Louis de Bernières - La mandolina del capitán Corelli

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La mandolina del capitán Corelli: краткое содержание, описание и аннотация

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En plena Segunda Guerra Mundial, la llegada de los italianos trastoca la apacible vida de un remoto pueblo de la es la griega de Cefalonia. Pero aún más la de Pelagia -hija del médico- a causa del oficial italiano, el capitán Corelli, que va a alojarse en su casa. Surgirá el amor. Y también una tragedia que muy pronto interrumpirá la guerra de mentirijillas y la velada confraternización entre italianos y griegos.
Louis de Bernières ha conseguido un bello canto al amor y una afirmación de la vida y todo lo verdaderamente humano que tenemos los hombres y las mujeres. La ternura lírica y la sutil ironía con que está narrado nos envuelve desde la primera página.
Desde el momento de su primera publicación en 1994, La mandolina del capitán Corelli ha sido un éxito continuo con casi dos millones de ejemplares vendidos en todo el mundo.
Ahora se ha convertido en una inolvidable película protagonizada por Penélope Cruz y Nicholas Cage.

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– Verá, cuando estaba sordo de este lado no podía oírla. Me sentaba de manera que el oído bueno me quedase del otro lado, comprende, y así podía soportarlas, más o menos.

– ¿Soportarlas?

– Sí, las quejas. Quiero decir que antes era algo como el murmullo del mar. Me gustaba. Me ayudaba a dormir. Pero ahora suena demasiado fuerte, y no para nunca. Una queja detrás de otra. -El hombre meneó los hombros imitando a una mujer enfadada y parodió a su esposa-: «No sirves para nada, ¿por qué no entras la leña? ¿Por qué nunca hemos tenido un céntimo, por qué siempre tengo que hacerlo todo yo, por qué no me habré casado con un hombre, cómo se entiende que sólo hayas sabido darme hijas, dónde está el hombre con el que me casé?» En fin, cosas así. Me volverá loco.

– ¿Ha probado a atizarla?

– No, iatre: La última vez ella me partió un plato en la cabeza. Todavía conservo la cicatriz. Mire. -El viejo se inclinó y señaló algo invisible encima de la frente.

– Pues será mejor que no le pegue -dijo el doctor-. Siempre encuentran modos más subversivos de intimidarlo a uno, como poner demasiada sal en la comida. Mi consejo es que sea amable con ella.

Stamatis le miró perplejo. Le parecía una línea de acción tan inimaginable que jamás había imaginado la posibilidad de imaginársela.

– Iatre… -protestó, pero no encontró las palabras.

– Usted entre la leña antes de que ella se lo pida y llévele una flor cada vez que vuelva del sembrado. Si hace frío póngale un chal sobre los hombros, y si hace calor llévele un vaso de agua fresca. Es sencillo. Las mujeres sólo se quejan cuando se sienten infravaloradas. Piense en ella como si fuera su madre que ha enfermado, y actúe en consecuencia.

– Entonces ¿no va a ponerme otra vez el… eeeh…, cucurbitáceo y beligerante internamiento olfatorio?

– Claro que no. Violaría el juramento hipocrático. Eso no se puede hacer. Por cierto, fue Hipócrates el que dijo «a grandes males grandes remedios».

Stamatis parecía alicaído.

– ¿Eso lo dijo Hipócrates? Entonces ¿he de ser amable con ella?

El doctor asintió paternalmente y Stamatis se encasquetó el sombrero.

– Oh, Dios -dijo.

El doctor observó al viejo desde su ventana. Stamatis salió a la calle y empezó a andar. Al momento se detuvo y miró una pequeña flor morada que había en el terraplén. Se agachó para cogerla pero de pronto se enderezó. Miró en derredor para asegurarse de que nadie le espiaba. Se tiró del cinturón como quien se apresta para la lucha, lanzó una fiera mirada a la flor y giró sobre los talones. Echó a andar otra vez, pero se detuvo. Como un ladronzuelo en acción, Stamatis retrocedió a toda prisa, arrancó la flor por el tallo, la escondió en su chaqueta y se alejó con un aire afectadamente despreocupado y casual. El doctor se asomó a la ventana y, por el sencillo pero malicioso placer de presenciar su engorro y su vergüenza, le gritó.

– ¡Bravo, Stamatis!

