Array Array - Historia de Mayta
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—Apenas me oyeron proponerlos como voluntarios, todos se entusiasmaron — prosigue—. La verdad, éramos uña y carne los siete. ¿Qué juego de niños comparado con lo de ahora, no?
—Sí, sí, los reemplazamos.
—Ábrenos la puerta, déjanos entrar, sí podemos.
—¡Sí podemos, Mayta, sí podemos!
—Nosotros somos revolucionarios y los reemplazamos. Mayta los veía, los escuchaba, y su cabeza era una crepitación, un desorden.
—¿Qué edades tenían ustedes?
—Yo y Huasasquiche diecisiete —dice Cordero Espinoza—. Los otros quince o dieciséis. Una suerte. No pudieron juzgarnos, no teníamos responsabilidad legal. Nos mandaron al Juez de Menores, donde la cosa no fue tan seria. ¿No es paradójico que yo, pionero de la lucha armada en el Perú, sea ahora un objetivo militar de los terrucos?
Se encoge de hombros.
—Supongo que, a estas alturas, para Mayta y Vallejos ya no había marcha atrás posible —le digo.
—Sí la había. Vallejos hubiera podido sacar a los guardias de la cuadra donde los había encerrado y echarlos de carajos: «Han demostrado ustedes ser una nulidad, unas verdaderas madres, en caso de un asalto a la cárcel por subversivos. Ninguno ha pasado la prueba a que los he sometido, so huevones». —El Doctor Cordero Espinoza me ofrece un cigarrillo y, antes de encender el suyo, lo coloca en una boquilla—. Se hubieran tragado el cuento, estoy seguro. También hubieran podido mandarnos al colegio, devolver al calabozo a Gonzales y a Condori, y escapar. Hubieran podido todavía, a esas alturas. Pero claro que no hicieron ninguna de las dos cosas. Ni Mayta ni Vallejos eran gentes que dieran su brazo a torcer. En ese sentido, aunque uno cuarentón y el otro veinteañero, resultaban más chiquillos que nosotros.
O sea que fue Mayta quien primero aceptó esa propuesta romántica y descabellada. Su vacilación, su perplejidad, duraron unos segundos. Se decidió de golpe. Abrió el portón, dijo «rápido, rápido» a los josefinos y mientras ellos invadían el patio, ojeó la calle: estaba vacía de autos y de gentes, las casas cerradas. Le volvieron las fuerzas, la sangre circulaba por sus venas, no había razón para desesperarse. Tras el último muchacho, cerró el portón. Allí estaban: siete caritas ansiosas y exaltadas. Condori y Gonzales tenían ahora cada uno un Máuser en las manos y miraban a los chiquillos, intrigados. Vallejos apareció, detrás de los guindos, terminada su inspección a los presos. Mayta le salió al encuentro:
—Ubilluz y los otros no han venido. Pero tenemos voluntarios para ocupar sus puestos.
¿Vallejos se detuvo en seco? ¿Vio Mayta que su cara se descomponía en un rictus? ¿Vio que el joven Subteniente porfiaba por mostrar serenidad? ¿Lo oyó decir a media voz, rozándole la cara, «¿Ubilluz no ha venido? ¿Ezequiel tampoco? ¿El Lorito tampoco?»?
—No podemos dar marcha atrás, camarada —lo sacudió Mayta del brazo—. Te lo enseñé, te advertí que pasaría: la acción selecciona. A estas alturas, no hay marcha atrás. No podemos. Acepta a los muchachos. Se han fogueado, viniendo aquí. Son revolucionarios, qué más prueba quieres. ¿Vamos a echarnos atrás, hermano?
Se iba convenciendo mientras hablaba y, como una segunda voz, se repetía el conjuro contra la lucidez: «Como una máquina, como un soldado». Vallejos, mudo lo escrutaba ¿dudando?, ¿tratando de confirmar si lo que decía era lo que pensaba? Pero cuando Mayta calló, el Alférez era otra vez el manojo de nervios controlados y decisiones instantáneas. Se acercó a los josefinos que habían escuchado el diálogo.
—Me alegro de que haya pasado esto —les dijo, metiéndose entre ellos—. Me alegro porque gracias a esto sé que hay valientes como ustedes Bienvenidos a la lucha, muchachos. Quiero darles la mano a cada uno.
