Louis de Bernières - La mandolina del capitán Corelli

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La mandolina del capitán Corelli: краткое содержание, описание и аннотация

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En plena Segunda Guerra Mundial, la llegada de los italianos trastoca la apacible vida de un remoto pueblo de la es la griega de Cefalonia. Pero aún más la de Pelagia -hija del médico- a causa del oficial italiano, el capitán Corelli, que va a alojarse en su casa. Surgirá el amor. Y también una tragedia que muy pronto interrumpirá la guerra de mentirijillas y la velada confraternización entre italianos y griegos.
Louis de Bernières ha conseguido un bello canto al amor y una afirmación de la vida y todo lo verdaderamente humano que tenemos los hombres y las mujeres. La ternura lírica y la sutil ironía con que está narrado nos envuelve desde la primera página.
Desde el momento de su primera publicación en 1994, La mandolina del capitán Corelli ha sido un éxito continuo con casi dos millones de ejemplares vendidos en todo el mundo.
Ahora se ha convertido en una inolvidable película protagonizada por Penélope Cruz y Nicholas Cage.

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El viejo entró arrastrando los pies y miró el escotillón con ojos acuosos. Iannis advirtió que llevaba una rosa roja.

– Enseguida os lo levanto -dijo Velisarios-, pero antes voy a dejar esta flor. -Volvió al patio y depositó la flor sobre la tierra reseca-. Normalmente lo hago en octubre -explicó-, pero puede que yo también esté muerto para entonces, así que he venido antes.

– ¿Para qué? -preguntó Iannis.

– Muchacho, ahí abajo hay un soldado italiano. Yo mismo lo enterré. Era muy valiente, y grande como yo. Me caía bien, era muy amable. Vengo todos los años a dejarle una flor para que vea que no le olvido. Nadie me había visto hacerlo, pero ¿qué más da? Ahora tenemos otros enemigos, y nadie sabe lo que es la vergüenza.

– Entonces ¿hay un esqueleto de verdad ahí debajo? -preguntó Iannis con los ojos desmesuradamente abiertos de placer y horror, y pensando que sería repulsivamente estimulante tratar de sacarlo. Siempre había querido tener una calavera de verdad.

– No sólo un esqueleto. Un hombre que se merece el descanso. Le dimos una botella de vino y un cigarrillo; ahí abajo no hay mujer regañona que le moleste o que se ponga a adecentarlo cuando lo que él quiere es sólo paz. Tiene todo lo que un hombre podría desear.

Spiro tosió con educado escepticismo:

– No se moleste en tratar de levantar esta trampa -dijo -. Lo he probado y no se puede.

– Has de saber -dijo Velisarios, ufano- que yo he sido el hombre más fuerte de toda Grecia, si no del mundo. Y todavía lo soy, que yo sepa. ¿Ves ese viejo abrevadero de piedra? Pues en 1939 lo levanté más arriba de mi cabeza, y nadie más lo ha logrado ni antes ni después. He levantado mulos hasta aquí con dos jinetes montados encima.

– Es verdad, es verdad -dijo Iannis -. Me lo han contado. Y fue kyrios Velisarios el que salvó el pueblo.

– Dame la mano -le dijo Velisarios a Spiro -. Verás la clase de hombres que había en Cefalonia. Piensa que tengo setenta y ocho años, así que imagina cómo era antes.

Sonriendo con cierto paternalismo, Spiro alargó la mano. Velisarios se la estrechó y apretó. Spiro puso cara de consternación y luego de alarma y horror, al sentir los huesos de la mano crujiendo como si se la hubiera pillado entre las piedras de un molino de aceite. «¡Ah, ah, ah!», gritó, cayendo de rodillas. Velisarios lo soltó y Spiro se miró la mano, meneando los dedos y aterrado al pensar que tal vez no podría volver a tocar un instrumento.

Velisarios se agachó lentamente e introdujo los dedos de una mano en la anilla de hierro. Se inclinó un poco de forma que toda su fuerza y su peso favorecieran su intento, y con un brusco, gratificante astillarse y rasgarse de madera y hierro viejo, la trampilla voló por los aires en medio de una nube de polvo, arrancada de sus goznes y partida en cuatro. Velisarios se frotó las manos, se sopló los dedos y de pronto pareció regresar a su estado de viejo cansado.

– Adiós, amigos -dijo, y echó a andar penosamente hacia el pueblo nuevo.

– Increíble -dijo Spiro, sin dejar de agitar su mano paralizada-. No me lo puedo creer. Con lo viejo que es. ¿Sus hijos son gigantes como él?

– No llegó a casarse, tenía demasiado trabajo con ser fuerte. ¿Sabías que Cefalonia fue el primer hogar de los gigantes? Lo dice Homero. O eso dice la abuela. Me gustaría ser un gigante, pero creo que voy a ser del montón.

