John Hawks - El viajero

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Marcada por un sino implacable, había ocasiones en que Maya hubiera deseado nacer ciega e ignorante. Su infancia no fue la de tantas otras niñas de su edad, y Maya pronto se vio obligada a soportar duras pruebas. Su padre era uno de los últimos Arlequines, superviviente de una estirpe de guerreros protectores de los Viajeros que había sobrevivido a varios intentos de asesinato por parte de los mercenarios de la Tabula. Condicionada por su ascendencia genética, Maya tenía un único objetivo en la vida: proteger, con su propia vida si era necesario, a los Viajeros, seres humanos con la capacidad de saltar hacia mundos paralelos y de retornar a la dimensión terrestre con los conocimientos adquiridos en otros planos de la realidad.
Pero ¿por qué debía ella renunciar a una vida normal? Es más, ¿cómo podía aceptar que su propio padre optara por sacrificarla en nombre de un ideal tan extraño como maldito? ¿Acaso los ciudadanos de a pie, ignorantes de su propio destino, controlados por la Hermandad como si fueran animales condicionados, merecían tal sacrificio por su parte? Las dudas de Maya no la habían dejado en paz desde que se había enterado de una verdad que sólo aceptaría tras la muerte de su padre a manos de la Tabula. Entonces supo que había llegado el momento de actuar. Su misión: viajar a Estados Unidos y proteger a los hermanos Corrigan, los dos últimos Viajeros que quedaban sobre la faz de la tierra, y cuyo destino no era otro que el de cambiar los derroteros de un mundo demasiado corrompido.

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Josetta se enfureció cuando su hija le confesó que se había reunido con un Arlequín en el aeropuerto.

– Debería darte vergüenza -le dijo-. El Profeta dijo que es pecado desobedecer a los padres.

– El Profeta también dijo que uno puede desobedecer un mandato menor si es para seguir la voluntad de Dios.

– ¡Los Arlequines no tienen nada que ver con la voluntad de Dios! -exclamó Josetta-. Te rebanarán el cuello y después se enfadarán porque tu sangre les ha manchado los zapatos.

Al día siguiente de que Vicki hubiera ido al aeropuerto, un camión de la compañía eléctrica apareció en su calle. Un negro y sus dos ayudantes empezaron a trepar a los postes de la luz y a comprobar las líneas; sin embargo, Josetta no se dejó engañar. Los falsos operarios tardaban dos horas en almorzar y no parecían acabar nunca la tarea. Uno de ellos se pasaba el día observando la casa de los Fraser. Josetta ordenó a su hija que no saliera y que se mantuviera alejada del teléfono. El reverendo Morganfield y otros miembros de la congregación se vistieron con su mejor ropa y empezaron a pasarse por la casa para reunirse y rezar. Nadie iba a irrumpir y a secuestrar a aquella criatura del Señor.

Vicki estaba en apuros por haber ayudado a Maya, pero no lo lamentaba. La gente casi nunca le hacía caso, pero en esos momentos toda la congregación hablaba de lo que había hecho. Dado que no podía salir, pasaba la mayor parte del tiempo pensando en Maya. ¿Se encontraría a salvo la Arlequín? ¿La habría matado alguien?

Tres días después de su acto de desobediencia, estaba mirando por la ventana de atrás cuando vio a Maya saltar la valla del jardín. Por un momento, Vicki tuvo la impresión de haber conjurado a la Arlequín en sus sueños.

Mientras cruzaba el patio, Maya sacó una pistola automática del bolsillo de su abrigo. Vicki abrió la puerta corredera de cristal y agitó la mano.

– Ten cuidado -le dijo-. Hay tres hombres trabajando en la calle. Hacen ver que son de la compañía eléctrica, pero creemos que pertenecen a la Tabula.

– ¿Han entrado en la casa?

– No.

Maya se quitó las gafas oscuras al pasar del salón a la cocina. La pistola desapareció en el bolsillo, pero su mano derecha rozó la punta del estuche portaespadas que llevaba al hombro.

– ¿Tienes hambre? -le preguntó Vicki-. ¿Puedo prepararte algo para desayunar?

La Arlequín permaneció al lado del fregadero, escrutando cada objeto y rincón de la estancia, y por primera vez en su vida Vicki vio la cocina de forma distinta. Los cacharros y las sartenes de color verde pálido, el negro reloj de pared, la linda figurita de cerámica de la caja de galletas. Todo era normal y denotaba seguridad.

– Shepherd es un traidor -dijo Maya-. Trabaja para la Tabula, y tú lo ayudaste, así que también tú puedes ser una traidora.

– Yo no te traicioné, Maya. Lo juro en el nombre del Profeta.

La Arlequín parecía cansada y vulnerable y no dejaba de mirar a su alrededor, como si alguien pudiera atacarla en cualquier momento.

– La verdad es que no confío en ti, pero en este instante no me quedan muchas más opciones. Estoy dispuesta a pagar por tu colaboración.

