John Hawks - El viajero

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Marcada por un sino implacable, había ocasiones en que Maya hubiera deseado nacer ciega e ignorante. Su infancia no fue la de tantas otras niñas de su edad, y Maya pronto se vio obligada a soportar duras pruebas. Su padre era uno de los últimos Arlequines, superviviente de una estirpe de guerreros protectores de los Viajeros que había sobrevivido a varios intentos de asesinato por parte de los mercenarios de la Tabula. Condicionada por su ascendencia genética, Maya tenía un único objetivo en la vida: proteger, con su propia vida si era necesario, a los Viajeros, seres humanos con la capacidad de saltar hacia mundos paralelos y de retornar a la dimensión terrestre con los conocimientos adquiridos en otros planos de la realidad.
Pero ¿por qué debía ella renunciar a una vida normal? Es más, ¿cómo podía aceptar que su propio padre optara por sacrificarla en nombre de un ideal tan extraño como maldito? ¿Acaso los ciudadanos de a pie, ignorantes de su propio destino, controlados por la Hermandad como si fueran animales condicionados, merecían tal sacrificio por su parte? Las dudas de Maya no la habían dejado en paz desde que se había enterado de una verdad que sólo aceptaría tras la muerte de su padre a manos de la Tabula. Entonces supo que había llegado el momento de actuar. Su misión: viajar a Estados Unidos y proteger a los hermanos Corrigan, los dos últimos Viajeros que quedaban sobre la faz de la tierra, y cuyo destino no era otro que el de cambiar los derroteros de un mundo demasiado corrompido.

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Boone se volvió hacia la mesita que había en mitad del avión. Se sentía molesto por tener que marcharse de Los Ángeles. Uno de sus empleados, un joven llamado Dennis Pritchett, había interrogado a los malheridos motoristas que habían perseguido a Gabriel. Resultaba evidente que Maya había reclutado colaboradores y capturado al joven. El equipo de Los Ángeles necesitaba que alguien les dirigiera, pero las instrucciones que había recibido Boone eran claras: el Proyecto Crossover tenía la máxima prioridad. En el momento en que se hiciera con cualquiera de los dos hermanos debía escoltarlo personalmente hasta Nueva York.

Había pasado la mayor parte del vuelo ante el ordenador, tratando de dar con Maya. Todos esos esfuerzos se canalizaban a través del centro de monitorización de internet que la Hermandad tenía instalado en el subsuelo de Londres.

La intimidad se había convertido en una oportuna y conveniente ficción. En una ocasión, Kennard Nash había dado una conferencia sobre el tema a un grupo de empleados de la Fundación Evergreen. La nueva vigilancia electrónica había cambiado la sociedad. Era como si todo el mundo se hubiera mudado a una casa japonesa con las paredes hechas de papel y bambú. Aunque uno podía oír a los demás roncando, hablando o haciendo el amor, se daba por supuesto que no debía prestar atención. Uno fingía que las paredes eran recias y a prueba de ruidos. La gente creía lo mismo cuando pasaba ante una cámara de vigilancia o utilizaba el móvil. En esos momentos, las autoridades utilizaban equipos especiales de rayos X en el aeropuerto de Heathrow que podían ver a través de la ropa de la gente. Resultaba inquietante pensar que uno era observado por distintas organizaciones, que a uno le escuchaban las conversaciones y le vigilaban las compras. Por lo tanto, la mayoría de la gente actuaba como si no fuera así.

Los funcionarios gubernamentales que apoyaban la Hermandad habían proporcionado los códigos de acceso a bases de datos cruciales. La fuente más extensa era el sistema Total Information Awareness puesto en marcha por el gobierno norteamericano tras la aprobación de la ley Patriótica. La base de datos había sido diseñada para procesar y analizar cualquier transacción realizada dentro del país en la que interviniera un ordenador. Cada vez que alguien utilizaba una tarjeta de crédito, buscaba un libro en una biblioteca, enviaba dinero al extranjero o salía de viaje, la información iba a parar a una base de datos centralizada. Unos cuantos progresistas protestaron contra semejante intrusión, y el gobierno puso el programa en manos de la comunidad de inteligencia que le cambió el nombre por el de Terrorism Information Awareness. Las protestas cesaron en cuanto la palabra «Total» fue sustituida por la de «Terrorismo».

En otros países se aprobaban leyes de seguridad y programas similares. Además, había infinidad de compañías privadas que recogían y vendían información personal. Para los casos en que los empleados de la Tabula del centro informático de Londres no podían conseguir los códigos de acceso, disponían de una serie de programas llamados «Fisgón», «Mazo» y «Cortafríos» que les permitían saltarse las barreras de seguridad e introducirse en cualquier base de datos del mundo.

