John Hawks - El viajero

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Marcada por un sino implacable, había ocasiones en que Maya hubiera deseado nacer ciega e ignorante. Su infancia no fue la de tantas otras niñas de su edad, y Maya pronto se vio obligada a soportar duras pruebas. Su padre era uno de los últimos Arlequines, superviviente de una estirpe de guerreros protectores de los Viajeros que había sobrevivido a varios intentos de asesinato por parte de los mercenarios de la Tabula. Condicionada por su ascendencia genética, Maya tenía un único objetivo en la vida: proteger, con su propia vida si era necesario, a los Viajeros, seres humanos con la capacidad de saltar hacia mundos paralelos y de retornar a la dimensión terrestre con los conocimientos adquiridos en otros planos de la realidad.
Pero ¿por qué debía ella renunciar a una vida normal? Es más, ¿cómo podía aceptar que su propio padre optara por sacrificarla en nombre de un ideal tan extraño como maldito? ¿Acaso los ciudadanos de a pie, ignorantes de su propio destino, controlados por la Hermandad como si fueran animales condicionados, merecían tal sacrificio por su parte? Las dudas de Maya no la habían dejado en paz desde que se había enterado de una verdad que sólo aceptaría tras la muerte de su padre a manos de la Tabula. Entonces supo que había llegado el momento de actuar. Su misión: viajar a Estados Unidos y proteger a los hermanos Corrigan, los dos últimos Viajeros que quedaban sobre la faz de la tierra, y cuyo destino no era otro que el de cambiar los derroteros de un mundo demasiado corrompido.

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– Pon en marcha la furgoneta y ve hacia la casa -ordenó Maya.

Hollis no obedeció.

– ¿Quién es el tío rubio ese?

– Es un antiguo Arlequín llamado Shepherd.

– ¿Y qué hay de los otros hombres?

– Son mercenarios de la Tabula.

– ¿Cómo quieres proceder?

Maya no contestó, y sus compañeros tardaron unos segundos en comprender que se disponía a acabar con Shepherd y los mercenarios. Vicki pareció horrorizarse, y la Arlequín se vio a sí misma a través de los ojos de la joven.

– No vas a matar a nadie -dijo Hollis en voz baja.

– Te he contratado, Hollis. Se supone que eres un mercenario.

– Te expliqué mis condiciones. Te ayudaré y te protegeré, pero no dejaré que te acerques a un desconocido y te lo cargues.

– Shepherd es un traidor -explicó Maya-. Trabaja para…

Antes de que pudiera concluir su explicación, la puerta del garaje se abrió y un joven a lomos de una moto salió a toda velocidad. Mientras saltaba a la acera, uno de los operarios habló a través de una radio portátil. Maya tocó el hombro de Vicki.

– Ése es Gabriel Corrigan -dijo-. Linden me explicó que iba en moto.

Gabriel giró a la derecha en Coldwater Canyon y remontó la colina hacia Mulholland Drive. Unos segundos más tarde, tres motoristas con cascos negros pasaron al lado de la furgoneta en su persecución.

– Parece que hay más gente interesada en él.

Hollis puso en marcha el motor y apretó el acelerador. Derrapando sobre sus gastados neumáticos, la furgoneta de reparto enfiló el cañón. Unos minutos más tarde, giraban por Mulholland Drive, la carretera de dos carriles que seguía la cresta de las colinas de Hollywood. Si se miraba a la derecha se veía una bruma pardusca cubriendo un valle atestado de casas, azules piscinas y edificios de oficinas.

Maya intercambió su lugar con Vicki y se instaló en el asiento del pasajero, al lado de la ventanilla, con la escopeta. Las cuatro motos iban bastante por delante, de modo que cuando abordaron una curva perdieron de vista a los motoristas. La carretera se hizo recta de nuevo y Maya vio que uno de ellos sacaba un arma parecida a una pistola de bengalas. Se acercó a Gabriel, disparó a la moto y falló. El proyectil golpeó en el asfalto, al borde de la carretera, y el pavimento estalló.

– ¿Qué demonios ha sido eso? -gritó Hollis.

– Están disparando proyectiles Hatton -explicó Maya-. La carga es una mezcla de cera y virutas de hierro. Están intentando arrancarle el neumático trasero.

Inmediatamente, el motorista de la Tabula quedó retrasado mientras sus dos compañeros continuaban la persecución. Un camión apareció en sentido contrario. El aterrorizado conductor hizo sonar la bocina y agitó una mano intentando avisar a Hollis de lo que acababa de ver.

– ¡No lo mates! -gritó Vicki Hollis cuando se acercaron al primer motorista.

Circulando despacio cerca de la cuneta, el mercenario cargó otro cartucho en su arma. Maya sacó el cañón de la escopeta por la ventana y disparó, destrozando el neumático delantero de la moto. El vehículo dio un bandazo hacia la derecha, se estrelló contra un quitamiedos de hormigón, y el piloto fue arrojado a un lado. Maya cargó otro cartucho en la recámara.

