Louis de Bernières - La mandolina del capitán Corelli

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La mandolina del capitán Corelli: краткое содержание, описание и аннотация

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En plena Segunda Guerra Mundial, la llegada de los italianos trastoca la apacible vida de un remoto pueblo de la es la griega de Cefalonia. Pero aún más la de Pelagia -hija del médico- a causa del oficial italiano, el capitán Corelli, que va a alojarse en su casa. Surgirá el amor. Y también una tragedia que muy pronto interrumpirá la guerra de mentirijillas y la velada confraternización entre italianos y griegos.
Louis de Bernières ha conseguido un bello canto al amor y una afirmación de la vida y todo lo verdaderamente humano que tenemos los hombres y las mujeres. La ternura lírica y la sutil ironía con que está narrado nos envuelve desde la primera página.
Desde el momento de su primera publicación en 1994, La mandolina del capitán Corelli ha sido un éxito continuo con casi dos millones de ejemplares vendidos en todo el mundo.
Ahora se ha convertido en una inolvidable película protagonizada por Penélope Cruz y Nicholas Cage.

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– ¿Dolido? No me lo puedo creer. ¿Dolido, tú?

– Diez años -dijo Corelli-, diez años estuve tan dolido que hasta quise matarte. Y luego pensé: Bueno, de acuerdo, estuve fuera tres años, quizá pensó que había muerto, quizá pensó que la había olvidado, quizá conoció a otro y se enamoró. Mientras sea feliz… Pero yo seguí viniendo año tras año sólo para ver si estabas bien. ¿Es eso traición?

– ¿Acaso viste algún marido? ¿Y no pensaste lo que sentía yo al ver que desaparecías cada vez? ¿Pensaste en mi corazón?

– Está bien, sí. Salté la tapia y me escondí. Qué iba a hacer. Pensaba que te habías casado, ya te lo he dicho. Fui muy considerado. Ni siquiera pregunté por Antonia.

– Ja -exclamó Pelagia con súbita intuición-. Así que la dejaste para hacerme sentir culpable, ¿eh? ¡Bestia!

– Pelagia, por favor, que los clientes no tienen la culpa. ¿No podríamos dar un paseo y hablarlo?

Ella miró a la gente que los observaba. Unos sonreían disimuladamente, otros fingían mirar hacia otra parte. Había numerosas sillas volcadas que Pelagia había apartado de su camino en pleno arrebato.

– ¡Ojalá hubieras muerto -chilló- y me hubieras dejado con mis fantasías! Tú nunca me quisiste.

Salió airadamente por la puerta, dejando que Corelli saludara a los clientes tocándose el sombrero e inclinándose para decir:

– Ustedes disculpen.

Dos horas después se hallaban sentados en una roca conocida mirando al mar mientras las luces amarillas del puerto se reflejaban en las oscuras aguas.

– Veo que recibiste mis postales -dijo él.

– En griego. ¿Dónde aprendiste griego?

– Al terminar la guerra se supo todo. Abisinia, Libia, la persecución de los judíos, las atrocidades, los millares de prisioneros políticos, en fin, todo. Me avergonzaba de ser un invasor. Tanta vergüenza sentí que no quise seguir siendo italiano. Hace casi veinticinco años que vivo en Atenas. Tengo la nacionalidad griega. Pero viajo a Italia muy a menudo. En verano siempre voy a la Toscana.

– Y yo aquí, queriendo ser italiana. ¿Llegaste a escribir tus conciertos?

– Sí. Tres. Y los he tocado por todo el mundo. El primero está dedicado a ti, y el tema principal es la «Marcha de Pelagia». ¿Te acuerdas? -Tarareó unos compases hasta que vio que ella intentaba contener las lágrimas.

Pelagia parecía haberse vuelto muy volátil con la edad, pasando fácilmente del llanto a la agresión. De hecho le había hecho saltar los dientes postizos, que habían caído a la arena y luego los había tenido que enjuagar en el mar. Incluso ahora Corelli notaba en la boca un sabor salino aunque no desagradable.

– Pues claro que me acuerdo. -Pelagia inclinó la cabeza y se enjugó los ojos cansinamente. De pronto dijo: -Me siento como un poema inacabado.

Corelli sintió una punzada de vergüenza y eludió responder.

– Todo ha cambiado. Antes esto era muy bonito, y ahora todo es de hormigón armado.

– Y tenemos electricidad y teléfono y autobuses y agua corriente y alcantarillas y neveras. Y las casas son a prueba de terremotos. ¿Tan malo te parece?

– El terremoto fue terrible. Yo estaba aquí. Tardé mucho en localizarte y ver que estabas bien. -Se percató de su mirada de asombro y añadió- Hice lo que tú dijiste. Me metí a bombero. En Milán. Tú dijiste «¿Por qué no haces algo útil, ser bombero, por ejemplo?», y eso hice. Era igual que el ejército. Entre una emergencia y otra me quedaba tiempo para practicar. Cuando pidieron voluntarios, me presenté el primero. Fue un trabajo muy duro. Y tuve una experiencia horrible. Vi como se abría y cerraba la tumba de Carlo, con su cuerpo allá abajo. Los jirones del uniforme, los huesos machacados, y las dos monedas en los ojos.

