Deek se presentó a última hora de la tarde y encargó comida china. Luego envió a Jesús Morales abajo para que esperara la furgoneta de reparto y empezó una partida de ajedrez con Gabriel.
– En la trena se juega cantidad al ajedrez -comentó Deek-. Pero allí todos juegan igual. No saben más que atacar y seguir atacando hasta que se cargan al rey.
En la fábrica reinaba un profundo silencio cuando las máquinas de coser no estaban en funcionamiento y el personal se había marchado a casa. Gabriel oyó que un coche se acercaba por la calle y se detenía enfrente del edificio. Se asomó a la ventana de la cuarta planta y vio un conductor chino apearse con dos bolsas de comida.
Deek contempló el tablero considerando su siguiente jugada.
– Alguien se cabreará cuando Jesús le pague. Ese tío ha hecho un largo trayecto y el rácano de Jesús le dará una propina miserable.
El conductor cogió el dinero y empezó a encaminarse hacia su vehículo. De repente, metió la mano bajo la cazadora y sacó una pistola. Se puso a la altura de Jesús, levantó el arma y le voló la tapa de los sesos. Deek oyó el disparo y corrió a la ventana mientras dos coches llegaban a toda velocidad. Un grupo de hombres saltó de los vehículos y siguió al chino dentro del edificio.
Deek sacó el móvil y habló rápidamente:
– Enviad unos colegas ahora mismo. Acaban de entrar seis tipos armados. -Colgó, cogió su fusil de asalto M-16 y le hizo un gesto a Gabriel-. Ve y busca a Michael. Quédate con él hasta que el Señor Bubble venga y nos ayude.
El corpulento samoano bajó con cautela por la escalera, y Gabriel corrió por el pasillo y encontró a Michael de pie ante los camastros plegables.
– ¿Qué ocurre?
– Están atacando el edificio.
Oyeron una ráfaga de disparos amortiguada por las paredes. Deek se encontraba en el hueco de la escalera disparando contra los atacantes. Michael parecía confundido y asustado. De pie en el umbral observó a Gabriel, que cogía una oxidada pala.
– ¿Qué estás haciendo?
– Salgamos de aquí.
Gabriel rompió con la pala la parte inferior del marco de una ventana. Arrojó la pala a un lado, tiró de la ventana hacia arriba y miró fuera. Un alero de cemento de diez centímetros de ancho corría a lo largo de la pared. El tejado del edificio vecino se hallaba casi a un par de metros, al otro lado de un callejón, y un piso por debajo de donde ellos se encontraban atrapados.
Algo explotó en el interior de la fábrica, y las luces se apagaron. Gabriel corrió hasta el rincón, cogió la espada japonesa de su padre y la metió con la empuñadura hacia abajo en su mochila de manera que únicamente sobresalía la punta de la vaina. Se escucharon más disparos. Deek gritó de dolor.
Gabriel se echó la mochila a la espalda y volvió a la ventana abierta.
– Vamos. Podemos saltar hasta el edificio de al lado.
– Yo no puedo hacer eso -contestó Michael-. La pifiaré y fallaré.
– Tienes que intentarlo. Si nos quedamos aquí nos matarán.
– Yo hablaré con ellos, Gabe. Puedo convencer a cualquiera.
– Olvídalo. No han venido para hacer ningún trato.
Gabriel salió por la ventana y se puso de pie en el alero sujetándose con la mano izquierda a la ventana. De la calle llegaba la luz suficiente para ver el tejado, pero el callejón entre los dos edificios no era más que una mancha oscura. Contó hasta tres, saltó por el aire y cayó en la superficie de tela asfáltica de la azotea. Poniéndose rápidamente en pie, se volvió hacia la fábrica.
– ¡Date prisa!
Michael vaciló. Hizo ademán de salir por la ventana, pero se retiró.
– ¡Puedes hacerlo! -Gabriel comprendió que tendría que haberse quedado con su hermano y haberlo ayudado a saltar primero-. Acuérdate de lo que siempre dices: debemos permanecer juntos. Es la única manera.
Un helicóptero dotado de una luz reflectora rugió en el cielo. El haz perforó la oscuridad, rozó brevemente la abierta ventana y siguió por la parte superior de la fábrica.
– ¡Vamos Michael!
– ¡No puedo! Voy a buscar un lugar donde esconderme.
