Herta Müller - El Hombre Es Un Gran Faisán En El Mundo

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«En rumano es muy frecuente decir: “He vuelto a ser un faisán”, que significa: “He vuelto a fracasar”, “No lo he logrado”. O sea, en rumano, el faisán es un perdedor.» Herta Müller
El faisán es un ave que no vuela, vive en el suelo, es una presa fácil que no puede escapar. En esta obra la autora refleja la resignación y desesperanza interior de los años previos a su exilio. Aborda el destino de una familia de origen alemán que espera con ansiedad la autorización para abandonar Rumanía. Los personajes, asfixiados por unas fronteras no solamente geográficas, trazadas por los aparatos represivos de la dictadura, reflejan una gran tensión en sus vidas.
«Precisamente ahora, 20 años tras la caída del muro de Berlín, es una señal maravillosa que se honre con el Nobel de Literatura a una escritora que ha vivido esta experiencia en carne propia.» Angela Merkel

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Windisch cierra los ojos. Siente sus ojos en las manos. Sus ojos sin rostro.

Con los ojos desnudos y la piedra entre las costillas, Windisch dice en voz alta: «El hombre es un gran faisán en el mundo». Lo que Windisch oye no es su voz. Siente su boca desnuda. Las paredes han hablado.

LA BOLA DE FUEGO

Los cerdos manchados del vecino duermen entre las zanahorias silvestres. Las mujeres negras salen de la iglesia. El sol resplandece. Las levanta sobre la acera en sus pequeños zapatos negros. Tienen las manos desmadejadas de tanto desgranar rosarios. Su mirada aún sigue transfigurada por la oración.

Por sobre el tejado del peletero, la campana de la iglesia anuncia la mitad del día. El sol es el gran reloj sobre las campanadas del mediodía. La misa cantada ha terminado. El cielo quema.

Detrás de las viejecillas la acera está vacía. Windisch contempla la hilera de casas. Ve el extremo de la calle. «Amalie ya debería estar llegando», piensa. Entre la hierba hay unos cuantos gansos. Son blancos como las sandalias de Amalie.

La lágrima está en el armario. «Amalie no la ha llenado», piensa Windisch. «Amalie nunca está en casa cuando llueve. Siempre está en la ciudad.»

La acera se mueve bajo la luz. Los gansos despliegan velas. Tienen paños blancos en las alas. Las sandalias color de nieve de Amalie no caminan por la aldea.

La puerta del armario cruje. La botella gorgotea. Windisch tiene una bola de fuego húmeda en la lengua. La bola se desliza por su garganta. En las sienes de Windisch flamea un fuego. La bola se deshace. Teje una red de hilos calientes en la frente de Windisch. Traza entre sus cabellos crenchas zigzagueantes.

La gorra del policía gira al borde del espejo. Sus hombreras relucen. Los botones de su chaqueta azul crecen en medio del espejo. Sobre la chaqueta del policía emerge la cara de Windisch.

La cara de Windisch emerge una vez grande e imponente sobre la chaqueta. Dos veces apoya Windisch su cara pequeña y temerosa sobre las hombreras. El sargento se ríe entre las mejillas de la cara grande e imponente de Windisch. Con sus labios húmedos le dice: «No irás muy lejos con tu harina».

Windisch alza los puños. La chaqueta del policía vuela en mil pedazos. La cara grande e imponente de Windisch tiene una mancha de sangre. Windisch golpea las dos caras pequeñas y temerosas por encima de las hombreras y las mata.

La mujer de Windisch barre en silencio los restos del espejo roto.

EL MORETÓN

Amalie está en la puerta. Sobre los trozos de cristal hay manchas rojas. La sangre de Windisch es más roja que el vestido de Amalie.

Un último resto de primavera irlandesa sube desde las pantorrillas de Amalie. El moretón de su cuello es más rojo que su vestido. Amalie se quita las sandalias blancas. «Ven a comer», le dice la mujer de Windisch.

La sopa humea. Amalie se sienta entre la niebla. Sostiene la cuchara con las puntas rojas de sus dedos. Mira la sopa. El vaho le hace mover los labios. Sopla. La mujer de Windisch se sienta suspirando en la nube gris que se eleva ante el plato.

Por la ventana llega un murmullo de hojas. «Vuelan hacia el patio», piensa Windisch. «Hay hojas como para vestir diez árboles y todas vuelan hacia el patio.»

Windisch desliza su mirada por la oreja de Amalie. Es una parte de lo que ve. Está rojiza y arrugada como un párpado.

Windisch deglute un tallarín blando y blanco. Se le pega en la garganta. Windisch pone la cuchara sobre la mesa y tose. Los ojos se le llenan de agua.

