Marta Rivera de laCruz - En tiempo de prodigios

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La novela finalista del Premio Planeta 2006 Cecilia es la única persona que visita a Silvio, el abuelo de su amiga del alma, un hombre que guarda celosamente el misterio de una vida de leyenda que nunca ha querido compartir con nadie. A través de una caja con fotografías, Silvio va dando a conocer a Cecilia su fascinante historia junto a Zachary West, un extravagante norteamericano cuya llegada a Ribanova cambió el destino de quienes le trataron. Con West descubrirá todo el horror desencadenado por el ascenso del nazismo en Alemania y aprenderá el valor de sacrificar la propia vida por unos ideales. Cecilia, sumida en una profunda crisis personal tras perder a su madre y romper con su pareja, encontrará en Silvio un amigo y un aliado para reconstruir su vida.

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– Elijah, no empieces…

Pero Nalewki detuvo a Zachary con un gesto.

– Sé que eso es lo que opina mucha gente. Que nuestro pueblo se abandonó en manos de los nazis. Puede que tengan razón. Es terrible sufrir dos castigos: primero, la opresión de los alemanes. Luego, los reproches del mundo entero y las acusaciones de cobardía. Pero no nos metan a todos en el mismo saco. Algunos luchamos. Peleamos aun sabiendo que no teníamos posibilidades de ganar. Yo entré en la asociación judía de lucha en el invierno de 1941. ¿Sabe cuántas armas teníamos cuando empezamos a prepararnos para la insurrección? Diez pistolas. ¿No es de risa? Conseguimos más, por supuesto, pero a cuentagotas. Cuando nos levantamos contra los nazis, en abril del 43, ni siquiera había armas para todos. Algunos se defendieron a pedradas. Los alemanes mataron a casi todos, y deportaron a los prisioneros. Sólo unos cuantos conseguimos escapar.

– ¿Cómo se las arreglaron? Quiero decir, para salir del gueto…

– Había una cloaca en la calle de los Franciscanos que terminaba en la calle Bielanska. Yo salí por allí. Me oculté en una casa en ruinas hasta que me localizaron algunos miembros de la resistencia polaca. Me ofrecieron un escondite en el sótano de una casa de Varsovia, pero yo quería seguir luchando, así que empecé a colaborar con ellos.

Se quitó las gafas y las guardó en un bolsillo de la chaqueta. Volvió a parecerme un ser indefenso al que resultaba difícil imaginar empuñando una pistola.

– En la Organización de Lucha no sólo preparábamos la revuelta -siguió contando-. Hacíamos más que eso. Intentábamos mantener viva la moral de la gente que vivía en el gueto. Obteníamos noticias del exterior y las hacíamos circular. Organizábamos representaciones de títeres para los niños. ¿Saben que, en la clandestinidad, funcionó incluso una facultad de medicina? La puso en marcha el doctor Hirzsfeld, un célebre inmunólogo que había sido candidato al Nobel. Él no sobrevivió. Casi nadie lo hizo. Al principio, yo mismo me sentía culpable por haber salido vivo del gueto. Pero creo que me lo gané…

– A eso me refería -Elijah volvió a intervenir-. Usted y otros, al menos, lo intentaron. Por eso me parece imperdonable la actitud de los que se rindieron sin luchar.

Karol Nalewki se volvió hacia mi amigo y le miró con un aire que no sé si era de condescendencia o de pura compasión.

– No juzguéis y no seréis juzgados.

Por fortuna, Elijah guardó silencio. Yo sabía que estaba pensando en Ithzak, en su huida, en el posible soborno a algún nazi, en su torpeza al escapar. «Incluso eso lo hizo mal», me había dicho una vez.

– ¿Quieren ver algunas fotos? Éstas ya están clasificadas. Vengan. Miren, éste es el orfanato de la calle Krochmalna. Llegó a haber catorce hospicios. Eran tantos los niños que se quedaban sin padres… esta foto es del día que empezó a levantarse el muro de separación entre el gueto y la ciudad. Vean ésta, es de un teatro. Y ésta ni siquiera sé cómo la tomaron. Esta gente estaba en la Umschlagplatz esperando a los trenes para ser deportada.

– Parece un milagro que hayan podido conservarse tan bien.

– Bueno, las fotos que están aquí son las mejores. Muchas se perdieron. Fíjense en éstas, son mis preferidas. Las sacaron durante algunas de las reuniones de la Organización de Lucha. Éste soy yo, el segundo por la derecha. Tenía veintisiete años. -Sonrió con nostalgia-. Casi me cuesta creer que un día tuve esa edad.

