Louis de Bernières - La mandolina del capitán Corelli

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La mandolina del capitán Corelli: краткое содержание, описание и аннотация

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En plena Segunda Guerra Mundial, la llegada de los italianos trastoca la apacible vida de un remoto pueblo de la es la griega de Cefalonia. Pero aún más la de Pelagia -hija del médico- a causa del oficial italiano, el capitán Corelli, que va a alojarse en su casa. Surgirá el amor. Y también una tragedia que muy pronto interrumpirá la guerra de mentirijillas y la velada confraternización entre italianos y griegos.
Louis de Bernières ha conseguido un bello canto al amor y una afirmación de la vida y todo lo verdaderamente humano que tenemos los hombres y las mujeres. La ternura lírica y la sutil ironía con que está narrado nos envuelve desde la primera página.
Desde el momento de su primera publicación en 1994, La mandolina del capitán Corelli ha sido un éxito continuo con casi dos millones de ejemplares vendidos en todo el mundo.
Ahora se ha convertido en una inolvidable película protagonizada por Penélope Cruz y Nicholas Cage.

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Él no apartaba la vista. Cuando ya los vahídos estaban a punto de aturullarla del todo, él se puso a gesticular sin dejar de abarcarla con su encaro. Hinchaba rítmicamente las ventanas de la nariz y meneaba las orejas; desnudaba los dientes como un caballo y movía de un lado a otro la punta de la nariz. Finalmente puso cara de sátiro e hizo una mueca.

Pelagia notó que una sonrisa le tiraba de las comisuras con creciente fuerza. El último tirón fue irresistible, y de pronto soltó una carcajada y pestañeó. Corelli dio un brinco y empezó a bailar ejecutando absurdas cabriolas mientras gritaba:

– He ganado, he ganado.

El doctor levantó los ojos de su libro, y exclamó:

– ¿Qué? ¿Qué? ¿Cómo?

– Ha hecho trampa -protestó Pelagia, riendo. Y volviéndose hacia su padre-: Papá, ha hecho trampa, eso no es justo.

El doctor paseó la mirada del coribántico capitán a su remilgadamente risueña hija, se ajustó las gafas y suspiró:

– ¿Y ahora qué? -preguntó retóricamente, sabiendo muy bien lo que venía a continuación y procurando de antemano pensar la mejor manera de sobrellevarlo.

32. LIBERANDO A LAS MASAS (2)

– Eh, oiga, ¿qué está haciendo? Largo de aquí. Deje en paz a mis ovejas.

Héctor no quiso soltar la oveja joven que llevaba al hombro. Héctor le recordó a Mandras la imagen del Buen Pastor como salía en los libros de religión que los misioneros católicos solían repartir en los pueblos ortodoxos, y también el Jesús de la Biblia. Qué inspiración la de Héctor, qué claridad de ideas. Era un hombre que lo comprendía todo. Tenía un libro llamado ¿Qué hacer? y sabía exactamente dónde buscar una cita o una explicación. Era un libro muy viejo y muy manoseado, pero lo había escrito un tal Lenin que era más importante aún que Jesús. A Mandras le abrumaba el modo en que Héctor podía mirar todos aquellos gusanitos impresos y convertirlos en sabias palabras. Héctor le había prometido enseñarle a leer, a él y a otros analfabetos, e iban a constituir una Célula Autodidacta Obrera. Mandras se sabía ya el alfabeto y había dado una charla sobre el arte de pescar en el mar. Todos le habían aplaudido. Por Héctor había sabido que no era un pescador sino un trabajador, y que lo que él y un carpintero y un obrero de una fábrica tenían en común era que los capitalistas se quedaban con todos los beneficios de su trabajo. Sólo que a ese beneficio se le llamaba plusvalía. Él todavía no entendía cómo su plusvalía iba a parar a otros, pero sólo era cuestión de tiempo. Sintió inquina contra el rey por hacer que las cosas fueran de aquella manera, y aprendió a fruncir el ceño o a reír con sarcasmo cada vez que alguien mencionaba a los ingleses o los americanos, como hacían los otros. Podía hacer reír a la gente llamando «burgués» a su fusil cuando no le funcionaba bien. Oficinistas, armadores y cualquier agricultor que empleara a otras personas eran burgueses, y los médicos también. Pensó en todo el pescado que había regalado al doctor Iannis en pago por el tratamiento y se puso de mal humor. El doctor era más rico que él, y en un mundo justo sería la plusvalía del otro la que le correspondería a él. Lo que debería haber hecho era reunirse con los demás pescadores y negarse a vender pescado a menos que fuera a buen precio. Ahora lo veía clarísimo.

