Louis de Bernières - La mandolina del capitán Corelli

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La mandolina del capitán Corelli: краткое содержание, описание и аннотация

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En plena Segunda Guerra Mundial, la llegada de los italianos trastoca la apacible vida de un remoto pueblo de la es la griega de Cefalonia. Pero aún más la de Pelagia -hija del médico- a causa del oficial italiano, el capitán Corelli, que va a alojarse en su casa. Surgirá el amor. Y también una tragedia que muy pronto interrumpirá la guerra de mentirijillas y la velada confraternización entre italianos y griegos.
Louis de Bernières ha conseguido un bello canto al amor y una afirmación de la vida y todo lo verdaderamente humano que tenemos los hombres y las mujeres. La ternura lírica y la sutil ironía con que está narrado nos envuelve desde la primera página.
Desde el momento de su primera publicación en 1994, La mandolina del capitán Corelli ha sido un éxito continuo con casi dos millones de ejemplares vendidos en todo el mundo.
Ahora se ha convertido en una inolvidable película protagonizada por Penélope Cruz y Nicholas Cage.

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– No, vamos por nuestra cuenta. No tenemos nombre.

– Menos mal -dijo el del fez-. Bueno, largaos a vuestros pueblos.

– Yo no tengo pueblo -dijo uno de los prisioneros-, los italianos lo quemaron.

– Vamos a ver, o volvéis a vuestros pueblos y nos dejáis las armas, o nos plantáis cara y os matamos, o bien os quedáis con nosotros a mis órdenes. Este territorio es nuestro y nadie mete sus narices en él, ni siquiera el EDES, así que decidid.

– Hemos venido a luchar -explicó Mandras-. ¿Tú quién eres?

– Yo soy Héctor, aunque mi verdadero nombre no lo sabe nadie, y éstos… -señaló a su tropa- son la rama local del ELAS.

Los hombres sonrieron con amabilidad, cosa que no cuadraba con el aire dictatorial del fez. Mandras miró uno por uno a los suyos y preguntó:

– ¿Nos quedamos?

Todos manifestaron su conformidad asintiendo con la cabeza. Llevaban demasiado tiempo en el campo como para darse por vencidos, y era buena cosa haber encontrado un líder capacitado para dar órdenes. Había sido desmoralizador el ir vagando como Ulises de un sitio a otro, lejos de todo, improvisando una resistencia que nunca parecía dar frutos.

– Bien -dijo Héctor-. Venid con nosotros y veremos de qué pasta estáis hechos.

Desarmados todavía, fueron conducidos en breve columna hasta un pueblecito situado a unos tres kilómetros y en el que sólo había unos cuantos perros larguiruchos, unas pocas casas de muros pandeados cuya piedra había perdido el mortero y se mantenían unidas sólo por la gravedad o la costumbre, y un camino que, de forma provisional y optimista, se había ensanchado hasta formar una calle polvorienta. Había una sola casa guardada por un andarte, y a este hombre se dirigió Héctor, diciendo:

– Sácalo.

El partisano entró en la casa y a puntapiés hizo salir a un viejo macilento que se quedó de pie al sol temblando y pestañeando, desnudo hasta la cintura. Héctor le pasó a Mandras un trozo de cuerda con nudos y, señalando al viejo, le dijo:

– Pégale.

Mandras miró a Héctor sin creer lo que oía, y éste le lanzó una mirada fiera.

– Si quieres estar con nosotros, has de aprender a administrar justicia. Este hombre ha sido declarado culpable. Y ahora pégale.

Era repugnante, pero no imposible, pegar a un colaboracionista. Fustigó al viejo con flojedad, por consideración a sus años, pero Héctor exclamó con impaciencia:

– Más fuerte, más. ¿Qué eres tú? ¿Una mujer?

Mandras volvió a fustigar al hombre, un poco más fuerte.

– Otra vez -ordenó Héctor.

A cada azote le resultaba más fácil; de hecho aquello tenía un efecto vigorizador. Era como si toda la ira acumulada desde el día de su nacimiento brotara de sus entrañas, purgándolo y dejándolo como nuevo. El viejo, que había chillado y se había bamboleado a cada golpe, encogido de miedo, acabó por arrojarse al suelo entre lastimeros gemidos, y entonces Mandras comprendió que podía convertirse en un dios.

Una chica que no tendría más de diecinueve años echó a correr librándose del andarte que la sujetaba y se arrojó a los pies de Héctor. Jadeaba de miedo y desesperanza.

– ¡Es mi padre! ¡Mi padre! -exclamó la chica-. Tened piedad de él, no es más que un viejo, oh, pobre padre mío.

Héctor apoyó la planta del pie en el hombro de la chica y la apartó:

– Calla, camarada, deja de lloriquear o no respondo de las consecuencias. Que alguien se la lleve.

Se la llevaron a rastras, entre súplicas y sollozos, y entonces Héctor le cogió la cuerda a Mandras.

– Tienes que hacerlo así -dijo, como si le explicara algún abstruso concepto científico-. Empiezas por arriba… -Descargó un amplio latigazo sobre los hombros del viejo- Sigues por abajo… -Abrió un nuevo surco de sangre en la región lumbar-. Y después vas llenando el espacio con líneas paralelas, hasta que no le quede piel. A eso me refería cuando dije «pégale».