Nos acercamos a ver aquel retrato. Había media docena de hombres muy jóvenes, todos delgados y mal vestidos, y con idéntica expresión decidida, casi desafiante, en la mirada que dedicaban al fotógrafo. Estaban enfadados e indignados, estaban hartos, justamente llenos de odio. Pero no parecían oprimidos, ni siquiera infelices. Karol Nalewki estaba a punto de enseñarnos otra foto cuando Elijah se lo impidió poniendo la mano sobre la que acababa de mostrarnos. La mirada de mi amigo se había vuelto distinta: tras unos segundos de inquisición, de concentración absoluta en la imagen que brindaba el retrato, sus ojos se volvieron vidriosos y buscaron los míos.

– Silvio, este chico de aquí… -su voz había perdido fuerza-… es Ithzak, Silvio.

Sin ninguna ceremonia, Zachary y yo nos precipitamos sobre la foto y observamos la figura que nos señalaba Elijah: un muchacho espigado, de cabello muy claro y grandes ojos subrayados por unas profundas ojeras. Ninguno tuvo dudas. Era Ithzak Sezsmann, con más años encima y mucha más vida sobre sus espaldas, zarandeado por las desdichas, obligado a crecer por las circunstancias. Era nuestro amigo, el futuro director de orquesta, aunque ya no tenía la mirada plácida del adolescente melómano que habíamos conocido, del hijo de papá que vivía en una hermosa casa de Varsovia y viajaba por Europa escuchando las notas del violín de su padre y soñando con los aplausos futuros. Aquellos ojos habían perdido la inocencia para ganar una fuerza desconocida. Era un hombre quien nos miraba, y creí ver en aquellos ojos duros un reproche al destino o, tal vez, a nosotros mismos, que habíamos perdido la fe en él durante tantos años.

– Es Ithzak Sezsmann. No hay ninguna duda.

Nalewki parecía desconcertado.

– No entiendo… estoy seguro de que nunca conocí personalmente a nadie que se apellidase así… ¿a quién se refieren? ¿A ese chico del centro? Su nombre era Janek… De todas formas, casi todos los miembros del grupo de lucha ocultábamos nuestra verdadera identidad, sobre todo para proteger a nuestras familias y también para dificultar la investigación si éramos detenidos. Así que Janek era hijo de Amos Sezsmann… debí haber imaginado que pertenecía a una estirpe de músicos. ¿Sabe que formó un pequeño coro de niños en la sinagoga del gueto? Deberían haberle visto dirigir a aquellos pequeños. Les parecerá absurdo, pero el simple hecho de hacer un poco de música, de escuchar cantar a los críos, significaba mucho para todos nosotros. Era como si tuviésemos un motivo para esperar algo del futuro.

En ese momento, para mi desconcierto, me di cuenta de que Zachary estaba llorando. Ni siquiera hacía nada por secarse las lágrimas que le resbalaban por la cara y caían en el suelo de la habitación. Seguía teniendo la foto entre las manos, y miraba el rostro de Ithzak con los ojos empapados.

– ¿Sabe qué fue de él?

– Claro. Participó en la insurrección, como todos los demás. Y salió con vida. Luego, igual que yo, se incorporó a la resistencia. Los nazis le capturaron en mitad de una misión. No hay pruebas de qué pasó con él, pero estamos casi seguros de que Janek y los otros miembros de su grupo murieron en Mauthausen.

– Así fue -dije yo-. Un español estuvo con Ithzak en ese campo. Él le dio su verdadero nombre y le pidió que nos informase de su muerte.

Nos quedamos todos callados. Nalewki volvió a colocar la foto al montón.

– Es curioso, ¿verdad?, cómo las piezas de un rompecabezas van encajando a medida que pasa el tiempo. A todos nos faltaba una porción de la historia de Janek. Y esta noche hemos completado el acertijo. Es curioso -repitió- es muy curioso…

Aquella noche no llegamos a cenar. Karol Nalewki comprendió que no estábamos en condiciones de sentarnos a una mesa, y en una sala contigua al archivo hizo servir algo de carne fría y pescados ahumados. Luego, y aunque él no bebía, abrió una botella de champán y nos pidió que brindásemos a su salud y a la de sus camaradas. Pasamos el resto de la noche escuchándole referir fascinantes historias acerca de la resistencia en el gueto, la organización del levantamiento del 43, las huidas, las magras victorias contra pequeñas facciones del ejército alemán. Karol buscó para nosotros más fotos en las que estuviese Ithzak, y encontró otros dos o tres retratos de nuestro amigo, todos en grupo. En uno estaba junto a los niños de su coro. En otro, accionando la palanca de lo que debía de ser una rudimentaria imprenta. Y en otro sostenía un fusil. Pero no lo empuñaba como los demás. En esa foto Ithzak aparecía menos fiero, casi sonriente. Se había colocado el arma con la culata debajo de la barbilla y sujetaba el cañón con el brazo extendido. Desde lejos, cualquiera hubiese dicho que nuestro amigo estaba tocando un violín.

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