Array Array - Historia de Mayta

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Al ver que Mayta y Vallejos abrían a puntapiés la caseta de la telefonista y comenzaban a destrozar el tablero con las cachas de sus metralletas y a arrancar los cordones, la señora Adriana Tello trató de salir a la calle. Pero Condori y Zenón Gonzales la sujetaron mientras el Subteniente y Mayta acababan la demolición.

—Ahora estamos tranquilos —dijo Vallejos—. Con los guardias prisioneros y el teléfono cortado, no hay peligro inmediato. No es necesario separarse.

—¿Estará en Quero la gente con los caballos? —pensó Mayta en voz alta. Vallejos se encogió de hombros: de quién se podía fiar uno ahora.

—De los campesinos —murmuró Mayta, señalando a Condori y a Zenón Gonzales, quienes a una indicación del Alférez, habían soltado a la mujer, que salió despavorida a la calle—. Si llegamos a Uchubamba, estoy seguro que no nos fallarán.

—Claro que llegaremos —sonrió Vallejos—. Claro que no nos fallarán.

Irían a pie a la Plaza, camarada. Vallejos ordenó a Gualberto Bravo y Perico Temoche que llevaran los taxis a la esquina de la Plaza de Armas y Bolognesi. Ése sería el punto de reunión. Se puso a la cabeza de los restantes y dio una orden que a Mayta le escarapeló el cuerpo: «De frente ¡marchen!». Debían formar un grupo extraño, impredecible, inadivinable, desconcertante, esos cuatro adultos y cinco escolares armados, marchando por las calles adoquinadas hacia la Plaza de Armas. Atraerían las miradas, inmovilizarían a la gente en las veredas, la harían salir a las ventanas y a las puertas. ¿Qué pensaban los jaujinos que los veían pasar?

—Estaba afeitándome, porque entonces me levantaba tardecito —dice Don Joaquín Zamudio, ex–sombrerero, ex–comerciante y ahora vendedor de lotería en los portales de Jauja—. Desde mi cuarto los vi y pensé que ensayaban para Fiestas Patrias. ¿Desde ahora? Saqué la cabeza y pregunté: ¿Qué desfile es éste? El Alférez, en vez de contestarme, chilló: «Viva la Revolución». Todos corearon: «Viva, viva». ¿Qué revolución es ésta?, les pregunté, creyendo que estábamos jugando a algo. Y Corderito me respondió: «La que estamos haciendo, la socialista». Después supe que, así como los vi, marchando y vivando, se iban a robar dos Bancos.

Desembocaron en la Plaza de Armas y Mayta vio pocos transeúntes. Se volvían a observarlos, con indiferencia. Un grupo de indios con ponchos y atados, sentados en una banca, movieron las cabezas, siguiéndolos. No había gente para una manifestación todavía. Era ridículo estar marchando, no de revolucionarios sino de boy scouts. Pero Vallejos había dado el ejemplo y los josefinos y Condori y Gonzales lo hacían, de modo que no tuvo más remedio que ponerse al paso. Tenía una sensación ambigua, exaltación y ansiedad, porque, aunque los policías estuvieran encerrados, las armas en su poder y el teléfono y el telégrafo cortados ¿no era tan vulnerable el grupito que formaban? ¿Se podía empezar una revolución así? Apretó los dientes. Se podía. Tenía que poderse.

—Entraron por la puerta principal, poco menos que cantando —dice Don Ernesto Duran Huarcaya, ex–Administrador del Banco Internacional y hoy inválido con cáncer generalizado, en su camita del Sanatorio Olavegoya—. Los vi desde la ventana y pensé ni siquiera igualan los pasos, marchan pésimo. Después, como se dirigían derechito al Internacional, dije ya se viene otro sablazo con el cuento de la kermesse, el desfile o la representación. Salí de la curiosidad ahí mismo porque nada más entrar nos apuntaron y Vallejos gritó: «Venimos a llevarnos la plata que pertenece al pueblo y no a los imperialistas». Ah, esto yo no lo aguanto. Ah, yo me les enfrento a éstos.

