Array Array - Historia de Mayta
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IX
La comunidad de Quero es una de las más antiguas de Junín y, como hace veinticinco años, como hace siglos, siembra papas, ollucos, habas y coca y pastorea sus ganados en unas cumbres a las que trepa desde Jauja por una trocha abrupta. Si las lluvias no empantanan el camino, el viaje dura un par de horas. Los baches vuelven a la camioneta una mula chúcara, pero están compensados por el paisaje: una angosta quebrada, ceñida por montañas mellizas, paralela a un río espumoso y saltarín que se llama primero Molinos y, ya cerca del pueblo, Quero. Quinguales de copas frondosas y hojas que la humedad del día torna aún más verdes pespuntean la ruta hacia el alargado pueblecito al que entramos a media mañana.
En Jauja he escuchado contradictorias versiones sobre lo que encontraría en Quero. Se halla en una zona directamente afectada por la guerra en la que, en estos años, ha habido continuos atentados, ejecuciones y operaciones de envergadura tanto por parte de los rebeldes como de la contrainsurgencia. Según algunos, Quero estaba en poder de los revolucionarios, que habían fortificado la plaza. Según otros, el Ejército tenía instalada aquí una compañía de artilleros, e, incluso, un campo de entrenamiento con asesores norteamericanos. Alguien me aseguró que nunca me permitirían entrar a Quero, pues el lugar sirve al Ejército de campo de concentración y centro de torturas. «Ahí llevan a los prisioneros de todo el valle del Mantaro para hacerlos hablar aplicándoles los métodos más refinados y de allí parten los helicópteros que, luego de haberlos exprimido, los sueltan vivos en la selva, para escarmiento de los rojos que, calculan, están abajo mirando.» Fabulaciones. No hay en Quero rastro de insurgentes o soldados. Tampoco me sorprende este nuevo desmentido de la realidad a los rumores: la información, en el país, ha dejado de ser algo objetivo y se ha vuelto fantasía, tanto en los diarios, la radio y la televisión como en la boca de las personas. «Informar» es ahora, entre nosotros, interpretar la realidad de acuerdo a los deseos, temores o conveniencias, algo que aspira a sustituir un desconocimiento sobre lo que pasa, que, en nuestro fuero íntimo, aceptamos como irremediable y definitivo. Puesto que es imposible saber lo que de veras sucede, los peruanos mienten, inventan, sueñan, se refugian en la ilusión. Por el camino más inesperado, la vida del Perú, en el que tan poca gente lee, se ha vuelto literaria. Él Quero real, este que ahora piso, no coincide con el de las ficciones que he oído. Ni la guerra ni los combatientes de uno u otro bando se divisan por ninguna parte. ¿Por qué está el pueblo desierto? Suponía que todos los hombres en edad de combatir habían sido levados por el Ejército o por la guerrilla, pero ni siquiera ancianos y niños se ven. Deben hallarse en las faenas del campo o en sus casas; sin duda, todo forastero que llega los asusta. Mientras recorro la iglesita construida en 1946, con su torre de piedra y su techo de tejas, y la redonda glorieta de la plaza encuadrada por cipreses y eucaliptos, tengo la sensación de que es un pueblo fantasma. ¿Sería ésa la imagen de Quero la mañana en que llegaron los revolucionarios?
—Había un sol radiante y la placita estaba llena de gente debido al trabajo comunal — me asegura Don Eugenio Fernández Cristóbal, señalando con su bastón el cielo cargado de nubes cenicientas—. Yo estaba aquí, en esta glorieta. Aparecieron por esa esquina. A esta hora, más o menos.
Don Eugenio era Juez de Paz de Quero en ese tiempo. Ahora está jubilado. Lo extraordinario es que, después de los acontecimientos en los que estuvo comprometido hasta el pescuezo —por lo menos, desde que Vallejos, Mayta, Condori, Zenón Gonzales y su cortejo de siete infantes llegaron aquí—, retomó sus funciones judiciales y vivió varios años más en Quero, hasta la edad del retiro. Habita ahora en los alrededores de Jauja. A pesar de los rumores apocalípticos sobre la región, no se ha hecho de rogar para acompañarme. «Siempre me gustaron las aventuras», me ha dicho. Tampoco se hace de rogar para referir sus recuerdos de aquel día, el más importante de su larga vida. Responde a mis preguntas rápido y con seguridad total, aun para detalles insignificantes. Nunca duda, se contradice ni deja cabos sueltos que pudieran despertar sospechas sobre su memoria. No es poca proeza para un octogenario que, además, no tengo la menor duda, me oculta y tergiversa muchos hechos. ¿Cuál fue su participación exacta en la aventura? Nadie lo sabe a ciencia cierta. ¿Lo sabe él mismo o la versión que fraguó ha acabado por convencerlo a él también?