Windisch vomita su sopa en la sopa. Tiene un gusto acre en la boca. Y se le sube a la frente. La sopa del plato se enturbia con la sopa vomitada.

Windisch ve un patio muy ancho en la sopa del plato. Es una tarde de verano en ese patio.

LA ARAÑA

La noche de aquel sábado, Windisch bailó con Barbara frente a la profunda bocina del gramófono hasta muy entrado el domingo. Hablaban de la guerra a ritmo de vals.

Bajo el membrillero, una lámpara de petróleo oscilaba sobre una silla.

Barbara tenía un cuello grácil. Windisch bailó con su cuello grácil. Barbara tenía una boca pálida. Windisch estaba pendiente de su aliento. Se bamboleaba. El bamboleo era una danza.

Una araña le cayó en el pelo a Barbara bajo el membrillero. Windisch no la vio. Se pegó a la oreja de Barbara. Oía la canción de la bocina a través de su gruesa trenza negra. Sintió su peineta dura.

Ante la lámpara de petróleo brillaban las hojas de trébol verdes en los pendientes de Barbara. Barbara daba vueltas y más vueltas. El girar era una danza.

Barbara sintió la araña en su oreja. Se asustó y gritó: «Voy a morir».

El peletero estaba bailando en la arena. Pasó junto a ellos. Se rió. Le quitó la araña de la oreja a Barbara. La tiró a la arena y la aplastó con el zapato. El aplastarla fue una danza.

Barbara se apoyó contra el membrillero. Windisch le sostenía la frente.

Barbara se llevó la mano a la oreja. La hoja de trébol verde había desaparecido. Barbara no la buscó. Dejó de bailar. Y se echó a llorar. «No lloro por el pendiente», dijo.

Más tarde, muchos días más tarde estaba Windisch sentado con Barbara en un banco del pueblo. Barbara tenía un cuello grácil. Una hoja de trébol verde brillaba. La otra oreja se perdía en la noche.

Windisch le preguntó tímidamente por el otro pendiente. Barbara lo miró. «¿Dónde hubiera podido buscarlo?», preguntó. «La araña se lo llevó a la guerra. Las arañas comen oro.»

Barbara siguió los pasos de la araña después de la guerra. La nieve, en Rusia, se la llevó al derretirse por segunda vez.

LA HOJA DE LECHUGA

Amalie está chupando un hueso de pollo. La lechuga cruje en su boca. La mujer de Windisch sostiene un ala de pollo ante su boca. «Se ha bebido toda la botella de aguardiente», dice. Y añade, saboreando el pellejo dorado: «De pura pena».

Amalie hinca los dientes del tenedor en una hoja de lechuga. Sostiene la hoja ante su boca. La hace temblar con su voz. «Con tu harina no irás demasiado lejos», dice. Sus labios muerden firmemente la hoja como una oruga.

«Los hombres tienen que beber porque sufren mucho», dice la mujer de Windisch sonriendo. El sombreado de ojos de Amalie forma un pliegue azul encima de sus pestañas. «Y sufren mucho porque beben», añade Amalie con una risita. Mira a través de una hoja de lechuga.

El moretón crece en su cuello. Se ha vuelto azul, y se le mueve cuando deglute.

La mujer de Windisch chupa las pequeñas vértebras blancas. Se come los trocitos de carne del cuello. «Abre bien los ojos cuando te cases», dice. «La bebida es una enfermedad terrible.» Amalie se chupa la punta roja del dedo. «Y nada saludable», añade.

Windisch mira la araña negra. «Putear es más saludable», dice.

La mujer de Windisch da un manotazo sobre la mesa.

LA SOPA DE HIERBAS

La mujer de Windisch estuvo cinco años en Rusia. Dormía en una barraca con camas de hierro en cuyos bordes chasqueaban los piojos. La habían pelado al rape. Tenía la cara gris. Y el cuero cabelludo rojo y carcomido.

Sobre las montañas se alzaba otra cadena montañosa de nubes y nieve a la deriva. Sobre el camión ardía el hielo. No todos se apeaban a la entrada de la mina. Cada mañana había hombres y mujeres que se quedaban sentados en los bancos. Con los ojos abiertos. Dejaban pasar a todos los demás. Se habían congelado. Estaban sentados en el más allá.

La mina era negra. La pala, fría. El carbón, pesado.

Cuando la nieve se fundió por primera vez, una hierba fina y puntiaguda empezó a brotar entre la rocalla de las hondonadas. Katharina había vendido su abrigo de invierno por diez rebanadas de pan. Su estómago era un erizo. Katharina recogía un manojo de hierbas cada día. La sopa de hierbas calentaba y era buena. El erizo ocultaba sus púas durante unas horas.

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