Array Array - Historia de Mayta
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—¿Te vas a echar atrás, so carajo? —oyó decir a Vallejos, acercando la cara a uno de ellos— Ahora que comenzó, ahora que estamos en la candela ¿te vas a echar atrás?
—No me echo atrás —masculló éste, retrocediendo—. Es que… es que…
—Es que eres un amarillo, Zenón —gritó Vallejos—. Peor para ti. Vuelve a tu celda. Que te juzguen, que te enchironen, púdrete en el Frontón. No sé cómo no te pego un tiro, carajo.
—Espera, alto, vamos a hablar sin pelea —dijo Condori, interponiéndose. Era el de las ojotas y a Mayta lo alegró descubrir, allí, a alguien que podía ser de su edad—. No te calientes, Vallejos. Déjame solo un rato con Zenón.
El Subteniente, de tres trancos, vino al lado de Mayta.
—Mariconeó —dijo, ya sin la furia de hacía un momento, sólo con decepción—. Anoche estaba de acuerdo. Ahora viene con que tiene dudas, que mejor se queda acá y que después ya verá. Eso se llama miedo, no dudas.
¿Qué dudas movieron al joven dirigente de Uchubamba a provocar ese incidente? ¿Pensó, en el umbral de la rebelión, que eran demasiado pocos? ¿Dudó que él y Condori pudieran arrastrar al resto de la comunidad a la insurrección? ¿Tuvo una intuición de la derrota? ¿O, simplemente, vaciló ante la perspectiva de tener que matar y de que lo mataran?
El diálogo de Condori y Gonzales era en voz baja. Mayta oía palabras sueltas y, a ratos, los veía gesticular. En un momento, Condori cogió a su compañero del brazo. Debía tener cierta autoridad sobre éste, quien, aunque alegaba, mantenía una actitud respetuosa. Un momento después, ambos se acercaron.
—Ya está, Vallejos —dijo Condori—. Ya está. Todo bien. No ha pasado nada.
—Está bien, Zenón —le estiró la mano Vallejos—. Discúlpame por haberme calentado. ¿Sin rencores?
El joven asintió. Al estrecharle la mano, Vallejos repitió: «Sin rencores y que todo sea por el Perú, Zenón». Por su cara, Gonzales parecía más resignado que convencido. Vallejos se volvió hacia Mayta:
—Carguen las armas en los taxis. Voy a ver a los presos.
Se alejó hacia los guindos y Mayta corrió a la entrada. Por la ventanita de vigilancia del portón observó la calle. En vez de los taxis, de Ubilluz y los mineros de La Oroya, vio a un grupito de escolares josefinos, encabezados por Cordero Espinoza, el brigadier.
—¿Qué hacen aquí? —los interpeló—. ¿Por qué no están en sus puestos?
—Porque no había nadie en sus puestos, porque todos habían desaparecido —dice Cordero Espinoza, con un bostezo que entibia su sonrisa—. Porque nos habíamos cansado de esperar. No había a quien servir de chasquis. A mí me tocaba la Comisaría. Estuve allí tempranito y nada. Al rato, Hernando Huasasquiche vino a decirme que el Profe Ubilluz no estaba en su casa ni en ninguna parte. Y que lo habían visto manejando su camión, por la carretera. Poco después supimos que los de Ricrán se habían hecho humo, que los de La Oroya no habían venido o se habían regresado. ¡La espantada general! Nos reunimos en la Plaza. Estábamos con las caras largas, haciendo tiempo para ir a clases. Nos habían hecho una mala pasada, nos habían tenido jugando a la serial. En eso se apareció Felicio Tapia. Nos dijo que el limeño sí había ido a la cárcel, después de esperar en vano a los de Ricrán. Así que nos fuimos a la cárcel a ver qué pasaba. Vallejos y Mayta habían encerrado a los guardias, capturado los fusiles y libertado a Condori y Gonzales. ¿Se imagina usted una situación más ridícula?
Al Doctor Cordero Espinoza no le falta razón. ¿Cómo no llamarla ridícula? Han tomado la cárcel, tienen catorce fusiles y mil doscientas balas. Pero se han quedado sin revolucionarios porque ni uno solo de los treinta o cuarenta conjurados ha comparecido. ¿Fue lo que pensó Mayta al espiar por la ventanita y encontrarse sólo con siete niños uniformados?
—¿No ha venido nadie? ¿Ninguno? ¿Nadie?