—No me llamó la atención, porque no era raro que llegaran a Quero camionetas con gente de Jauja. Se cuadraron allacito, junto a la casa de Tadeo Canchis. Preguntaron dónde podían comer. Venían muy hambrientos.
—¿Y no le llamó la atención que estuvieran armados, Don Eugenio? ¿Que, además de tener cada uno un fusil, trajeran en la camioneta tantas armas?
—Les pregunté si se iban de cacería —me responde Don Eugenio—. Porque ésta no es buena época para salir a cazar venados, Alférez.
—Nos vamos a hacer prácticas de tiro, doctorcito —dice que le dijo Vallejos—. Allá arriba, en la pampa.
—¿No era de lo más normal que unos muchachos del San José vinieran a hacer maniobras? —se pregunta Don Eugenio—. ¿Acaso no tenían sus clases de Instrucción Pre–Militar? ¿Acaso no era el Alférez un militar? La explicación me pareció más que satisfactoria.
—¿Quieres que te diga una cosa? Hasta aquí, no había perdido las esperanzas.
—¿De que los de Ricrán estuvieran esperándonos con los caballos? —sonrió Vallejos.
—Y también el Chato Ubilluz y los mineros —confesó Mayta—. Sí, no las había perdido.
Escudriñaba una y otra vez la verde placita de Quero, como queriendo, a fuerza de voluntad, materializar a los ausentes. Tenía fruncido el ceño y le temblaba la boca. Un poco más allá, Condori y Zenón Gonzales conversaban con un grupo de comuneros. Los josefinos permanecían junto a la camioneta, cuidando los Máuseres.
—Nos clavaron la puñalada, pues —añadió, con voz apenas audible.
—A no ser que algún contratiempo los demorara en el camino —dijo, a su lado, el Juez de Paz.
—No hubo ningún contratiempo, no están aquí porque no quisieron —dijo Mayta—. No había que esperar otra cosa, tampoco. Para qué perder tiempo, lamentándonos. No vinieron y ya está, qué importa.
—Así me gusta —le dio una palmada Vallejos—. Mejor solos que mal acompañados, carajo.
Mayta hizo un esfuerzo. Había que sobreponerse a ese desánimo. Manos a la obra, conseguir las bestias, comprar provisiones, continuar. Sólo una idea en la cabeza, Mayta: cruzar la Cordillera y llegar a Uchubamba. Allá, ya seguros, podrían reforzar sus cuadros, revisar con calma la estrategia. En el trayecto, mientras permanecía inmóvil en la camioneta, el soroche se había esfumado. Pero ahora, en Quero, al empezar a moverse, volvió a sentir la presión en las sienes, el corazón acelerado, la inestabilidad y el vértigo. Procuró disimularlo mientras, flanqueado por Vallejos y el Juez de Paz, recorrían las casitas de Quero averiguando quién podía alquilar unas acémilas. Condori y Zenón Gonzales, que tenían conocidos en la comunidad, fueron a encargar algo de comer y a comprar provisiones. Al contado, por supuesto.
Debía haberse celebrado un mitin aquí, para explicar a los campesinos la acción insurreccional. Pero, sin necesidad de intercambiar una palabra con Vallejos, desechó la idea. Después del fracaso de esta mañana, no pensó en recordarle al Alférez el asunto. ¿Por qué ese desánimo? No había cómo sacárselo de encima. La euforia del camino lo libró de recapacitar. Ahora volvía, una y otra vez, sobre su situación: cuatro adultos y siete adolescentes entercados en llevar adelante unos planes que se desmoronaban a cada paso. Esto es derrotismo, Mayta, el camino del fracaso. Como una máquina, acuérdate. Sonrió y puso cara de comprender lo que el Juez de Paz y la dueña de la casita ante la que se habían detenido se decían en quechua. Hubieras tenido que aprender quechua antes que francés.
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