Marta Rivera de laCruz - En tiempo de prodigios

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La novela finalista del Premio Planeta 2006 Cecilia es la única persona que visita a Silvio, el abuelo de su amiga del alma, un hombre que guarda celosamente el misterio de una vida de leyenda que nunca ha querido compartir con nadie. A través de una caja con fotografías, Silvio va dando a conocer a Cecilia su fascinante historia junto a Zachary West, un extravagante norteamericano cuya llegada a Ribanova cambió el destino de quienes le trataron. Con West descubrirá todo el horror desencadenado por el ascenso del nazismo en Alemania y aprenderá el valor de sacrificar la propia vida por unos ideales. Cecilia, sumida en una profunda crisis personal tras perder a su madre y romper con su pareja, encontrará en Silvio un amigo y un aliado para reconstruir su vida.

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A Carmen se le olvidó de un golpe la inminencia de mi viaje. Me abrazó, feliz y orgullosa, y mientras me besaba prometía que no diría nada de aquel proyecto, ni a su madre, ni a sus primas, ni a ninguna de sus amigas, a pesar de que sabía lo mucho que iban a envidiarla cuando supieran que no estaba casada sólo con un escritor, sino también con alguien relacionado con los peces gordos del cine. Carmina, que nos observaba en su sillita, empezó a palmotear al percibir la alegría de su madre. Cuando recuerdo aquella escena sólo lamento no haber sido consciente en su momento de lo intensamente dichoso que fui durante aquella etapa de mi vida. Eso es lo malo de la felicidad: que resulta demasiado fácil acostumbrarse a ella.

Llegamos a Londres en uno de los primeros días del otoño de 1952. Como Zachary había supuesto, estaba lloviendo cuando el avión aterrizó, y no dejó de llover durante los siete días que pasamos en la ciudad. No sé por qué me acuerdo de la lluvia. No cuando durante aquella semana sucedieron cosas tan extraordinarias y tan decisivas para la vida de todos. Pero prefiero ir por partes.

Zachary había reservado dos habitaciones en un hotelito discreto en la zona de Gloucester Road, muy cerca del Museo de Historia Natural. Elijah y Mary Jo ya estaban allí. Habían llegado la noche anterior y nos esperaban para hacer una cena temprana.

– ¡Silvio!

Habían pasado cinco años desde la última vez, pero me dio la sensación que Elijah había envejecido casi un siglo. Tenía mi misma edad, treinta y ocho años, pero parecía mucho mayor que yo, y mucho mayor también que Mary Jo, que se había instalado en una edad indefinida en el paso entre la juventud y la madurez. La encontré tan guapa como siempre, igual de dulce y un poco más triste. Supongo que la maternidad frustrada presta una particular melancolía a la mirada de una mujer. Les abracé a ambos, y supe que seguíamos queriéndonos igual, a pesar de la distancia y del tiempo transcurrido.

– ¿Cómo estáis?

– ¿Cómo estás tú? ¿Has traído alguna foto de la niña? Oh, es una pena que no podamos conocerla. -Mary Jo apretó el brazo de Elijah-. A veces querría que este marido mío fuese blanco…

Era un chiste cruel, pero todos nos reímos. Almorzamos juntos, y durante la comida nos quitábamos la palabra los unos a los otros. Había demasiadas cosas que contar. Elijah me hablaba del estudio. Mary Jo había empezado a trabajar en una especie de liga feminista organizada por un grupo de antiguas alumnas de Vasaar. Zachary les habló de la novela que podía ser llevada al cine, y el entusiasmo de Mary Jo me recordó al de Carmen. Era estupendo volver a estar entre amigos.

– ¿Cuándo es la primera reunión?

– Mañana por la mañana, en un club de caballeros de la calle Piccadilly.

– Había olvidado vuestras malditas reuniones. -La voz de Elijah había adquirido un tono extrañamente desabrido-. Mary Jo quería ir a Hampstead a pasar el día.

Zachary me miró fugazmente.

– Podéis ir sin nosotros. Nos veremos a la hora de cenar.