—Hemos venido nosotros —dijo el chiquillo de cabeza semirrapada y, en su aturdimiento, Mayta recordó lo que Ubilluz dijo de él al presentárselo: «Cordero Espinoza, brigadier de año, primero de su clase, un cráneo»—. Pero los demás parece que se han corrido.
¿Pasmo, rabia, una intuición de catástrofe lo abrumaron? ¿O, más bien, la quieta confirmación de algo que, sin identificar del todo, íntimamente temía desde esa madrugada, al no llegar a la Plaza los hombres de Ricrán, o, acaso, desde que en Lima sus camaradas del POR(T) decidieron apartarse, o desde que comprendió que su gestión con Blacquer para asociar al Partido Comunista al alzamiento era inútil? ¿Desde alguno de esos momentos, sin decírselo claramente, aguardaba sin embargo este tiro de gracia? ¿La revolución ni siquiera empezaría? Pero si ya ha empezado, Mayta, no te das cuenta acaso, ya ha empezado.
—Para eso estamos aquí, para eso hemos venido —exclamó Cordero Espinoza— ¿Acaso no podemos reemplazarlos nosotros?
Mayta vio que los josefinos se habían arremolinado en torno al brigadier y movían las cabezas, asintiendo y apoyando. Lo único que atinó a pensar fue que a algún transeúnte, a algún vecino, podía llamarle la atención ese grupito de colegiales en la puerta de la cárcel.
—Se me ocurrió ofrecernos como voluntarios en ese momento, ahí mismo, sin haberlo consultado con mis compañeros —recuerda el Doctor Cordero Espinoza—. Se me ocurrió de repente, al ver la cara que puso el pobre Mayta al saber que los otros no habían venido.
Estamos en su despacho de la calle Junín, una calle en la que proliferan los bufetes. La abogacía sigue siendo la profesión jaujina por excelencia, aunque, en estos últimos tiempos, la guerra y las catástrofes hayan mermado la actividad jurídica local. Hasta hace poco, en toda familia jaujina uno o dos vástagos venían al mundo con su expediente de leguleyos bajo el brazo. Meter pleitos es un deporte multiclasista en la provincia, tan popular como el fútbol y los carnavales. En la turbamulta de abogados jaujinos, el antiguo brigadier y alumno ejemplar del Colegio San José —donde dictaba el curso de Economía Política un par de veces por semana, hasta que por la guerra se suspendieron las clases— sigue siendo la estrella. Se trata de un hombre desenvuelto y ameno. Su despacho rutila con diplomas de congresos a que ha asistido, distinciones que se ganó como Concejal, Presidente del Club de Leones de Jauja, Presidente de la Junta Pro–carretera al Oriente y varias funciones cívicas más. Es, entre todas las personas con las que he conversado, la que evoca con más distancia, precisión, desenfado y —me parece— objetividad, aquellos sucesos. La pulcritud de su oficina contrasta con el pasillo de la entrada, en el que hay un hueco en el suelo y media pared en escombros. Al hacerme pasar, me dijo señalándolos: «Fue un petardo de los terrucos. Lo he dejado así, para recordar las precauciones que debo tomar cada día si quiero conservar la cabeza en su sitio». Con el mismo espíritu liviano me contó, luego, que en el atentado a su hogar los terrucos fueron más eficientes: la casa ardió toda, con las dos cargas de dinamita. «Mataron a mi cocinera, una viejita de sesenta años. Mi mujer y mis hijos, felizmente, se hallaban ya fuera de Jauja.» Viven en Lima y están a punto de partir al extranjero. Es lo que hará él, apenas liquide sus asuntos. Porque, dice, tal como van las cosas ¿qué sentido tiene seguir arriesgando el pellejo? ¿No ha mejorado la seguridad en Jauja con la llegada de los «marines»? Ha empeorado, más bien. Porque el rencor que provoca en la gente la presencia de tropas extranjeras, hace que muchos ayuden, por acción o por omisión —escondiéndolos, facilitándoles coartadas, callando—, a los terrucos. «Dicen que algo parecido pasa entre los guerrilleros peruanos y los internacionalistas cubanos y bolivianos. Que hay enfrentamientos entre ellos. El nacionalismo es más fuerte que cualquier otra ideología, ya se sabe.» No puedo dejar de sentir simpatía por el antiguo brigadier: dice todas esas cosas con naturalidad, sin pizca de sensiblería ni arrogancia, e, incluso, hasta con cierto humor.
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