Array Array - Historia de Mayta

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—Los de Ricrán se están atrasando —dijo Mayta—. ¿No se habrá cerrado la cordillera?

El chiquillo observó las nubes:

—No, no ha llovido.

Era improbable que una lluvia o un huayco cerrara el tránsito en esta época. Si así ocurría, estaba previsto que la gente de Ricrán se fuera por las sierras a Quero. El josefino miraba a Mayta con envidia. Era muy jovencito, con dientes de conejo y un comienzo de bozo.

—¿Tus compañeros son tan puntuales como tú?

—Roberto ya está en la esquina del Orfelinato y a Melquíades lo vi yéndose a Santa Isabel.

Aclaraba rápidamente y Mayta lamentó no haber revisado una última vez la metralleta. La tenía en el maletín y no dejaba de pensar en ella, y, antes de echarse a dormir, abrió y cerró el seguro, verificando la carga. ¿Qué falta hacía una nueva revisión? La Plaza estaba ahora algo movida. Pasaban mujeres con mantas sobre la cabeza, en dirección a la Catedral, y, de cuando en cuando, una camioneta o un camión cargados de fardos o barriles. Eran las seis menos cinco. Se puso de pie y cogió el maletín.

—Corre a Santa Isabel y, si ha llegado el camión, dices a los de mi grupo que vayan de frente a la cárcel. A las seis y media les abriré la puerta. ¿Entendido?

—Yo no tengo pelos en la lengua y lo digo tal cual: el responsable de todo no fue Vallejos ni el foráneo sino Ubilluz. —Don Ezequiel se rasca los pellejos bulbosos del pescuezo con sus uñas negras y resopla—: De lo que pasó y de lo que no pasó esa mañana. Pierde el tiempo chismeando con unos y otros.

Basta con él. Esa basura es el único que sabe con pelos y detalles toda la mierda de historia.

Apaga su voz una radio a todo volumen, que transmite en inglés. Es la estación destinada a los «marines» y aviadores norteamericanos, para los que se ha requisado la Unidad Escolar San José.

—¡Ya está la maldita radio de los gringos conchas de su madre! —ruge Don Ezequiel, tapándose los oídos.

Le digo que me ha sorprendido no ver hasta ahora a «marines» por las calles, que todas las patrullas que cruzan las esquinas sean de guardias y soldados peruanos.

—Deben estar durmiendo la mona o descansando después de tanto cachar —brama, hecho una fiera—. Han corrompido a todo Jauja, han convertido en prostitutas hasta las monjas. ¿Cómo no iba a ser así si aquí todos nos morimos de hambre y ellos tienen dólares? Dicen que hasta el agua se la traen en aviones. No es verdad que con su plata ayuden al comercio local. Ni uno solo ha entrado a comprarme nada, por ejemplo. Sólo gastan en cocaína, eso sí a cualquier precio. Mentira que vinieran a pelear con los comunistas. Han venido a coquearse y a tirarse a las jaujinas. Hasta hay negros entre ellos, qué tal concha.

Aunque estoy atento a la rabieta de Don Ezequiel, ni un instante descuido a Mayta, en esa madrugada de hace un cuarto de siglo, en esa Jauja sin revolucionarios ni «marines», caminando por la matutina calle de Alfonso Ugarte, con el maletín de la metralleta. ¿Iba preocupado por la tardanza del camión? Seguramente. Por más que se hubiera previsto la posibilidad de una tardanza, debía producirle cierta inquietud esa primera contrariedad, aun antes de que empezara a materializarse el plan. Plan que, en medio de la telaraña de tergiversaciones y fabulaciones, creo identificar bastante bien hasta el momento en que los revolucionarios, a eso de media mañana, debían salir de Jauja en dirección al puente de Molinos. A partir de ahí me pierdo en las contradictorias versiones. Tengo cada vez más la seguridad de que sólo un núcleo ínfimo