Mandras empezaba a considerarse instruido e informado, y de hecho veneraba a Héctor, aquel hombre más fuerte y mayor que había estado en lo más reñido de la batalla de Guadalajara y echado a los fascistas italianos. ¿Dónde está Guadalajara? En España. Ya, ¿y dónde está España exactamente? No te apures, un día de éstos tendremos clase de geografía. Palmada en la espalda. Gracias, camarada. Era un mundo de adultos, aquí no había señor ni señora, sólo camarada. Marcial, alentador, solidario, viril: camarada. Una palabra cordial, llena de solidaridad.

Héctor sonrió al furioso pequeño propietario y dijo:

– Nos llevamos esta oveja por orden del Alto Mando Aliado en El Cairo.

El campesino lanzó un profundo suspiro de alivio y dijo:

– Y yo que pensaba que eran ladrones.

Héctor rió, y Mandras hizo otro tanto. El hombre alargó la mano. Héctor contempló aquella palma callosa y mugrienta y torció brevemente el gesto.

– Un soberano de oro -explicó el granjero.

– Vete a la porra -dijo Héctor-. ¿Es que eres fascista o qué?

– Los ingleses siempre me pagan un soberano por cada oveja -dijo el hombre-. Es el precio habitual. ¿No sois del EDES? Tendríais que saberlo.

– Somos del ELAS, y no creemos que la pérdida de una oveja sea una catástrofe si tienes en cuenta lo que intentamos hacer por ti. Te pagaremos más adelante. Ahora haz lo que te digo y vete a la porra. Las nuevas órdenes de los británicos son coger la oveja y pagar después.

El campesino se miró las botas:

– El EDES me ha dado un soberano de oro esta mañana a cambio de otra oveja.

– Si me entero de que has estado vendiendo provisiones al EDES, eres hombre muerto -dijo Héctor-, así que a callar. ¿Acaso no sabes que colaboran con los fascistas?

– Ayer volaron un puente -insistió el pobre hombre.

– Maldita sea -estalló Héctor-, ¿tan estúpido eres que no sabes distinguir una operación encubierta?

Mientras se alejaban, la oveja incautada lanzando balidos de angustia sobre los hombros del andarte y el hombre rascándose la cabeza de puro desconcierto, Mandras sonrió y dijo:

– Así aprenderá. -Hizo una pausa, lamentó el silencio resultante, por más que fuera entre camaradas, y añadió remiso pero con apropiado desdén-: Fascista soplón.

33. PROBLEMA CON LAS MANOS

Era una noche estigia. Fuera caía una cortina de lluvia y soplaba un levante racheado; objetos desconocidos pasaban trapaleando por el camino, y al doctor empezaba a preocuparle la salud del tejado, cuyas tejas oía rascar las unas contra las otras a medida que se levantaban y se posaban y se volvían a mover. Estaban los tres sentados en la cocina, Pelagia deshaciendo su cada vez más menguada colcha, el doctor leyendo un libro de poemas y el capitán componiendo una sonata al estilo de Scarlatti. Pelagia estaba fascinada por el modo en que él parecía escuchar la música dentro de su cabeza, y de vez en cuando iba a ver los progresos de aquellos incomprensibles garabatos sobre el pentagrama. En un momento dado apoyó una mano en el hombro de él porque le pareció la postura más natural estando de pie a su lado, y sólo un par de minutos después se dio cuenta de lo que estaba haciendo.

Se miró con sorpresa la mano, que descansaba en el cuerpo del hombre, como reprendiéndola por conducirse con tanta temeridad sin mediar una adecuada supervisión adulta. Se preguntó qué hacer. Si la retiraba de golpe, podría parecer brusca. Con ello podía dar a entender que la había puesto allí sin darse cuenta, y así él supondría unos sentimientos por su parte que a ella no le habría gustado reconocer ni delante de él ni de sí misma. Tal vez si la dejaba allí como si fuera de otra persona tendría la posibilidad de negar toda responsabilidad en sus acciones. Pero ¿y si de repente él advertía que la mano estaba allí? Si la movía, él notaría al instante que la mano había estado efectivamente en su hombro; y si no la movía, tal vez él se daría cuenta de que estaba allí y sacaría conclusiones del hecho de que no la hubiera movido. Pelagia se miró ceñuda la mano y notó que la ansiedad obstaculizaba su comprensión del monólogo explicativo de él acerca del fraseo y la armonía. Decidió con tino que lo mejor era dejar la mano donde estaba y fingir que no le pertenecía. Se inclinó hacia adelante y adornó su cara con una expresión que intentaba comunicar la máxima seriedad intelectual y el mayor despojo de afecto natural y atracción física.

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