—Se metió a cuatro patas bajo su escritorio —dice Adelita Campos, jubilada del Banco y vendedora de cocimientos de hierbas—. Muy machito para resondrarnos por una tardanza o para alargar la mano cuando una pasaba junto a él. Pero cuando vio los fusiles, zas, a cuatro patas bajo su escritorio, sin ninguna vergüenza. Si el Administrador hacía eso ¿qué nos tocaba a los empleaditos? Estábamos asustados, por supuesto. Más de los chicos que de los viejos. Porque andaban gritando como verracos «Viva el Perú», «Viva la Revolución» y de puro excitados se les podía escapar un tiro. Quien tuvo la gran idea fue el recibidor, el viejito Rojas. Qué será de él. Supongo que ya se murió, o, diré, que lo mataron, porque, tal como anda la vida en Jauja, la gente aquí no se muere, a la gente la matan. Y nunca se sabe quién.

—Cuando los vi acercarse a mi ventanilla, abrí el cajón de la izquierda —dice el viejito Rojas, ex–cajero del Internacional, en su cubil de agonizante del Asilo de Ancianos de Jauja—. Allí tenía los depósitos de la mañana y el sencillo para los vueltos y los cambios, poca cosa. Levanté los brazos y recé: «Que caigan en la trampa. Madre Santa». Cayeron. Se fueron derechito al cajón abierto y sacaron lo que había: cincuenta mil soles y pico. Ahora es nada, en ese tiempo bastante, pero una migaja de lo que había en el cajón de la derecha: cerca de un millón de soles que no había pasado aún a la caja fuerte.

Eran aprendices, no como los que vinieron después. Shht, shht, no repita lo que he dicho, caballero.

—¿Eso es todo?

—Sí, sí, todo —tembló el cajero—. Es temprano, no hay movimiento todavía.

—Esta plata no es para nosotros sino para la revolución —lo interrumpió Mayta. Se dirigió a las caras incrédulas de los empleados—: Para el pueblo, para los que la han sudado. Esto no es robo, es expropiación. Ustedes no tienen por qué asustarse. Los enemigos del pueblo son los banqueros, los oligarcas, los imperialistas. Ustedes también son explotados por ellos.

—Sí, por supuesto —tembló el cajero—. Es verdad lo que usted dice, caballero.

Al salir a la Plaza, los muchachos siguieron dando vítores. Mayta, que llevaba la bolsa con el dinero, se acercó a Vallejos: vamos primero al Regional, no hay todavía gente para el mitin. Veía ralos paseantes que los miraban con curiosidad, sin acercarse.

—Pero al paso ligero —asintió Vallejos—, antes que nos tranquen la puerta.

Echó a correr y todos lo siguieron, alineándose en el mismo orden en que habían venido. A los pocos segundos, la carrera anuló en Mayta la capacidad de pensar. El ahogo, la presión en las sienes, el malestar volvieron, pese a que no iban de prisa, sino como calentando antes del partido. Cuando, dos cuadras más allá, se detuvieron en las puertas del Banco Regional, estrellitas silentes flotaban alrededor de su cabeza y tenía la boca de par en par. No te puedes desmayar ahora, Mayta. Entró con el grupo y, como en sueños, apoyado en el mostrador, viendo el espanto en la cara de la mujer que tenía al frente, oyó a Vallejos explicar «Ésta es una acción revolucionaria, venimos a recuperar la plata robada al pueblo» y que alguien protestaba. El Subteniente empujó a un hombre y lo abofeteó. Debía ayudar, moverse, pero no lo hizo porque sabía que, si dejaba este apoyo, se desplomaría. Con los dos codos en el mostrador, apuntando con su metralleta al grupo de empleados —algunos gritaban y otros parecían a punto de ir a defender al que había protestado— vio a Condori y a Zenón Gonzales sujetar de los brazos al hombre del escritorio grande al que Vallejos le había pegado. El Subteniente le acercaba la metralleta en actitud amenazadora. El hombre consintió por fin en abrir la caja fuerte que tenía junto a su escritorio. Cuando Condori acabó de pasar el dinero a la bolsa, Mayta empezaba a respirar mejor. Hubieras tenido que venir hace una semana, ir acostumbrando el cuerpo a la altura, no sabe hacer las cosas.

—¿Te sientes mal? —le preguntó Vallejos, al salir.

—Un poco de soroche, por la carrera. Hagamos el mitin con los que haya. Hay que hacerlo.

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