—acaso sólo Vallejos y Ubilluz, acaso sólo ellos y Mayta, acaso sólo el Subteniente— sabía exactamente todo lo que harían: esta decisión de dejar en ignorancia al resto los perjudicó terriblemente. ¿En qué pensaba Mayta en la última cuadra de Alfonso Ugarte, cuando veía ya. a mano izquierda, los muros de adobe y los aleros de tejas de la cárcel? Que, a su derecha, detrás de los visillos de la casa de Ubilluz, el Chato y los camaradas de La Oroya, Casapalca y Morococha, acantonados ahí desde la víspera o desde horas atrás, acaso lo estarían viendo pasar. ¿Debía avisarles que el camión no llegó? No, no debía alterar por ningún motivo las instrucciones. Por lo demás, al verlo solo habrían comprendido que el camión se había atrasado. Si llegaba en la siguiente media hora, los de Ricrán alcanzarían las acciones. Y, si no, se reunirían con ellos en Quero, adonde debían acudir los demorados. Llegó hasta la fachada de piedra de la cárcel, y, como había dicho el Alférez, no había centinela. La puerta aherrumbrada se abrió y apareció Vallejos. Con un dedo en los labios, tomó de un brazo a Mayta y lo hizo entrar cerrando el portón luego de comprobar que no lo acompañaba nadie. Con un ademán le indicó que regresara a la Alcaidía y desapareció. Mayta observó el zaguán abierto, con columnas, en el cuarto del frente decía Prevención, y el patiecito con guindos de hojas largas y finas, cargadas de racimos. En la habitación donde estaba había un escudo, un pizarrón, un escritorio, una silla y una ventanita por cuyos cristales turbios se adivinaba la calle. Seguía con el maletín en las manos, sin saber qué hacer, cuando volvió Vallejos.

—Quería ver si nadie te sintió —dijo éste en voz baja—. ¿No llegó el camión?

—Por lo visto, no. Mandé a Felicio a esperarlo y a decir a mi grupo que se presentara aquí a las seis y media. ¿Nos harán falta los de Ricrán?

—No hay problema —dijo Vallejos—. Escóndete ahí y espera, sin hacer ruido.

A Mayta lo fortaleció la calma y seguridad del Subteniente. Estaba con pantalón y botas de fajina y una chompa negra de cuello en vez de la camisa comando. Entró a la Alcaidía y el cuarto le pareció un gran closet, de paredes blancas. Ese mueble debía ser una armería, en esos nichos debían colocar los fusiles. Al cerrar la puerta quedó en la penumbra. Forcejeó para abrir su maletín, porque el seguro se había atrancado. Sacó la metralleta y se metió en los bolsillos las cajas de municiones. Tan bruscamente como había estallado, la radio se apagó. ¿Qué había sido del camión de Ricrán?

—Había llegado tempranito, a Santa Isabel, donde tenía que llegar —Don Ezequiel se echa a reír y es como si surtiera veneno de sus ojos, boca y orejas—. Y cuando empezó lo de la cárcel, ya se había ido. Pero no a Quero, donde se suponía que debía ir, sino a Lima. Y no llevándose a los comunistas ni las armas robadas. Nada de eso. ¿Qué se llevaba el camión? ¡Habas! Sí, carajo, como suena. El camión de la revolución, en el instante que la revolución comenzaba, partió a Lima con un cargamento de habas. ¿No me pregunta de quién era ese cargamento de habas?

—No se lo pregunto porque me va usted a decir que era del Chato Ubilluz —le digo.

Don Ezequiel lanza otra risotada monstruosa:

—¿No me pregunta quién lo manejaba? —Alza sus manos sucias y, como dando puñetes, señala la Plaza—: Yo lo vi pasar, yo lo reconocí a ese traidor. Yo lo vi. prendido del volante, con una gorrita azul de maricón. Yo vi los costales de habas. ¿Qué carajo pasa? ¡Qué iba a pasar! Que ese maldito cabrón acababa de meternos el dedo, a Vallejos, al foráneo y a mí.

—Dígame una sola cosa más y lo dejo en paz, Don Ezequiel. ¿Por qué no se fue usted también esa mañana? ¿Por qué se quedó tan tranquilo en su peluquería? ¿Por qué, al menos, no se escondió?

La cara frutal me considera horriblemente varios segundos, con furia morosa. Lo veo hurgarse la nariz, encarnizarse con los pellejos del pescuezo. Cuando me contesta, todavía se siente obligado a mentir:

—¿Por qué mierda iba a esconderme si no estaba comprometido en nada? ¿Por qué mierda?

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