En realidad, comenzó a abrazarlos, a apretarlos contra su pecho. Mayta se descubrió en medio del grupo, dando y recibiendo abrazos, y, entre nubes, veía también a Zenón Gonzales y a Condori en el entrevero. Una emoción profunda lo embargó. Tenía un nudo en la garganta. Varios muchachos lloraban y las lágrimas corrían por sus caras jubilosas mientras abrazaban al Subteniente, a Mayta, a Gonzales, a Condori, o se abrazaban entre ellos. «Viva la Revolución», gritó uno, y otro «Viva el socialismo». Vallejos los hizo callar.
—Es probable que nunca me haya sentido tan feliz como en ese momento —dice el Doctor Cordero Espinoza—. Era hermoso, tanta ingenuidad, tanto idealismo. Nos sentíamos como si nos hubiera crecido el bigote, la barba, y nos hubiéramos vuelto más altos y más fuertes. ¿Sabe que probablemente ninguno de nosotros había pisado siquiera el burdel? Yo, por lo menos, era virgen. Y me parecía estar perdiendo la virginidad.
—¿Sabía alguno de ustedes manejar un arma?
—En la Instrucción Pre–Militar nos dieron algunas clases de tiro. Tal vez alguien había disparado una escopeta. Pero remediamos la deficiencia ahí mismo. Fue lo primero que se le ocurrió a Vallejos, después de los abrazos: enseñarnos lo que era un Máuser.
Mientras el Subteniente daba a los josefinos una clase de manejo del fusil, Mayta explicó a Condori y Zenón Gonzales lo ocurrido. No protestaron al saber que, por lo visto, no contaban con nadie más; no se indignaron al saber que los revolucionarios podían ser sólo ellos y ese grupito de imberbes. Lo escucharon serios, sin hacer una pregunta. Vallejos ordenó a dos muchachos conseguir taxis. Felicio Tapia y Huasasquiche partieron a la carrera. Entonces, Vallejos reunió a Mayta y los campesinos. Había reestructurado el plan de acción. Divididos en dos grupos, tomarían la Comisaría y el Puesto de la Guardia Civil. Mayta escuchaba y, con el rabillo del ojo, seguía las reacciones de los comuneros. ¿Diría Gonzales: «Ya ves que tenía razón de dudar»? No, no dijo nada; con el fusil en la mano, escuchaba al Subteniente, inescrutable:
—¡Ahí vienen los taxis! —gritó Perico Temoche, desde el portón.
—No fui nunca taxista de verdad —me asegura el señor Onaka, mostrando con gesto melancólico los vacíos anaqueles de su tienda, que solían estar repletos de comestibles y artículos domésticos—. Yo fui siempre administrador y dueño de este almacén. Aunque no lo crea, era el mejor surtido de Junín.
La amargura tuerce su cara amarilla. El señor Onaka ha sido una víctima predilecta de los rebeldes, que han asaltado un sinfín de veces su tienda. «Ocho, me precisa. La última, hace tres semanas, con los «marines» ya aquí. O sea que, gringos o no gringos, es la misma vaina de siempre. Se presentaron a las seis, enmascarados, cerraron la puerta y dijeron: ¿Dónde tienes escondidos los víveres, perro? ¿Escondidos? Busquen y llévense lo que encuentren. Si por culpa de ustedes yo soy un calato. No encontraron nada, por supuesto. ¿No quieren llevarse a mi mujer, más bien? Si es lo único que me han dejado. Ya les perdí el miedo ¿ve? Se lo dije, la última vez: ¿Por qué no me matan? Dense gusto, acaben con este hombre al que han envenenado la vida. No gastamos pólvora en gallinazos, me dijo uno de ellos. Y todo eso a las seis de la tarde, con policías, soldados y «marines» por las calles de Jauja. ¿No es ésa la prueba de que son, todos, la misma carnada de ladrones?» Resopla, toma aire y echa una mirada a su esposa, que, reclinada sobre el mostrador, trata de leer el periódico, pegando las páginas a los ojos. Los dos son muy viejitos.
—Como ella bastaba para atender a los clientes, yo me hacía con el Ford unas carreritas de taxi —sigue el señor Onaka—. Ésa fue la mala suerte que me enredó en lo de Vallejos. Por eso malogré el carro y tuve que gastar fortunas en la compostura. Por eso me gané un coscorrón que me abrió esta ceja y estuve preso, mientras hacían las averiguaciones y descubrían que yo no era cómplice sino víctima.
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