Un oficial que estaba buscando a sus hombres se detuvo e interrogó nerviosamente al doctor, agitando un mapa en sus narices:
– Ecco una carta della Cephallonia -dijo-. Dov'é Argostolion?
El doctor escudriñó los oscuros ojos de aquel rostro bien parecido, diagnosticó un caso terminal de extrema afabilidad y replicó, en italiano:
– Yo no hablo italiano, y Argostolion está más o menos enfrente de Lixouri.
– Para no hablarlo, lo hace con mucha soltura -dijo el oficial, sonriendo-. ¿Y dónde queda Lixouri?
– Pues enfrente de Argostolion. Si encuentra una, encontrará la otra, sólo que tendrá que nadar un poco entre las dos.
Pelagia le dio un codazo de advertencia, temiendo represalias. Pero el oficial suspiró, se levantó el casco para rascarse la frente y los miró de soslayo:
– Me voy con los otros -dijo, y así lo hizo, pero regresó un momento después, ofreció a Pelagia una pequeña flor amarilla y desapareció una vez más.
– Extraordinario -dijo el doctor Iannis, garabateando en su cuaderno.
Una columna de hombres más elegantes que los demás pasó desfilando ordenadamente. Al frente de los mismos sudaba el capitán Antonio Corelli del 33.° Regimiento de Artillería; colgado a la espalda llevaba un estuche que contenía la mandolina a la que había bautizado como Antonia, porque era su otra mitad. Al divisar a Pelagia gritó:
– Bella bambina a las nueve en punto. ¡Vista a la izquierda!
Las cabezas de la tropa giraron al mismo tiempo como movidas por un resorte, y durante un sorprendente minuto Pelagia presenció una demostración de las payasadas y expresiones más cómicas y grotescas inventadas por el hombre. Uno de los soldados se hizo el bizco y dobló su labio inferior hacia abajo, otro hizo un puchero y le envió un beso, otro convirtió su paso en andares a lo Chaplin, otro fingió ir tropezando con sus propios pies y otro se puso el casco de través, hinchó las ventanas de la nariz y puso los ojos literalmente en blanco haciendo desaparecer la pupila tras el párpado superior. Pelagia se cubrió la boca con la mano.
– No te rías -le ordenó el doctor-. Nuestra obligación es odiarlos.
24. UNA RENDICIÓN MUY POCO AFABLE
No llegué a Cefalonia hasta mediados de mayo, y si fui transferido allí, al 33.° Regimiento de Artillería, división Acqui, fue porque los problemas musculares de mi muslo me habían dejado temporalmente inútil para otra cosa que no fueran servicios de guarnición. En aquellos momentos me sentía tan decepcionado del ejército que habría ido a cualquier parte sólo para estar tranquilo, meditar sobre mis recuerdos y rascarme las heridas. Estaba experimentando la abyecta depresión de los soldados que han llegado a la conclusión de haber estado luchando en el bando equivocado, gastando infinitud de esfuerzos y agotando las fuentes del valor y la cordura hasta quedar vaciado; de hecho tenía la sensación de que mi cabeza estaba hueca y de que la cavidad de mi tórax era un vacío. Aún estaba entumecido de pesar por la muerte de Francesco, y seguía sorprendiéndome de mi propia estupidez al no haber intuido que la quimera de obtener el mejor partido de mi vicio se había basado en un error de cálculo: es cierto que mi amor por Francesco me había inspirado grandes cosas, pero no había contado con la posibilidad de que lo mataran. Yo había ido a la guerra como un romántico y había salido de ella desolado, abatido e infeliz. Me viene a la cabeza la expresión «transido de dolor», sólo que me parece inadecuada para describir la sensación de estar absolutamente deshecho, en cuerpo y alma. Supe que necesitaba huir -sentí envidia de nuestros soldados en Yugoslavia que habían cambiado de bando alistándose en la división Garibaldi-, pero al final es imposible huir de los monstruos que te devoran desde lo más hondo de las entrañas, y el único modo de subyugarlos es o bien luchar contra ellos, como Jacob contra el ángel o Hércules contra sus serpientes, o bien no prestarles atención hasta que ellos mismos se rindan y se desvanezcan. Yo hice lo segundo, y a ello contribuyó un pequeño milagro que se llamaba capitán Antonio Corelli. Él fue mi venero de optimismo, un manantial transparente, una clase de santo sin rastro de repelente piedad, una clase de santo que consideraba la tentación algo con lo que jugar y no algo a lo que resistirse, y que fue siempre un hombre de honor porque en realidad no conocía otra manera de ser.