– No quiero dinero Arlequín.

– Garantiza cierta lealtad.

– Te ayudaré a cambio de nada, Maya. Simplemente, pídemelo.

Al mirar los ojos de Maya comprendió que le estaba pidiendo algo muy difícil tratándose de una Arlequín. Solicitar la ayuda de otra persona significaba cierto grado de humildad y el reconocimiento de la propia debilidad. Los Arlequines se apoyaban en el orgullo y en su inquebrantable confianza en ellos mismos.

Maya murmuró unas palabras. Luego lo volvió a intentar, hablando lentamente.

– Quiero que me ayudes.

– Sí. Me encantará hacerlo. ¿Tienes algún plan?

– He de encontrar a esos dos hermanos antes de que la Tabula los capture. No tendrás que empuñar ni un cuchillo ni una pistola. No tendrás que hacer daño a nadie. Basta con que me ayudes a contratar a un mercenario que no me traicione. La Tabula es muy poderosa en este país y Shepherd los está ayudando. No puedo hacerlo sola.

– Vicki… -Su madre había oído las voces-. ¿Qué ocurre? ¿Tenemos visita?

Josetta era una mujer grandota con un ancho rostro. Esa mañana llevaba un traje de chaqueta y pantalón color verde oscuro y un relicario donde guardaba la foto de su difunto esposo. Entró en la cocina y se detuvo al ver a la desconocida. Las dos mujeres se miraron fijamente. De nuevo, Maya alzó la mano hasta el estuche de la espada.

– Madre, ella es…

– Ya sé quién es: una pecadora y asesina que ha traído la muerte a nuestras vidas.

– Estoy intentando localizar a dos hermanos -dijo Maya-. Puede que sean Viajeros.

– Isaac T. Jones fue el último Viajero. No ha habido otros.

Maya apoyó la mano en el brazo de Vicki.

– La Tabula está vigilando la casa. A veces cuentan con equipos que les permiten ver a través de las paredes. No puedo quedarme más tiempo. Sería peligroso para todos nosotros.

Vicki se interpuso entre su madre y la Arlequín. Hasta ese momento, la mayor parte de su vida se le antojaba difusa y sin sentido, igual que una fotografía desenfocada donde unas figuras borrosas se alejaran de la cámara. Sin embargo se le presentaba la oportunidad de escoger. El Profeta había dicho que caminar resultaba fácil, pero que hallar el verdadero camino exigía fe.

– Voy a ayudarla.

– No -contestó Josetta-. No te doy mi permiso.

– No necesito permiso, madre.

Vicki cogió el bolso y salió al patio de atrás. Maya la atrapó cuando llegaba al final del césped.

– Recuerda sólo una cosa: trabajamos juntas, pero todavía no me fío de ti.

– De acuerdo. No te fías de mí. ¿Qué es lo primero que tenemos que hacer?

– Saltar la valla.

Thomas «Camina por la Tierra» había facilitado a Maya una furgoneta Plymouth de reparto. No tenía ventanillas laterales, de modo que podía dormir en la parte de atrás si era necesario. Cuando Vicki subió a la furgoneta, Maya le ordenó que se desvistiera.

– ¿Y por qué?

– ¿Tu madre y tú os habéis quedado en casa los últimos dos días?

– No todo el tiempo. Fuimos a ver al reverendo Morganfield.

– La Tabula habrá entrado y registrado en vuestra casa. Probablemente habrán colocado cuentas rastreadoras en vuestra ropa y equipaje. Tan pronto como os alejéis de la zona, un satélite seguirá vuestro rastro.

A pesar de sentirse bastante incómoda, Vicki fue a la parte de atrás y se quitó los zapatos, la blusa y el pantalón. Un estilete apareció en la mano de Maya, y ésta lo utilizó para registrar cada costura y dobladillo.

– ¿Has hecho arreglar los zapatos hace poco? -preguntó.

– No. Nunca.

– Pues alguien ha utilizado un martillo con uno de ellos.

Maya metió la punta de la hoja bajo el tacón y lo desprendió. En su interior habían tallado una oquedad. Le dio la vuelta, y una bolita rastreadora le cayó en la palma de la mano.

– Estupendo. Ahora ya saben que has salido de la casa.

Maya arrojó el rastreador por la ventanilla y se dirigió a un barrio cercano en la Western Avenue. Compraron un par de zapatos nuevos para Vicki y después pasaron por una iglesia adventista del séptimo día y cogieron unos cuantos folletos religiosos. Haciéndose pasar por representante de dicha congregación, Vicki fue hasta la casa de Gabriel, al lado de la autopista, y llamó a la puerta. No había nadie en la vivienda, pero aun así se sintió observada.

Las dos mujeres condujeron hasta el aparcamiento de unos almacenes y se sentaron en la parte de atrás de la furgoneta. Mientras Vicki observaba, Maya conectó un ordenador de bolsillo a un teléfono vía satélite y marcó un número.

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