Camille bebía sus palabras. Pschhh… Se le acababa de caer la ceniza en el café.
– ¿Te parece absurdo lo que te acabo de decir?
– No, no, qué va, al contrario… yo…
– ¿Tú te lo has leído?
– Claro.
– ¿Y no… no te ha hecho sufrir?
– A mí sobre todo me interesaba su trabajo… Empezó tarde… Era un autodidacta… Un… ¿Conoces sus cuadros?
– Es el de los girasoles, ¿no? Qué va… Lo estuve pensando un tiempo, ir a hojear un libro o algo, pero no me apetece, prefiero mis propias imágenes…
– Quédatelo. Te lo regalo.
– ¿Sabes…? Algún día… si salgo de esta, te daré las gracias. Pero ahora no puedo… Ya te lo he dicho, estoy en las últimas, tía. A parte de este saco de pulgas, ya no me queda nada.
– ¿Cuándo te marchas?
– La semana que viene, si todo va bien…
– ¿Quieres darme las gracias?
– Si puedo…
– Déjame dibujarte…
– ¿Nada más?
– Nada más.
– ¿Desnudo?
– Preferentemente…
– Joder… Tú no has visto cómo tengo el cuerpo…
– Me lo imagino…
Vincent se estaba atando las zapatillas de deporte, mientras su perro daba saltos, excitadísimo.
– ¿Vas a salir?
– Toda la noche… Todas las noches… Camino hasta que no puedo más, luego me paso a tomar mi dosis cotidiana de metadona, y vuelvo aquí a dormir para aguantar hasta el día siguiente. Por ahora no he encontrado un sistema mejor…
Un ruido en el pasillo. La bola de pelos se quedó petrificada.
– Hay alguien… -dijo Vincent muy asustado.
– ¿Camille? ¿Estás bien? Soy… soy tu caballero andante, querida…
Philibert estaba ahí en la puerta, con un sable en la mano.
– ¡Barbès! ¡Siéntate!
– E… estoy un po… poco ridículo, ¿no?
Camille los presentó, riéndose:
– Vincent, éste es Philibert Marquet de la Durbellière, comandante en jefe de un ejército derrotado. Y, dándose la vuelta-: Philibert, éste es Vincent… esto… Sólo Vincent… como Van Gogh…
– Encantado -contestó Philibert, envainando otra vez su artilugio-. Ridículo y encantado… Bueno, pues… me voy a batir en retirada entonces…
– Bajo contigo -contestó Camille.
– Yo también.
– ¿Te… te pasarás por mi casa?
– Mañana.
– ¿Cuando?
– Por la tarde. Y… ¿me traigo al perro?
– Te traes a Barbès , claro…
– ¡Ah, Barbès …! -exclamó Philibert, afligido-. Otro exaltado de la República… ¡Yo hubiera preferido la abadesa de la Rochechouart!
Vincent le lanzó una mirada inquisitiva.
Camille se encogió de hombros, perpleja.
Philibert, que se había dado la vuelta, se ofuscó:
– ¡Pues claro que sí! ¡Y que el nombre de la pobre Marguerite de Rochechouart de Montpipeau se asocie a ese vaina es una aberración!
– ¿De Montpipeau? -repitió Camille-. Joder, tenéis cada nombrecito… Por cierto, ¿por qué no vas a la tele a ese concurso que tanto te gusta?
– ¡Anda, no empieces tú también! Sabes muy bien por qué…
– Pues no. ¿Por qué, a ver?
– Para cuando consiguiera darle al pulsador, ya habría terminado el concurso…
Camille no pegó ojo en toda la noche. Dio mil vueltas en la cama, se levantó cuarenta veces, tropezó con fantasmas, se dio un baño, se levantó tarde, duchó a Paulette, la peinó de cualquier manera, paseó un poco por la calle Grenelle con ella y no fue capaz de probar bocado.
– Qué nerviosa te veo hoy…
– Tengo una cita importante.
– ¿Con quién?
– Conmigo misma.
– ¿Vas al médico? -preguntó Paulette, inquieta.
