El avión de la Fundación aterrizó en el aeropuerto del condado de Westchester y se dirigió a un hangar privado. Unos minutos más tarde, Boone bajó por la escalerilla. El cielo estaba encapotado, y en el aire se respiraba el frío del otoño.
Lawrence Takawa esperaba al lado de las ambulancias que transportarían a Michael Corrigan al edificio del centro de investigación. Dio órdenes a un grupo de enfermeros y se dirigió hacia Boone.
– Bienvenido -dijo-. ¿Cómo se encuentra Michael?
– Estará perfectamente. ¿Está todo listo en el centro?
– Estábamos preparados hace dos días, pero hemos tenido que hacer unos ajustes de última hora. El general Nash se puso en contacto con el Grupo de Evaluación Psicológica y éste nos propuso una nueva estrategia para tratar con Michael.
Había una ligera tensión en el tono de Lawrence Takawa, y Boone estudió al joven. Siempre que se encontraba con el ayudante de Nash, éste llevaba algo -una carpeta, un sujetapapeles, unas hojas-, un objeto que proclamaba su autoridad.
– ¿Y hay algún problema con eso? -preguntó Boone.
– La nueva estrategia parece bastante agresiva -contestó Lawrence-. No estoy seguro de que sea necesario.
Boone se volvió hacia el avión. El doctor Potterfield supervisaba a los enfermeros mientras éstos disponían la camilla al pie de la escalerilla.
– Todo ha cambiado ahora que los Arlequines han cogido a Gabriel. Tenemos que asegurarnos de que Michael está de nuestra parte.
Lawrence lanzó un vistazo al sujetapapeles.
– He leído los informes preliminares sobre los dos hermanos. Parece que están muy unidos.
– El amor no es más que otra manipulación -contestó Boone-. Podemos utilizarlo igual que utilizamos el miedo o el odio.
Michael fue colocado en la camilla y llevado por la pista a la ambulancia. El doctor Potterfield seguía a su paciente con aire preocupado.
– ¿Entiende usted nuestro objetivo, Takawa? -insistió Boone.
– Sí, señor.
Boone hizo un rápido gesto con la mano que pareció abarcar el avión, la ambulancia y a los empleados que trabajaban para la Hermandad.
– Éste es nuestro ejército -dijo-. Y Michael Corrigan se ha convertido en nuestra nueva arma.
Victory Fraser contempló a Hollis y a Gabriel levantar la moto y meterla en la furgoneta.
– Tú conduces -dijo Hollis lanzando las llaves a Vicki.
Él y Gabriel se agacharon al lado de la moto mientras Maya permanecía en el asiento del pasajero con la escopeta sobre las piernas.
Giraron al oeste y se perdieron por las estrechas carreteras que serpenteaban por las colinas de Hollywood. Entretanto, Gabriel no dejaba de hacer preguntas a Maya acerca de sus antecedentes familiares. Parecía ansioso por averiguarlo todo lo antes posible.
Vicki, que apenas sabía nada de los Viajeros y los Arlequines, escuchó atentamente la conversación. El don de cruzar a otros mundos parecía tener un origen genético y se heredaba de padres o parientes. Sin embargo, se había dado el caso de Viajeros que habían surgido sin ese vínculo familiar. Los Arlequines llevaban un detallado registro de los árboles genealógicos de los Viajeros del pasado. De ese modo Thorn había tenido noticia del padre de Gabriel.
Hollis vivía a pocas manzanas de su escuela de artes marciales. Las viviendas unifamiliares de la zona tenían jardines en la parte delantera y parterres de flores, pero las paredes aparecían manchadas de pintadas chorreantes. Cuando dejaron Florence Avenue, Hollis avisó a Maya para que fuera a la parte de atrás de la furgoneta, se sentó delante y advirtió a Vicki de que frenara si veía grupos de chavales vestidos con ropa muy ancha y pañuelos azules. Cada vez que se detenían al lado de aquellos pandilleros, Hollis les estrechaba la mano y los llamaba por sus apodos de la calle.
– Puede que aparezca gente preguntando por mí -les dijo-. Si los veis, decidles que se han equivocado de barrio. ¿Vale?