– Increíble -repitió Spiro.

Todo lo que contenía aquel escondite cerrado durante treinta y seis años estaba en perfectas condiciones. Hallaron un antiguo gramófono alemán con su colección de discos y su manivela; una colcha grande de intrincada labor, ligeramente amarillenta pero envuelta aún en papel de seda; una mochila de soldado llena de curiosidades de la guerra; dos cartucheras; un fajo de papeles escritos en italiano y otro escrito en bonita cursiva cirílica, dentro de una caja negra y con el título «Historia personal de Cefalonia». Había también un paquete de tela que contenía un estuche, que a su vez contenía la más hermosa mandolina que Spiro había visto. La examinó una y otra vez al sol, asombrado de sus exquisitos ribetes, de las fastuosas inscrustaciones y de la perfecta artesanía de las secciones ahusadas de la panza. La puso a la altura de sus ojos y comprobó que el mástil no estaba torcido. Faltaban cuatro cuerdas, y las cuatro restantes estaban negras de tan deslustradas y yacían aflojadas sobre los trastes tal como Corelli las había dejado al guardar el instrumento en 1943.

– Esto -dijo Spiro- vale más que las memorias de una puta. Iannis, eres un chico con suerte. Has de cuidar esta mandolina más de lo que quieres a tu madre, ¿lo has entendido?

Pero en ese momento a Iannis le interesaba más el fusil Lee-Enfield de largo cañón. Radiante de excitación, el muchacho esgrimió el arma apoyándosela en la cadera y pinchó a Spiro en el trasero, diciendo «Pum, pum, pum». Luego apuntó hacia el árbol y apretó el gatillo. El fusil saltó de sus manos con un terrible y espeluznante estampido, el cañón le golpeó en la frente y una lluvia de astillas cayó de la rama. Iannis soltó la incómoda arma como si le hubiera dado una violenta descarga eléctrica y se sentó bruscamente y rompió a llorar del susto.

71. ANTONIA VUELVE A CANTAR

Alexi se incautó del rifle y la munición. Lo limpió bien y lo engrasó a conciencia, añadiéndolo después a su alijo secreto en un armario. Poseía una pequeña Derringer, una vieja pistola italiana con algunos cartuchos y ahora aquel magnífico rifle, el arma idónea para francotiradores. Había modificado su eslogan favorito; ahora era: «No tenemos nada que perder salvo nuestras posesiones», y ningún ladrón ni fanático comunista iba a atracar su casa ni iniciar una revolución sin que él estuviera prevenido. En aquel entonces seguía sin cortarse las uñas de los pies, pero le ahorraba a su suegra el trabajo tirando los calcetines agujereados. Pese a que Alexi estaba más gordo y sudaba más, él y Antonia (a la que llamaba también « Psipsina ») estaban más enamorados que nunca, unidos en el común amor a sus empresas, y hacían a veces de hermanos para su único hijo.

En cuanto a Pelagia, Iannis nunca la había visto llorar tanto. Las abuelas eran unas sentimentales y hasta podían llorar si les regalabas una concha encontrada en la playa, pero llorar una semana seguida era algo que no concebía.

Primero estrechaba la mandolina contra su pecho, diciendo «Oh, Antonio, mio carino Antonio», la cara crispada de emoción, las lágrimas salpicando el piso de la cocina y resbalándole por las mejillas para desaparecer cuello abajo y en su errabundo y arrugado escote. Luego cogía los papeles en italiano y se los llevaba al pecho con un «Oh, Carlo, mio poverino Carlo». Después cogía el fajo en griego y empezaba, «Oh, papá, oh papakis», apretando contra sus pechos la colcha de ganchillo, y de nuevo se le anegaba la cara en lágrimas mientras se palmeaba con la manó y gemía «Oh, pobre vida mía que no llegó a ser, oh Dios del cielo, oh vida, siempre sola y esperando, oh…», y volvía a empezar por la mandolina, a besarla y abrazarla como si fuera un bebé o un gato. Ponía una y otra vez aquellos viejos discos rayados, dándole a la manivela con furia y gastando todas las agujas de repuesto que había en un pequeño compartimento, pues cada una de ellas servía sólo para una vez, y todos los discos eran de una mujer que cantaba en alemán con una voz de humo que venía de muy lejos. A él le gustaba una que se titulaba Lili Marlene, era muy buena para silbarla cuando ibas por la calle. Los discos eran muy gruesos y no se doblaban, y tenían en el centro una etiqueta roja. «¿Por qué no teníais casetes?», preguntaba él. Y ella no respondía, porque estaba jugueteando con la navaja que le había regalado a su padre, o leyendo los poemas de Laskaratos que aquél le había regalado a su vez, y la voz de la poesía llenaba su alma como lo había hecho en tiempos de un mundo ya muerto y del que no había constancia.

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