Boone opinaba que las armas más prometedoras contra los enemigos de la Hermandad eran los nuevos programas de inmunología de computación. Los PIC habían sido desarrollados inicialmente para controlar el sistema de correos en Gran Bretaña. Las versiones de la Hermandad eran aún más potentes y trataban internet como si fuera un gigantesco cuerpo humano. Los programas funcionaban como linfocitos electrónicos cuyo blanco eran las ideas peligrosas y la información.

Durante los últimos años, varios programas PIC habían sido introducidos en internet por el equipo informático de la Hermandad. A veces, actuaban de un modo semejante a los linfocitos, aguardando en el ordenador personal de alguien a que apareciera una idea infecciosa. Si hallaban algo sospechoso, se ponían en contacto con el ordenador principal de Londres y esperaban instrucciones.

Los científicos de la Hermandad también experimentaban con programas interactivos que podían castigar a los enemigos de la Hermandad igual que un grupo de glóbulos blancos enfrentándose a una infección. Los programas PIC identificaban a los que mencionaban a los Viajeros o los Arlequines en sus comunicaciones por internet. Una vez hecho, el programa introducía un virus destructor en el ordenador del sujeto. Una pequeña proporción de los virus informáticos más letales había sido creada por los investigadores de la Hermandad o por sus gobiernos aliados. Lo más fácil era echar la culpa a un hacker quinceañero de Polonia.

Maya había sido rastreada utilizando PIC y escaneo de datos convencional. Tres días antes, la Arlequín había entrado en un almacén de recambios para automóvil y matado a varios mercenarios. Cuando escapó de la zona, Maya sólo pudo haber salido a pie, haberse hecho llevar por alguien o recurrido al transporte público. El ordenador central de Londres había repasado los informes de la policía de Los Ángeles relacionados con la presencia de una joven en la zona. Cuando eso no dio resultado, entraron en los ordenadores de las compañías de taxi para averiguar qué pasajeros habían tomado un taxi en las veinticuatro horas posteriores al suceso. Los datos de las direcciones de recogida y destino se contrastaron con la información obtenida por los PIC. De ese modo, el ordenador central se hizo con cientos de nombres y direcciones de personas que podían haber ayudado a los Viajeros o a la Arlequín.

Cinco años atrás, el Grupo de Evaluación Psicológica de la Hermandad se había introducido en los ordenadores de los clubes de compra dirigidos por las tiendas de alimentación norteamericanas. Cada vez que alguien compraba algo o usaba su tarjeta de descuento, las compras quedaban anotadas en una base de datos general. Durante el estudio inicial, los psicólogos de la Hermandad intentaron hallar una correspondencia entre los patrones de consumo de alimentos y alcohol de ciertos individuos y sus inclinaciones políticas. Boone había tenido acceso a parte de los resultados estadísticos, y resultaban fascinantes. Las mujeres que vivían en el norte de California y compraban más de tres clases de mostaza solían ser progresistas en política. Los hombres que compraban en Texas cerveza de importación solían ser conservadores. Con una dirección particular y los datos de un mínimo de doscientos establecimientos de alimentación, el Grupo de Evaluación Psicológica de la Hermandad había podido predecir con exactitud cuál sería la respuesta del sujeto ante un documento de identidad obligatorio.

A Boone le parecía interesante ver qué tipo de sujetos se resistían a la disciplina social y al orden. A veces, la oposición provenía de ecologistas antitecnología que comían alimentos ecológicos y rechazaban los que procedían de la Gran Máquina. Pero los problemas también surgían de grupos de pirados por la alta tecnología que se atiborraban de dulces y rebuscaban en internet cualquier rumor o información acerca de los Viajeros.

Cuando el avión de Boone empezó a sobrevolar Pensilvania, el centro de monitorización ya le había enviado el siguiente mensaje: «Dirección de destino corresponde con residencia de Thomas Camina por la Tierra, sobrino de un Viajero indio liquidado. El PIC ha rastreado comentarios negativos hacia la Hermandad en una web relacionada con la tribu de los crow».

El avión inició un acusado descenso cuando se aproximó al aeropuerto regional cercano al centro de investigación de la Fundación. Boone apretó la tecla «Guardar» de su ordenador y miró a Michael. La Hermandad había localizado al joven y lo había salvado de la Arlequín. A pesar de todo, cabía que se negara a cooperar. A Boone le molestaba que la gente se negara a reconocer la verdad. No había necesidad de preocuparse por la religión o la filosofía. La verdad era determinada por quien tenía el poder.

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