El camino de acceso a la vivienda de dos dormitorios de Hollis se hallaba bloqueado por una puerta de malla de alambre. Una vez hubieron aparcado dentro la furgoneta y cerrado la verja, el vehículo quedó oculto a la vista de la calle. Hollis abrió la puerta de atrás y todos entraron en la casa. Las habitaciones estaban limpias y ordenadas y Vicki no vio señales de ninguna posible novia. Las cortinas habían sido confeccionadas con sábanas, había unas naranjas dentro de un tapacubos de coche muy limpio, y uno de los cuartos había sido convertido en gimnasio y estaba lleno de pesas.
Vicki se sentó a la mesa de la cocina con Gabriel y Maya. Hollis sacó un rifle de asalto de un armario, introdujo el cargador y dejó el arma en el mostrador.
– Aquí estaremos a salvo -dijo-. Si alguien asalta la casa, le daré con qué entretenerse y vosotros podéis saltar la valla hasta el jardín del vecino.
Gabriel hizo un gesto negativo con la cabeza.
– No quiero que nadie arriesgue su vida por mí.
– A mí me pagan por esto -contestó Hollis-. Es Maya quien lo hace gratis.
Todos miraron mientras Hollis ponía agua a hervir para el té. A continuación abrió la nevera y sacó pan, queso, fresas y dos mangos muy maduros.
– ¿Alguien tiene hambre? -preguntó-. Creo que hay comida suficiente.
Vicki se puso a preparar una ensalada de frutas mientras Hollis hacía unos emparedados de queso en la plancha. Le gustaba estar de pie ante la encimera cortando las fresas. Se sentía incómoda al lado de Maya. La Arlequín daba la impresión de estar agotada, pero no parecía capaz de relajarse. Vicki pensó que no debía de ser agradable pasarse la vida dispuesto a matar, siempre pendiente de un posible ataque. Recordó una carta que Isaac T. Jones había dirigido a su congregación hablando del infierno. Había un infierno de verdad, naturalmente. El Profeta lo había visto con sus propios ojos, pero: «Hermanos y hermanas, vuestra mayor preocupación debería ser el infierno que creáis en vuestros propios corazones».
– Mientras estábamos en la furgoneta me hablaste de los Viajeros -le dijo Gabriel a Maya-. Pero ¿qué hay de lo demás? Cuéntame algo de los Arlequines.
Maya se ajustó la cinta del estuche portaespadas.
– Los Arlequines protegen a los Viajeros. Eso es todo lo que necesitas saber.
– ¿Hay líderes y normas? ¿Te ordenó alguien que vinieras a Estados Unidos?
– No. Fue decisión propia.
– ¿Y por qué no ha venido tu padre contigo?
Maya tenía los ojos fijos en el salero que había en el centro de la mesa.
– Mi padre fue asesinado hace una semana, en Praga.
– ¿Lo hizo la Tabula?
– Exacto.
– ¿Qué pasó?
– No es asunto tuyo. -El tono de voz de Maya era controlado, pero casi tenía el cuerpo rígido de rabia. Vicki tuvo la impresión de que la Arlequín estaba a punto de saltar y acabar con todos ellos-. He aceptado la obligación de protegeros, a ti y a tu hermano. Cuando haya cumplido con mi tarea mataré al hombre que asesinó a mi padre.
– ¿Tuvimos algo que ver Michael y yo en la muerte de tu padre?
– En realidad, no. La Tabula llevaba toda la vida persiguiendo a mi padre. Estuvieron a punto de acabar con él hace dos años, en Pakistán.
– Lo siento.
– No malgastes tus emociones -dijo Maya-. No sentimos nada especial hacia el resto del mundo, y no esperamos nada a cambio. Cuando yo era una cría, mi padre solía decirme: «Verdammt durch das Fleisch. Gerettet durch das Blut». Condenado por la carne, salvado por la sangre. Los Arlequines están condenados a librar una eterna batalla, pero quizá los Viajeros nos libren del infierno.
– ¿Y cuánto tiempo hace que libras esta batalla?
Maya se apartó el cabello del rostro.
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