– ¡Sigue, no te pares! -gritó-. ¡No podemos perderlos!

La furgoneta se estremecía como si fuera imposible correr más, pero Hollis aplastó el acelerador contra el suelo. Oyeron un sonido retumbante y, cuando salieron de la siguiente curva, vieron que el segundo mercenario también se estaba quedando atrás mientras cargaba otro proyectil en su pistola. Cerró el arma de golpe y volvió a acelerar antes de que ellos pudieran darle alcance.

– ¡Más deprisa! -ordenó Maya.

Hollis aferró el volante al entrar en la siguiente curva.

– No puedo. Uno de los neumáticos está a punto de quedar hecho jirones.

– ¡Más deprisa!

El segundo motorista sostenía la pistola en la mano izquierda mientras sujetaba el manillar con la derecha, pero se metió en un bache y estuvo a punto de perder el control de su vehículo. Al aminorar, la furgoneta se puso a su altura. Hollis se apartó a la izquierda, Maya disparó contra el neumático de la moto y el piloto salió despedido por encima del manillar. La furgoneta siguió adelante y cogió la siguiente curva. Un gran sedán verde iba hacia ellos dando bocinazos y bandazos. «Den media vuelta -les indicó por gestos el conductor-. Den media vuelta.»

Pasaron la curva hacia Laurel Canyon serpenteando entre otros coches y haciendo sonar el claxon mientras se saltaban un semáforo en rojo. Maya oyó un tercer retumbo, pero no llegaba a ver a Gabriel y al tercer motorista. Entonces salieron de otra curva y enfilaron una recta estrecha. Habían acertado al neumático trasero de Gabriel, pero su moto seguía adelante. Salía humo del destrozado neumático, y se oía el roce del metal contra el asfalto.

– ¡Allá vamos! -gritó Hollis que situó la furgoneta en el centro de la calzada, colocándose a la izquierda del motorista.

Maya salió por la ventana con la escopeta apoyada en la ventanilla y apretó el gatillo. Las postas golpearon en el depósito de gasolina de la moto, que explotó igual que una bomba. El mercenario de la Tabula salió despedido y cayó en la cuneta.

Quinientos metros más adelante, Gabriel se metió por un camino lateral. Detuvo su moto, se apeó y echó a correr. Hollis lo siguió, y Maya se bajó de la furgoneta. Se encontraba demasiado lejos de Gabriel. Se le iba a escapar. A pesar de todo, echó a correr y gritó la primera idea que acudió a su mente:

– ¡Mi padre conocía al tuyo!

Gabriel se detuvo en la cima de la loma. Unos pasos más y caería por la empinada pendiente de un chaparral.

– ¡Era un Arlequín! -gritó Maya-. ¡Se llamaba Thorn!

Y esas palabras, el nombre de su padre, llegaron a oídos de Gabriel. Parecía confuso y desesperado por saber. Haciendo caso omiso de la escopeta que Maya tenía en la mano dio un paso hacia ella.

– ¿Quién soy?

24

Nathan Boone observó a Michael mientras el reactor privado sobrevolaba hacia el este los cuadrados y rectángulos de las tierras de labranza de Iowa. Antes de que salieran del aeropuerto de Long Beach, el joven parecía estar durmiendo; pero en ese momento su rostro se veía flácido y no respondía. Boone pensó que quizá las drogas habían sido demasiado fuertes. Podían haber provocado lesiones cerebrales permanentes.

Dio media vuelta en su butaca de cuero y se encaró con el médico sentado tras él. Al doctor Potterfield se le pagaba como a cualquier otro mercenario; sin embargo, no dejaba de comportarse como si disfrutara de algún privilegio especial. Boone disfrutaba dándole órdenes.

– Compruebe los signos vitales del paciente.

– Lo he hecho hace quince minutos.

– Pues vuelva a hacerlo.

El doctor Potterfield se arrodilló al lado de la camilla, tocó la arteria carótida de Michael y le tomó el pulso. Auscultó su corazón y pulmones, apartó un párpado y le examinó el iris.

– Yo no recomendaría mantenerlo en este estado un día más. Su pulso es firme, pero su respiración se debilita.

Boone miró el reloj.

– ¿Y unas cuatro horas más? Eso será lo que tardaremos en llegar a Nueva York y llevarlo al centro de investigación.

– Cuatro horas no supondrán ninguna diferencia.

– Espero que estará usted allí cuando él se despierte -dijo Boone-, y si hay algún problema estoy seguro de que estará dispuesto a aceptar plenamente la responsabilidad.

Las manos de Potterfield temblaron ligeramente al sacar el termómetro digital de su bolsa e introducir el sensor en el oído de Michael.

– No habrá problemas a largo plazo, pero no espere usted que nada más despertarse sea capaz de escalar montañas. Esto es parecido a recobrarse de una anestesia general. El paciente se encontrará débil y confuso.

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