Al día siguiente, domingo, Camille comió en casa de los Kessler. Imposible escaquearse. No estaban más que ellos tres, y la conversación fue más bien animada. No hubo preguntas delicadas, ni respuestas ambiguas, ni silencios violentos. Una verdadera tregua de Navidad. ¡Ah, sí! En un momento dado, cuando Mathilde se inquietó por sus condiciones de supervivencia en la buhardilla, Camille tuvo que mentir un poco. No quería mencionar su mudanza. Aún no… Por desconfianza… El mequetrefe aún no se había marchado, y todavía podía surgir algún psicodrama…
Sopesando su regalo, Camille aseguro:
– Ya sé lo que es…
– No.
– ¡Que sí!
– Pues venga, a ver, di… ¿Qué es?
El regalo estaba envuelto en papel de estraza. Camille quitó el lazo, alisó bien el papel, y se preparó para el examen.
Pierre estaba nerviosísimo. Ojalá esta tonta se volviera a poner a ello…
Cuando terminó, Camille volvió el dibujo hacia él: el sombrero de paja, la barba pelirroja, los ojos como dos grandes botones, la chaqueta oscura, el quicio de la puerta, y el pomo con dibujos en espiral, era exactamente como si acabara de calcar la portada.
Pierre tardó un momento en comprender:
– ¿Cómo lo has hecho?
– Ayer me pasé más de una hora mirándolo…
– ¿Ya lo tienes?
– No.
– Uf…
Un momento después:
– ¿Te has vuelto a poner a ello?
– Un poco…
– ¿En este plan? -dijo, indicando el retrato de Edouard Vuillard-. ¿Copiando?
– No, no… Yo… hago bosquejos… bueno, casi nada… Cositas así, vaya…
– ¿Por lo menos disfrutas con ello?
– Sí.
Pierre se estremecía de impaciencia:
– Aaaah, perfecto… ¿Me los dejas ver?
– No.
– ¿Y que tal está tu madre? -interrumpió Mathilde, siempre tan diplomática-. ¿Sigue al borde del abismo?
– Más bien al fondo…
– Entonces es que todo va bien, ¿no?
– Perfectamente -sonrió Camille.
Pasaron el resto de la tarde hablando de pintura. Pierre comentó el trabajo de Vuillard, buscó afinidades, estableció paralelismos y se perdió en interminables digresiones. Varias veces se levantó para ir a buscar a su biblioteca las pruebas de su perspicacia y, al cabo de un rato, Camille tuvo que sentarse en una esquinita del sofá para dejar sitio a Maurice (Denis), a Pierre (Bonnard), a Félix (Valloton) y a Henri (de Toulouse-Lautrec).
Como marchante, Pierre era un pesado, pero como aficionado ilustrado, era verdaderamente maravilloso. Por supuesto, decía tonterías -¿quién no lo hacía en materia de arte?- pero las decía bien. Mathilde bostezaba, y Camille se iba terminando la botella de champaña. Piano ma sano .
Cuando su rostro hubo casi desaparecido tras las volutas de humo de su puro, se ofreció a llevarla a casa en su coche. Camille dijo que no. Había comido demasiado y se imponía una buena caminata.
El piso estaba vacío y le pareció demasiado grande, se encerró en su habitación y pasó el resto de la noche sin despegar la vista de su regalo.
Durmió unas horas por la mañana y se reunió con Samia más temprano que de costumbre, era Nochebuena y las oficinas se vaciaban a las cinco de la tarde. Trabajaron deprisa y en silencio.
Samia se marchó la primera y Camille se quedó un momento bromeando con el guardia de seguridad:
– ¿Pero te han obligado a ponerte la barba y el gorro?
– ¡Qué va, era una iniciativa personal para crear ambientillo!
– ¿Y ha funcionado?
– Pfff, ya ves… La peña pasa… El único que lo ha notado ha sido mi perro… No me ha reconocido y me ha gruñido, el muy idiota… Te lo juro, he tenido perros imbéciles, pero éste se lleva la palma…
– ¿Cómo se llama?
– Matrix .
– ¿Es una perra?
– No, ¿por?
