corelli rompió pasándole al otro una botella de vino.
– Beba y alégrese, hombre -dijo.
Günter Weber bebió y se alegró. El vino, el sol resplandeciente y el mitigante bálsamo de la brisa marina, el olor a áloe, los vigorosos cánticos, el código morse de la luz virginal persiguiendo el movimiento perpetuo de las aguas, todo ello conspiraba para ablandar la dura corteza de su corazón.
Permitió que Adriana disparase con su Luger, se quedó dormido, fue arrojado de las rocas al mar, se regodeó en la contemplación de las chicas desnudas, a las que les encantó su bronceado y su pelo rubio, y fue devuelto aquella noche a la base con el uniforme lleno de arena y convertido en miembro del club de ópera tras haber superado la iniciación consistente en convenir, entre copa y copa, en que si alguna vez expresaba admiración por Wagner sería fusilado sin juicio previo y sin posibilidad de apelación. Era el único miembro que no sabía cantar ni una nota; su rango, pausa de fusa con puntillo.
31. PROBLEMA CON LOS OJOS
Pelagia trataba al capitán lo peor que podía. Si le servía la comida le ponía el plato delante de manera que el contenido le salpicara y se derramara sobre la mesa, y si por casualidad le manchaba el uniforme iba en busca de un trapo húmedo, omitía el estrujarlo y desparramaba generosamente la sopa o el cocido sobre su guerrera, sin dejar de excusarse cínicamente por la guarrería. «Oh, no, por favor, kyria Pelagia, esto no hacía ninguna falta», protestaba él inútilmente. Al final ella se dio cuenta de que el capitán había adquirido el hábito de no arrimar su silla hasta que ella hubiera manchado la mesa de comida.
Su negativa a reconvenirla y su absoluta renuencia a ofrecer el tipo de amenazas que cabría esperar de un oficial de un ejército de ocupación sólo consiguieron sacarla de quicio. A Pelagia le habría gustado oírle gritar, ordenarle que pusiera fin a su insolencia, porque era tal la ira y la acritud que sentía, que sólo un enfrentamiento parecía susceptible de purgarla. Quería ventilar su enfado, sacudir los brazos como un predicador protestante; pero él, por lo visto, estaba decidido a frustrarla. El capitán se mantenía dócil y cortés, mientras ella se dedicaba en privado a practicar entrecerramientos de ojos y fruncimientos de labios que antes o después acompañarían al hipotético vendaval de recriminaciones e insultos que cada día esperaba con ilusión acumular sobre la cabeza de él. Tras dos meses de pasar las noches en vela, acurrucada en sus mantas sobre el piso de la cocina, Pelagia había perfeccionado diversas versiones del improvisado y vitriólico discurso con que esperaba dejarlo aturullado. Pero ¿cuándo iba surgir la oportunidad? ¿Cómo hace uno para estallar de justo rencor cuando el blanco del mismo se muestra circunspecto y cohibido?
El capitán no le parecía a ella el italiano típico. Cierto que a veces llegaba a casa un poco ebrio y que ocasionalmente sufría accesos de un incorregible buen humor; a veces entraba bruscamente y se postraba de rodillas, ofreciéndole una flor que ella aceptaba para luego dársela de comer, conspicua y sarcásticamente, a la cabra; a veces la cogía por el talle con la mano derecha, y la derecha de ella con la suya izquierda, y la hacía girar un par de veces como si bailaran un vertiginoso vals, pero esto sólo pasaba cuando su batería ganaba un partido de fútbol. Así pues, era impulsivo como el típico italiano y parecía que el mundo le traía sin cuidado, pero por otra parte daba la impresión de ser un sujeto muy reflexivo y un as en disimularlo. A menudo lo veía de pie junto a la tapia del patio con las manos a la espalda como un alemán, los pies separados, contemplando ensimismado las montañas o rumiando alguna cosa para la cual esas montañas eran poco más que un pacífico decorado visual. Ella adivinaba en él una tristeza emparentada con la nostalgia, pero sin llegar a serlo. «Ojalá -se decía Pelagia- fuese como los otros italianos, que me silban cuando paso o intentan pellizcarme el trasero. Entonces podría maldecirle, pegarle y llamarle "testa d'asino", y me sentiría muchísimo mejor.»
Un día, él se dejó la pistola encima de la mesa. Pelagia pensó lo fácil que le resultaría hurtarla y culpar a algún ratero oportunista. Se le ocurrió que hasta podría matarlo cuando entrara por la puerta, y luego unirse a los andartes con pistola incluida. Lo malo era que él ya no era un simple italiano sino el capitán Antonio Corelli, que tocaba la mandolina y se mostraba como una persona encantadora y muy respetuosa. En cualquier caso, a esas alturas podía haberlo matado con su Derringer, o haberle roto la crisma con una sartén, pero la tentación no se había presentado. De hecho, la idea era de por sí repugnante, y en el fondo habría sido contraproducente e inútil; sólo habría servido para provocar horribles represalias, y difícilmente habría contribuido a ganar la guerra. Pelagia decidió sumergir la pistola en agua durante unos minutos para que el cañón se oxidara por dentro y el mecanismo quedara atascado.
El capitán la sorprendió in fraganti cuando ella estaba precisamente sacándola del agua. Tenía el dedo índice metido por la guarda del gatillo y estaba sacudiendo aquel sorprendentemente pesado peso muerto a fin de escurrir las gotas. Pelagia oyó una voz a su espalda y del susto la pistola se le cayó de nuevo en la palangana.
– ¿Qué está haciendo?
– Santo Dios -exclamó ella-, qué susto me ha dado.
El capitán contempló la pistola sumergida con aire de objetividad científica, enarcó las cejas y dijo.
– Veo que anda metida en una travesura.
No era esto lo que ella esperaba, pero igualmente su corazón empezó a galopar de miedo e inquietud, y una sensación de pánico la privó momentáneamente de habla.
– La estaba lavando -balbuceó, débilmente-. Estaba grasienta que daba pena.
– No imaginaba que fuera usted tan patéticamente ignorante -repuso el capitán, lacónico.
Pelagia se ruborizó al sentir una curiosa emoción, una emoción que provenía del sarcasmo de él y de su irónica insinuación de que ella era una chica tonta y simpática que hacía tonterías porque era demasiado tonta y simpática para saberlo. Él estaba fingiendo paternalismo, lo cual era tan exasperante como ser condescendiente sin ambages. Por otro lado ella seguía asustada, nerviosa por lo que él pudiera hacer, y también, en el fondo de su pensamiento, enfadada todavía por no haber conseguido provocarle.
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