Como era su costumbre, ésta se quedó dormida después de comer. Camille le quitó de las manos el ovillo de lana, la arropó y se marchó de puntillas.
Se encerró en su habitación, cambió cien veces el taburete de sitio y examinó su material con circunspección. Estaba mareada.
Franck acababa de volver a casa. Estaba vaciando una lavadora. Después de lo de su jersey jívaro, tendía él mismo su ropa, y, como un ama de casa desquiciada, echaba pestes sobre las secadoras porque desgastaban las fibras y deformaban los cuellos.
Apasionante.
Fue él a abrir la puerta.
– Vengo a ver a Camille.
– Al fondo del pasillo…
Después se encerró en su habitación, y Camille le agradeció su discreción por una vez…
Los dos estaban muy incómodos pero por motivos distintos.
Falso.
Los dos estaban muy incómodos y por el mismo motivo: sus tripas.
Fue él quien rompió el hielo:
– Bueno… ¿empezamos? ¿Tienes un vestidor? ¿Un biombo? ¿Algo?
Camille lo bendijo para sus adentros.
– ¿Has visto? He puesto la calefacción a tope. No vas a pasar frío…
– ¡Hala, cómo mola tu chimenea!
– Joder, me siento como si estuviera en casa de un cliente, qué angustia… ¿Me… me quito también el calzoncillo?
– Si prefieres dejártelo, te lo dejas…
– Pero mejor si me lo quito, ¿no?
– Sí. De todas formas, siempre empiezo por la espalda…
– Mierda. Seguro que estoy lleno de granos…
– No te preocupes, trabajando medio desnudo entre las salpicaduras de las olas, se te habrán quitado todos los granos antes de que termines el primer cargamento de estiércol…
– Tú serías una magnífica estilista, ¿lo sabías?
– Sí, seguro… Anda, sal de ahí ya y ven a sentarte.
– Al menos me podrías haber puesto delante de la ventana… Para que me distrajera un poco…
– No decido yo.
– ¿Ah, no? ¿Quién, entonces?
– La luz. Y no te quejes, que luego estarás de pie…
– ¿Durante cuánto tiempo?
– Hasta que te caigas redondo…
– Te caerás tú antes que yo.
– Mmm -contestó Camille.
Que quería decir: me extrañaría…
Empezó por una serie de bosquejos, dando vueltas alrededor de él. Su tripa y su mano fueron ganando flexibilidad.
Él, en cambio, estaba cada vez más tenso.
Cuando Camille se le acercaba demasiado, cerraba los ojos.
¿Tenía granos? Camille no los vio. Vio sus músculos contraídos, sus hombros cansados, sus cervicales que sobresalían bajo su nuca cuando bajaba la cabeza, su columna vertebral semejante a una larga cresta erosionada, su nerviosismo, su febrilidad, sus mandíbulas y sus pómulos salientes. Los surcos alrededor de sus ojos, la forma de su cráneo, su esternón, su pecho hundido, sus brazos esqueléticos y llenos de puntos oscuros. El conmovedor dédalo de sus venas bajo la piel clara y el paso de la vida sobre su cuerpo. Sí. Sobre todo eso: la huella del abismo, las marcas de las orugas de un enorme tanque invisible, y también su extremo pudor.
Al cabo de cerca de una hora, Vincent le preguntó si podía leer.
– Sí. Lo que tarde en amaestrarte…
– ¿Pe… pero todavía no has empezado a dibujarme?
– No.
– ¡Jolín! ¿Leo en voz alta?
– Si quieres…
Manoseó el libro un momento antes de abrirlo del todo, separando bien ambas partes:
– Noto que padre y madre reaccionan instintivamente con respecto a mí (no he dicho inteligentemente).
»Vacilan en acogerme en casa, como se vacilaría en acoger a un perrazo hirsuto. Entrará con esas patazas, y además es muy hirsuto.
»Molestará a todo el mundo. Y ladra muy fuerte.
»Vamos, que es un mal bicho.
»Bien, pero el animal tiene una historia humana, y aunque no sea más que un perro, un alma humana. Además un alma lo suficientemente sensible como para sentir lo que piensan de él, mientras que un perro normal no es capaz.
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