8. UN GATO MUY RARO

Lemoni entró corriendo en el patio de la casa del doctor cuando éste se dirigía a la kapheneia para desayunar; Iannis tenía pensado reunirse allí con todos sus contertulios y discutir de los problemas del mundo. El día antes había medido sus armas con Kokolios acerca del comunismo, y por la noche se le había ocurrido un magnífico argumento que de tanto ensayarlo mentalmente le había impedido dormir, obligándole a levantarse y añadir unas líneas a la historia que estaba escribiendo, una pequeña diatriba sobre la familia Orsini. Su discurso a Kokolios rezaba así:

«Vamos a ver, si el Estado emplea a todo el mundo, es obvio que es el Estado quien paga a todo el mundo, ¿de acuerdo? Entonces, los impuestos que revierten al Estado no son sino dinero que procedía del Estado, ¿de acuerdo? De modo que el Estado sólo recibe más o menos un tercio de lo que pagó la semana anterior. Así que esta semana la única manera de pagar a todo el mundo es imprimir más papel moneda, ¿no? De lo que se deduce que en un Estado comunista el dinero pronto se convierte en una entelequia, porque el Estado no tiene con qué representar ese dinero.»

Se imaginaba la respuesta de Kokolios: «Ah, iatre, el dinero que falta sale de los beneficios.» Entonces, veloz como el rayo, el doctor le espetaría: «Pero mire, Kokolios, el Estado no tiene otra manera de obtener beneficios que vendiendo mercancías al extranjero, y el único modo de que esto suceda es si los demás estados con capitalistas y disponen de superávit con que comprar las cosas. O bien tienes que vender a empresas capitalistas. Es decir, es evidente que el comunismo no puede sobrevivir sin el capitalismo, lo cual lo hace contradictorio en sí mismo, pues se supone que el comunismo es la superación del capitalismo, y encima se supone que es internacionalista. De mi argumentación se colige que si todo el mundo se volviera comunista, la economía del planeta entero quedaría paralizada en menos de una semana. ¿Qué me dice a eso?» El doctor estaba ensayando el ademán dramático con que concluiría su perorata (devolver la pipa a su posición entre los dientes apretados), cuando Lemoni le tiró de la manga y le dijo:

– Iatre, por favor, he encontrado un gato muy raro.

El hombre miró a aquella niña menuda, reparó en su expresión ansiosa y dijo:

– Ah, hola, koritsimou. ¿Decías…?

La chiquilla, exasperada, puso los ojos en blanco y se pasó una mano por la frente, dejando a su paso una franja de mugre:

– Que he encontrado un gato muy raro.

– Lista que eres tú. ¿Por qué no se lo cuentas a tu papá?

– El gato está enfermo.

– Enfermo ¿de qué?

– Está cansado. A lo mejor tiene dolor de cabeza.

El doctor vaciló. Le esperaba una taza de café y tenía que pronunciar ante la asamblea su definitiva refutación del comunismo. Sintió una punzada de infantil desilusión ante la idea de tener que privarse de los aplausos. Bajó la vista, vio la cara de consternación de la chiquilla, sonrió con noble resignación y le cogió la mano:

– Bueno, enséñame dónde está ese animalucho -dijo-, y recuerda que los gatos no me gustan. Además, no sé cómo se cura el dolor de cabeza de los gatos. Sobre todo si son raros.

Lemoni lo condujo impaciente por el camino, instándole a apretar el paso a cada momento. Luego lo hizo subirse a un muro de poca altura y a agacharse bajo las ramas de los olivos.

– ¿No podríamos ir dando un rodeo? -preguntó él-. Soy más alto que tú, no lo olvides.

– Derecho llegaremos más rápido.

Lemoni le hizo cruzar un trecho de zarzas y matojos, y luego se arrodilló y empezó a meterse a cuatro patas por un túnel que algún animal había fabricado para su uso particular.

– Yo no paso por ahí -protestó el doctor-. Soy demasiado grande.

Se abrió paso con su bastón siguiendo lo mejor que pudo el trasero que se le escapaba delante. Se imaginó el descontento de Pelagia cuando le pidiese que le remendara los pantalones e hiciera algo con las hilachas sueltas. Los rasguños empezaban a escocerle.

– ¿Qué diablos hacías aquí dentro? -preguntó.

– Buscar caracoles.

– ¿Sabías que la niñez es la única época de la vida en que la locura no sólo está permitida sino que además se da por sentada? -preguntó retóricamente el doctor-. Si yo me pusiera a buscar caracoles a gatas me llevarían a El Pireo y me encerrarían.

– Había muchos y grandes -observó Lemoni.

Cuando el doctor empezaba a perder la paciencia, llegaron a un pequeño claro que en tiempos había quedado dividido en dos partes por una combada cerca de alambre de espino. Lemoni se puso en pie de un salto y corrió hacia la cerca señalando con el dedo. El médico tardó unos segundos en darse cuenta de que tenía que seguir no la línea del puerco dedo (obtusamente dirigido hacia el cielo) sino la línea general del brazo de la chiquilla.

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