– Eh… no, por nada, por nada… Bueno, pues adiós… Feliz Navidad, Matrix -le dijo al gran doberman tumbado a sus pies.
– No esperes que te conteste, no se cosca de nada te digo…
– No, no -contesto Camille riendo-, si no lo esperaba…
Este tío era el Gordo y el Flaco en uno.
Eran casi las diez de la noche. La gente, muy elegante, iba de aquí para allá cargada de paquetes. A las señoras ya les dolían los pies con sus zapatitos de salón, los niños zigzagueaban entre las horquillas de las aceras y los señores consultaban sus agendas delante de los telefonillos.
Camille observaba todo aquello, divertida. No tenía prisa e hizo cola ante el escaparate de una tienda de comida preparada para comprarse una buena cena. O más bien una buena botella. Para comer no sabía muy bien qué elegir… Al final le señaló al dependiente un trozo de queso de cabra y dos panecillos con nueces. Bah, era más que nada para acompañar al vino…
Descorchó la botella y la dejó no muy lejos de un radiador para ponerla a temperatura ambiente. Luego se dedicó a ella. Llenó la bañera, y se tiró dentro más de una hora, con la nariz a ras del agua caliente. Se puso el pijama, unos gruesos calcetines y eligió su jersey preferido. Uno de cachemira carísimo… Vestigio de una época remota… Desembaló la cadena de música de Franck, la instaló en el salón, se preparó una bandeja con la cena, apagó todas las luces y se acurrucó en el viejo sofá, envuelta en su edredón.
Hojeó el libreto; el Nisi Dominus estaba en el segundo disco. Bueno, las Vísperas de la Ascensión no era exactamente la misa adecuada, y además, iba a escuchar los salmos en desorden, no tenía ni pies ni cabeza…
Bueno, pero ¿qué más daba?
¿Qué más daba?
Pulsó el botón del mando a distancia y cerró los ojos: estaba en el séptimo cielo… Sola, en ese piso inmenso, con un vaso de buen vino en la mano, escuchando la voz de los ángeles.
Hasta los adornos de pasamanería de la araña se estremecían de placer.
Cum dederit dilactis suis somnum.
Ecce, haereditas Domin filii: merces fructus ventris.
Era la pista número 5, y debió de escucharla unas catorce veces.
Y una vez más, a la decimocuarta vez, su caja torácica explotó en mil pedazos.
Un día que iban solos en el coche y Camille acababa de preguntarle por qué escuchaba siempre la misma música, su padre le contestó: «La voz humana es el instrumento más bello, el más emocionante… Y ni el mejor virtuoso del mundo podrá darte jamás ni la mitad de la mitad de la emoción que te proporciona una bella voz… Es lo que los seres humanos tenemos de divino… Es algo que uno comprende al hacerse viejo, me parece… Bueno, yo por lo menos he tardado en reconocerlo, pero dime… ¿quieres oír otra cosa? ¿Quieres La mamá de los pececitos ?»
Ya se había bebido la mitad de la botella y acababa de poner el segundo disco cuando alguien encendió la luz.
Fue horrible, Camille se tapó los ojos con las manos y la música le pareció de golpe fuera de contexto, y las voces, incongruentes, nasales incluso. En dos segundos, era como estar en el purgatorio.
– Anda, ¿estás aquí?
– …
– ¿No estás en tu casa?
– ¿Allí arriba?
– No, en casa de tus padres…
– Pues ya ves que no…
– ¿Has currado hoy?
– Sí.
– Ah, bueno, pues perdona, perdona… Pensaba que no había nadie…
– No pasa nada…
– ¿Qué es eso que escuchas? ¿ La Castafiore?
– No, una misa…
– ¿En serio? ¿Eres creyente?
Tenía que presentárselo sin falta al guardia de seguridad del perro… Vaya par… Mucho mejores que los dos viejitos de los Teleñecos…
– No, no especialmente… ¿Te importa apagar la luz por favor?
Franck obedeció y salió de la habitación, pero ya no era lo mismo. Se había roto el hechizo. Camille ya no sentía exaltación alguna, y hasta el sofá había perdido su forma de nube. Sin embargo trató de concentrarse, cogió el libreto y buscó donde se había quedado:
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