Michael metió la mano en el bolsillo de su abrigo, cogió algo y lo tiró a su hermano. Cuando el objeto cayó en la azotea, Gabriel vio que se trataba de una pinza para billetes que sujetaba una tarjeta de crédito y un fajo de billetes de veinte dólares.
– Me reuniré contigo en el cruce de Wilshire Boulevard y Bundy a las doce del mediodía -le dijo Michael-. Si no estoy allí, espera veinticuatro horas y vuelve a intentarlo.
– Van a matarte.
– No te preocupes. Todo saldrá bien.
Michael desapareció en la oscuridad y Gabriel se quedó solo. El helicóptero volvió a sobrevolar el edificio y se mantuvo en el aire con los motores rugiendo y la gran hélice levantando restos y suciedad. La luz cayó sobre los ojos de Gabriel. Era como mirar el sol. Medio deslumbrado por el resplandor, corrió dando tumbos por la azotea hasta una escalera de incendios, la agarró y dejó que la gravedad lo empujara hacia abajo.
Maya se quitó las prendas manchadas de sangre y las metió en una bolsa de basura. Los dos cadáveres se encontraban a escasos metros de ella, e intentó no pensar en lo que acababa de suceder. «Mantente en el presente -se dijo-. Concéntrate en una sola acción a la vez.» Filósofos y poetas habían escrito acerca del pasado, pero Thorn había enseñado a su hija a evitar semejantes distracciones. La hoja de la espada era el modelo adecuado mientras centelleaba en el aire.
Shepherd se había marchado para encontrarse con alguien llamado Pritchett, pero podía regresar en cualquier momento. A pesar de que Maya deseaba quedarse y acabar con el traidor, su principal objetivo era localizar a Gabriel y Michael Corrigan. Pensó que quizá ya los hubieran capturado. También cabía que no tuvieran el poder para convertirse en Viajeros. Sólo había una forma de obtener respuesta a esas preguntas: debía encontrarlos sin demora.
Tenía prendas de repuesto en la bolsa. Sacó unos vaqueros, una camiseta y un suéter azul de algodón. Luego, se envolvió las manos con bolsas de plástico, rebuscó entre las armas de Bobby Jay y escogió una pistola automática alemana con su funda de tobillera. En una maleta de aluminio había una escopeta del calibre doce, con empuñadura de pistola y culata desplegable que también decidió llevarse. Cuando estuvo lista echó un viejo periódico al ensangrentado suelo y se mantuvo encima mientras registraba los bolsillos de los hermanos. Tate tenía cuarenta dólares y tres frasquitos de plástico llenos de cocaína. Bobby Jay llevaba encima novecientos dólares en un fajo de billetes atados con una goma. Maya cogió el dinero y dejó la droga al lado del cuerpo de Tate.
Salió por la puerta de emergencia cargada con la maleta de la escopeta y el resto del equipo, caminó unas manzanas hacia el oeste y arrojó la bolsa con la ropa ensangrentada en un contenedor de basura. En esos momentos se encontraba en Lincoln Boulevard, una avenida de cuatro carriles llena de comercios de muebles y restaurantes de comida rápida. Hacía calor y notaba como si las salpicaduras de sangre todavía se le pegaran a la piel.
Únicamente disponía de un contacto de reserva. Varios años atrás, cuando Linden había ido a Estados Unidos para conseguir pasaportes y tarjetas de crédito falsas, había establecido una dirección de contacto con un hombre llamado Thomas que vivía al sur de Los Ángeles, en Hermosa Beach.
Maya llamó un taxi desde una cabina. El conductor era un viejo sirio que apenas hablaba inglés; abrió un mapa de la ciudad que estudió un buen rato y dijo que la llevaría a la dirección en cuestión.
Hermosa Beach era una pequeña población situada al sur del aeropuerto de Los Ángeles. Tenía una zona central con bares y restaurantes dedicada a los turistas, pero la mayoría de edificios eran pequeñas casitas de una sola planta situadas a pocas manzanas de la playa. El taxista se perdió dos veces, se detuvo, ojeó el mapa y por fin logró dar con la dirección de Sea Breeze Lane. Maya pagó la carrera y vio al taxi desaparecer al doblar al final de la calle. Quizá la Tabula ya estuviera allí, esperándola en la casa.
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