Al día siguiente, un coche vino a buscarnos a la puerta del hotel. Hubiese querido ir caminando hasta el lugar de nuestra cita, pero seguía lloviendo a cántaros. La reunión empezó a las nueve en punto. Se habló de muchas cosas: de éxitos y de fracasos, de búsquedas que habían culminado satisfactoriamente o no. Se habló de dinero, de donaciones, de los trabajos en colaboración con los servicios secretos ingleses y americanos. Lo cierto es que no había nada de especial en aquel encuentro, pero supongo que el tener ocasión de charlar con otra gente que estaba dedicada en cuerpo y alma a lo mismo que nosotros era una forma de mantener la moral. Muchos ya nos conocíamos. Habíamos coincidido en otras ocasiones, y supongo que por eso me llamó la atención aquel hombre de pelo cano que se había sentado en una esquina. No le había visto nunca. Debía de tener algunos años más que yo. Lucía un traje anticuado que parecía quedarle grande y una poblada barba blanca, y me pareció que miraba a su alrededor como si estuviera buscando algo. Sus ojos eran grandes y acuosos, tenía la piel muy blanca y los labios pálidos y una expresión inteligente y pacífica. Recuerdo que pensé que era uno de esos hombres que no se parecen a nadie.

No tuve ocasión de saludarle hasta dos días después, cuando nuestro anfitrión en Londres -un misterioso gentil de antepasados judíos que había luchado en las dos guerras y financiaba de su bolsillo buena parte de las actividades de la sección inglesa de la Organización – hizo las presentaciones.

– Quiero que conozca al señor Nalewki.

El desconocido me sonrió antes de estrecharme la mano.

– Llámeme Karol.

– Soy Silvio Rendón. Encantado.

– ¿De dónde procede usted?

– El señor Rendón ha viajado desde España. Les dejo para que hablen. Por cierto, no les recomiendo que prueben el café. Es repugnante.

Nalewki sirvió una taza de té para cada uno.

– Así que español. Yo soy polaco. De Varsovia.

– Conozco su ciudad. Estuve cuando era joven. Tenía dos buenos amigos viviendo allí, y pasé un verano en su casa. Quizá les conozca… se llamaban Sezsmann. Amos e Ithzak. El padre era un violinista famoso.

Nalewki abrió mucho sus grandes ojos húmedos.

– Sé quién era Amos Sezsmann. Teníamos discos suyos en nuestra casa. Mi madre era muy aficionada a la música. Recuerdo que decía siempre, ese hombre hace hablar a los violines. Ahora ella está muerta, y supongo que Sezsmann también lo está.

– Falleció unos días antes del traslado al gueto.

– Mi madre no tuvo esa suerte. Murió allí. De hambre. Al menos se libró del viaje a los campos.

Confieso que me costó hacer la pregunta.

– ¿Y… y usted?

– Yo también me libré.

Justo en ese momento nos pidieron que entrásemos de nuevo en la sala, pero yo no pensaba dejar así mi conversación con Nalewki.

– ¿Tiene algún compromiso para comer? ¿No? En ese caso, déjeme que le invite. Usted, yo y un amigo americano.

– Será un placer.

La siguiente reunión se me hizo eterna, y creo que pasé buena parte del tiempo vigilando a Nalewki, como si temiese que pudiera escapar. Pero el desconocido no tenía intención de zafarse de mí, y en cuanto acabó la sesión acudió a mi encuentro. Le presenté a Zachary West y entramos juntos en un restaurante cercano. Allí, resguardados los tres de la lluvia y del frío, Nalewki nos confirmó que era un superviviente del gueto de Varsovia.

– Entré allí con mi madre y mi hermano. Ella murió a los tres meses, y eso fue lo que nos salvó la vida a Janek y a mí. Los dos ingresamos en la Organización Judía de Lucha. Mi hermano murió durante la insurrección del 43. Yo conseguí escapar y me incorporé a la resistencia. Cuando acabó la guerra, mis parientes ingleses consiguieron localizarme y me establecí en Londres. Puse un negocio de baldosas. Suena vulgar, pero da mucho dinero.

Sonrió otra vez, y fue entonces cuando me di cuenta de que Karol Nalewki era mucho más joven de lo que había supuesto. A menudo olvidaba que el sufrimiento físico y las verdaderas privaciones tienen la facultad de arrojar años encima de hombres y mujeres.

– ¿Cuántos años tiene usted? -le pregunté.

– Treinta y nueve.

– La misma edad que tendría ahora Ithzak… me refiero al hijo de Amos Sezsmann. -Karol asintió-: Ya sé que es muy improbable, pero tal vez le conoció usted. Estaba en Varsovia cuando tuvo lugar la invasión.

Nalewki meneó la cabeza.

– Seguro que no. Su apellido me hubiese llamado la atención. Pero no es de extrañar. Piensen ustedes que éramos muchos miles en el gueto…

Ni Zachary ni yo nos atrevimos a confesar nuestras sospechas acerca de la huida de Ithzak. ¿Cómo íbamos a hablar de algo así con una persona que había visto morir a dos de sus seres queridos, que había participado incluso en la quijotesca lucha armada contra los invasores alemanes?

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