Ella se estremeció, dudando si debía contarle el secreto que Carlo había guardado tan celosamente. Pero preguntó:

– ¿Sabías que fueron Carlo y mi padre los que escribieron aquel panfleto sobre Mussolini? Kokolios lo imprimió.

– Lo sospechaba. Pero decidí dejarlo estar. Todos necesitábamos divertirnos un poco, ¿no? Veo que aún llevas mi anillo.

– Sólo porque tengo artritis en los dedos y no he podido quitármelo. Lo hice ajustar a mi medida, y ahora me arrepiento. -Miró el medio halcón en vuelo, con la rama de olivo en el pico y la inscripción «Semper fidelis». Vaciló un momento-. Y tú, ¿te casaste? Imagino que sí.

– ¿Yo? No. Como te he dicho, estaba muy dolido. Era muy antipático con todo el mundo, y más con las mujeres, y luego empezó lo de la música y los viajes por el mundo. Tuve que dejar el cuerpo de bomberos. Además, tú siempre fuiste mi Beatrice. Mi Laura. Yo pensaba: ¿Quién quiere un sucedáneo? ¿Quién quiere estar con una mujer si está soñando con otra?

– Antonio Corelli, ya veo que sigues diciendo mentiras con tu pico de oro. ¿Y cómo soportas mi presencia ahora? Soy una vieja. Cuando me miras no me gusta, porque me acuerdo de cómo era antes. Me da vergüenza ser tan vieja y tan fea. Tú estás bien. Los hombres no degeneráis como nosotras. Tú pareces el mismo, pero viejo y delgado. Yo parezco otra, lo sé. Quería que tuvieras un buen recuerdo de mí. Ahora estoy hecha un guiñapo.

– Olvidas que venía a espiarte. Si ves las cosas poco a poco, no hay sobresaltos. Ni decepción. Tú eres la de siempre. -Corelli puso su mano sobre la de ella, la apretó suavemente y dijo-: No te apures. Llevo contigo sólo un rato y sigues siendo Pelagia. Pelagia con mal genio, pero Pelagia al fin.

– ¿Se te ocurrió que mi bebé podía ser un bastardo? Podían haberme violado.

– Sí, se me ocurrió. Con los alemanes y la guerra civil…

– ¿Y qué?

– La cosa cambia. Nosotros teníamos ciertas ideas acerca de la deshonra y la mercancía pasada, ¿no? Reconozco que era distinto. Menos mal que ya no somos tan imbéciles. Hay cosas que cambian para mejor.

– El hombre que intentó violarme… lo maté.

Él la miró incrédulo:

– Vacca cane! ¿Lo mataste?

– No me llegó a deshonrar. Era el novio que tuve antes que tú.

– Nunca me dijiste nada de otro novio.

– ¿Estás celoso?

– Pues claro que lo estoy. Pensaba que era el primero.

– Ya ves que no. Y ahora no me vengas con que yo era la primera.

– La mejor sí. -La emoción empezaba a embargarle más de la cuenta e intentó contenerse-. Nos estamos poniendo sentimentales. Dos viejos locos sentimentales. Mira… -Se metió la mano en un bolsillo y sacó una cosa blanca envuelta en una bolsita de plástico. La abrió y extrajo un pañuelo viejo que agitó para desplegarlo. Tenía unas franjas de color marrón oscuro con los bordes amarillentos-. Es tu sangre, Pelagia, ¿lo recuerdas? Aquel día, buscando caracoles, cuando te cortaste con un espino. La he conservado. Soy un viejo sentimental, ya ves. Pero ¿a quién le importa? No hemos de causar buena impresión a nadie. Nos hemos ganado ese derecho con los años. Hace una tarde preciosa. Pongámonos sentimentales. Nadie nos está mirando.

– Iannis sí. Ha estado todo el rato detrás de ese rollo de cuerda, en el otro muelle.

– Menudo diablillo. Tal vez piensa que necesitas protección. En esta isla nunca ha habido manera de guardar un secreto, ¿verdad?

– Quiero enseñarte una cosa. No leíste los papeles de Carlo, ¿verdad? Había un secreto. Ven a cenar a la taberna y te daré sus escritos. Tenemos un pilaf de caracoles excelente.

– ¡Caracoles! -exclamó él-. Eso ya es otra cosa. Lo recuerdo todo del día de los caracoles.

– No te hagas ilusiones. Soy demasiado vieja para esas cosas.

Corelli ocupó su mesa con mantel de plástico a cuadros y leyó aquellas tiesas hojas de papel que con el tiempo se habían ensortijado en las esquinas. La caligrafía le resultaba familiar, así como el tono y los giros, pero era un Carlo que él no había llegado a conocer: «Antonio, mi capitán, vivimos un momento difícil, y tengo el presentimiento de que no sobreviviré. Ya sabe lo que pasa…»

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