Mandras ni siquiera advirtió que el hombre había dejado de moverse, de gritar y de gemir. Con silenciosa determinación fue llenando el espacio entre las dos líneas, volviendo a las que pudieran haber dejado un asomo de carne intacta. Le dolían los músculos de los hombros, y al final hubo de parar un momento para enjugarse la frente con la manga. Una mosca se posó en la espalda del viejo, y Mandras la aplastó de un nuevo trallazo. Héctor dio un paso al frente, le arrebató la cuerda y le entregó una pistola.

– Ahora mátale. -Se apuntó con el índice en su propia sien y empleó el pulgar para simular un imaginario percursor.

Mandras se puso de rodillas y apoyó el cañón en la cabeza del viejo. Vaciló, horrorizado de sí mismo. No podía hacerlo. Cerró con fuerza los ojos. No podía quedar mal. Estaba en juego su honor, se trataba de ser un hombre delante de otros hombres. Además, el verdugo era Héctor, él sólo era un peón. Aquel hombre había sido sentenciado a muerte y moriría de todos modos. Se parecía un poco al doctor Iannis, con su ralo pelo gris y su occipital prominente; el doctor Iannis, que no le creía digno de una dote. ¿Y a quién le importa un viejo inútil? Mandras tensó los músculos de la cara y apretó el gatillo.

No miró al revoltijo sanguinolento de sesos y fragmentos de hueso, sino el humeante orificio del cañón de la pistola. Héctor se la arrebató y le devolvió la carabina. Luego le dio unas palmaditas y dijo:

– Servirás.

Mandras hizo un esfuerzo para ponerse en pie pero estaba agotado, y Héctor le puso el brazo bajo la axila para ayudarle.

– Justicia revolucionaria -explicó, y añadió-: necesidad histórica.

Al abandonar la aldea por el polvo y las melladas piedras que una vez más se habían reducido a un sendero, Mandras descubrió que no se atrevía a mirar a nadie, y caminó con la mirada clavada en tierra.

– ¿Qué hizo el viejo? -preguntó al fin.

– Era un puerco ladrón.

– ¿Qué robó?

– Bueno, no es que robara exactamente -dijo Héctor, quitándose el fez y rascándose la cabeza-, pero los británicos nos lanzan provisiones a nosotros y al EDES. Habíamos dado instrucciones a la gente de que nos informaran de cualquier lanzamiento para así llegar nosotros antes que nadie. Es lógico, dadas las circunstancias. Ese hombre fue a comunicar el lanzamiento al EDES, y después de hacerlo abrió una caja y cogió una botella de whisky. Lo encontramos tumbado bajo la lona del paracaídas, borracho como un turco. Robo y desobediencia. -Volvió a ponerse el fez-. Hay que tener mano dura con esta gente, de lo contrario hacen lo que les da la gana. Están llenos de falsa conciencia, y eso es algo que hay que quitarles de la cabeza, por su propio interés. No te lo creerás, pero la mitad de estos campesinos son monárquicos. ¡Figúrate! ¡Identificarse con el opresor!

A Mandras nunca se le había ocurrido ser otra cosa que partidario del rey, pero asintió en señal de conformidad y luego preguntó:

– ¿Las provisiones eran para el EDES?

– Sí.

A sus espaldas oyeron un atroz gemido que rasgó la quietud de la aldea; subía y bajaba como una sirena y, resonando desde el risco hasta las rocas del otro lado del valle, se mezclaba otra vez con las tardías variaciones de su propio eco. Mandras apartó de su mente la imagen precisa de lo que estaba ocurriendo allí -el fúnebre plañir de la chica, morena y joven como Pelagia, que se mecía entre sollozos sobre la carne lacerada de su padre- y fijó su atención en el ulular. Si uno no pensaba en lo que era, sonaba en verdad extrañamente hermoso.

29. ETIQUETA

Una bonita mañana durante el inicio de la ocupación, el capitán Antonio Corelli despertó como de costumbre sintiéndose culpable. Era algo que le afectaba cada mañana dejándole un sabor a mantequilla rancia en la boca, y se debía al hecho de saber que dormía en una cama ajena. Día a día veía bajar el trinquete de su amor propio a medida que bregaba con la idea de haber desplazado a Pelagia y que ella durmiese, envuelta en unas mantas, sobre las frías losas de la cocina. Cierto que Psipsina solía ir con su ama cuando arreciaba el frío, y también que él le había llevado dos petates del ejército para que los usara a modo de colchón, pero aun así se sentía indigno y se preguntaba si ella lo miraría siempre como a un apestado. Le preocupaba también que Pelagia tuviera que levantarse muy temprano para recoger su cama y estar presentable cuando él entrara en la cocina. Solía encontrarla bostezando, resiguiendo con el dedo el complicado inglés de la enciclopedia médica, o bien trabajando rencorosamente en una colcha de ganchillo que nunca parecía aumentar. Todos los días él se tocaba la gorra y le decía «Buon giorno, kyria Pelagia», y todos los días encontraba ridículo saber decir «señorita» en griego pero no «buenos días», lo que le impedía decírselo al pasar por su lado camino de donde Carlo le esperaba en el jeep. El capitán pidió consejo al doctor Iannis.

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