Le conocí en el campamento, a las afueras de Argostolion, en los días anteriores a que los oficiales de intendencia concertaran alojamientos con la población local. Mediaba la primavera y la isla estaba en su apogeo de serenidad y belleza. Unos meses antes el tiempo puede ser muy borrascoso, y unos cuantos después insoportablemente caluroso, pero en primavera el clima es muy suave, hay una brisa ligera, algunas noches llueve moderadamente y brotan flores silvestres en los lugares más inesperados. Tras la tortura de la guerra me pareció haber desembarcado en la Arcadia; la sensación de paz era tan abrumadora que me provocó ganas de llorar ,de agradecimiento e incredulidad. Aquélla era una isla en la que era imposible estar de mal humor, donde no había espacio para emociones malsanas. Cuando yo llegué la división Acqui había sucumbido ya a los encantos de la isla y, apoltronada en sus cojines y entrecerrados los ojos, se había sumido en un sueño apacible. Olvidamos que éramos soldados.
Lo primero que me chocó fue la lancinante claridad de la luz. Supongo que sería ridículo sostener que el aire de Cefalonia carece de densidad, pero la luz es allí tan pelúcida, tan pura, que uno queda temporalmente cegado y arrollado por ella, pero sin sentir dolor. Estuve dos o tres días yendo de un lado a otro con los ojos entornados. Descubrí que en Cefalonia anochece sin la intervención del crepúsculo, y que antes de llover la luz parece de nácar. Tras la lluvia, la isla huele a pino, a tierra tibia y a mar.
La segunda cosa que me chocó, es curioso, fue la magnitud y la antigüedad increíbles de los olivos. Eran nudosos y ennegrecidos, retorcidos y robustos, y me hacían sentir extrañamente efímero, como si hubieran visto gente como nosotros más de mil veces y luego hubieran contemplado nuestra partida. Eran árboles dotados de una omnisciencia paciente. En Italia talamos los árboles viejos y plantamos otros nuevos, pero aquí era posible poner la mano sobre la vetusta corteza, mirar por entre la bóveda del follaje los fragmentos de cielo resplandeciente y sentirse empequeñecido por la sensación de que otros quizá han hecho lo mismo bajo ese mismo árbol hace un milenio. Los griegos los mantienen vivos a base juiciosas podas repetidas generación tras generación; puede que los árboles acaben acostumbrándose a determinada familia de igual modo que una casa o un rebaño de ovejas.
La tercera cosa que me chocó fue la callada y resuelta dignidad de los isleños, y pronto iba a descubrir que no era yo el único impresionado por ello. Muchos de nuestros soldados eran del tipo camorrista y grosero que suele darse en cualquier ejército, el típico criminal que por serendipismo ha dado con un sistema legítimo de ser un hijo de puta, y algunos eran lo bastante borrachos y ruines como para actuar como si la conquista les hubiera otorgado derechos sobre la plebe, pero la verdad es que los isleños dejaron muy claro desde el principio que no iban a aguantar tonterías, tuviéramos armas o no. Por suerte los oficiales de la división eran gente honesta; de no ser así, los isleños no habrían tardado en sublevarse, como en efecto hicieron en las zonas ocupadas por los alemanes.
Ilustraré el orgullo del pueblo contando con detalle lo que ocurrió cuando les pedimos que se rindieran. Esto me lo contó el capitán Corelli. Él era proclive a exageraciones efectistas cuando narraba historias; todo en él era original, sus circunstancias le venían siempre pequeñas y solía decir cosas por mor de su eficacia para divertir, pasando irónicamente por alto la verdad. Por regla general el capitán observaba la vida con perpetuo asombro, y no tenía pizca de ese orgullo de sí mismo que impide que uno cuente chistes en que uno es el propio chanceado. Había gente que le consideraba medio chiflado, pero yo lo veo como alguien que amaba tanto la vida qué le tenía sin cuidado dar una impresión u otra. Adoraba a los niños; una vez le vi dar un beso en la cabeza a una chiquilla mientras toda su batería esperaba en posición de firmes a que pasara revista, y le gustaba hacer reír a las mujeres guapas entrechocando los talones y saludando con tal precisión militar que convertía el saludo en una parodia de todo lo marcial. Para hacerse una idea de la clase de hombre que era, diré que cuando saludaba al general Gandin lo hacía con tan poco garbo que rayaba la insolencia.
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